Inseguridad, narcotráfico y lavado de dinero
Carlos Salinas de Gortari gobernó
México hasta finales de 1994, cuando le entregó la banda presidencial a
Ernesto Zedillo, quien dejaba la dirección del Centro de Estudios de
Globalización de la Universidad de Yale para ocuparse de los destinos
del país azteca. Salinas de Gortari, antes de dejar la presidencia,
privatizó la poderosa banca estatal mexicana así como Telmex, la empresa
que se convirtió en una de las compañías globales de telefonía,
Internet y televisión digital, cuyo paquete accionario quedó
completamente años después en manos de Carlos Slim, el hombre que está
en el top de los más ricos del planeta.
.
Salinas de Gortari, unos meses antes de irse
inauguró el Tratado de Libre Comercio, el pacto que une a México con
Estados Unidos y Canadá, contra el cual se alzó el Movimiento Zapatista,
encabezado por el subcomandante Marcos, quien como un Quijote moderno
pudo mostrar al mundo la posibilidad de vivir con otros principios,
distintos a los marcados por el consumismo y la ambición del capitalismo
en una fase intoxicada de dinero ilegal. Pocos meses después, Salinas
se iba del Palacio Presidencial que había ordenado hacer Hernán Cortés
hace la friolera de cinco siglos. Una fecha clave de la historia
mexicana es el regalo de la niña Malinche a Hernán Cortés, registrado en
marzo de 1519, junto a otras 19 niñas, tras el triunfo de los invasores
españoles sobre una comunidad originaria de Tabasco, en la zona de
preeminencia maya, al sur del país. Malinche empezó como esclava y luego
colaboró activamente en los planes de los conquistadores. Para la
cultura mexicana, y más allá de sus fronteras, el malinchismo es
sinónimo de traición, de entrega. Los más indulgentes ven en esa
historia la tragedia que deviene cuando una persona o un grupo de
personas dejan de lado sus valores y se zambullen en los de los
dominadores.
Salinas de Gortari dejó la presidencia pero, pocos meses después, su
hermano Raúl era detenido por sus relaciones con el narcotráfico.
Carlos, el ex presidente, tuvo que alejarse del país. Vivió más
atormentado por los riesgos de terminar preso que por haber prestado tan
nobles servicios a los intereses de la Casa Blanca y las grandes
multinacionales de Estados Unidos.
El emblemático narcotraficante colombiano Pablo Escobar Gaviria había
sido abatido en diciembre de 1993 y empezaba a declinar el ciclo de los
aviones que llevaban cocaína al principal consumidor de estupefacientes
ilegales: los Estados Unidos. Los miles de muertos en Colombia
siguieron, porque los narcos se cruzaban con los poderosos grupos
paramilitares y también con sectores insurgentes que participaron del
narco para financiar sus operaciones. Caía el comercio de drogas en
Colombia y crecía en el norte de México. Durante el mandato de Felipe
Calderón (2006-2012), las muertes provocadas por el narco fueron entre
80 y 120 mil, según las fuentes que se consulten. Las matanzas se
producen casi exclusivamente en las ciudades fronterizas con Estados
Unidos, con epicentro en Ciudad Juárez. Desde hace unos años, el
Distrito Federal de México registra un grado de violencia criminal
sensiblemente más bajo, disminuyó la corrupción en la Policía Judicial y
los turistas pueden visitar el Museo Antropológico, el Zócalo y otros
lugares maravillosos sin enterarse siquiera de las carnicerías que
suceden 3000 kilómetros más al norte.
Al tiempo que se iniciaba el Tratado de Libre Comercio, en 1994,
comenzaba la construcción del muro fronterizo entre México y Estados
Unidos. La lógica no respondía al narcotráfico sino al incremento de
inmigración ilegal provocada por dos factores. Por un lado, el
incremento brutal de la desocupación y de la migración rural de pequeños
campesinos mexicanos que tratan de llegar a las distintas ciudades
norteamericanas en busca de trabajo. El segundo tema es que la
tolerancia a esa inmigración se debe a que los trabajadores mexicanos
tiran a la baja los salarios de los obreros de Estados Unidos. Si bien
el tema laboral tiene otras múltiples derivaciones, hay un aspecto clave
en lo referido al narcotráfico: la mano de obra de los traficantes o de
los sicarios sale de ese experimento letal del libre comercio que
pretende poner en pie de igualdad a una nación poderosa con otra que va
perdiendo abruptamente su soberanía.
Todo esto está agravado por la existencia de organizaciones
complejas, donde además de capos narcos hay funcionarios de altísimo
rango de áreas claves del Estado mexicano. Sin la corrupción y la
interacción de intereses la magnitud del drama mexicano es imposible. La
gran pregunta es cómo actúan los organismos de Estados Unidos
destinados a la inteligencia y al combate del crimen organizado. Es
difícil imaginar que no tienen capacidad tecnológica ni de espionaje.
Tan difícil como imaginar que los grandes intereses estadounidenses van a
dejar pasar uno de los negocios más lucrativos del planeta. Tan difícil
de imaginar como que de la mañana a la noche los millones de
consumidores de drogas de Estados Unidos se encuentren con que no tienen
qué consumir o que los precios se fueron a las nubes. La Casa Blanca y
el Pentágono prefieren buscar armas químicas en Siria, zona estratégica
para las multinacionales, que terminar con un problema –el narcotráfico–
que les agravaría uno mayor como es la necesidad de proveer a sus
ciudadanos de otros tóxicos para poder seguir viviendo la ficción del
extremo consumismo en un país donde las desigualdades son increíbles.
Joseph Stiglitz, en su último libro, El precio de la desigualdad, afirma
que en 1997, el 1% de los estadounidenses poseía el 33% de lo que se
producía anualmente mientras que entre 2002 y 2007 esa cifra
prácticamente se duplicó al llegar al 65 por ciento. Esa pequeña porción
de ciudadanos, dice Stiglitz, se ha visto favorecida por "la gestión de
la globalización". Y pone el énfasis en la precarización y
flexibilización laboral como en la liberalización financiera. "Cuando
nos preguntamos –dice Stiglitz– cómo es posible que los financieros
consigan acumular tanta riqueza, una parte de la respuesta es muy
sencilla: han ayudado a redactar un conjunto de normas que les permite
hacer grandes negocios, incluso durante las crisis que han contribuido a
crear”.
El fenómeno del narcotráfico y el lavado de dinero tienen también una
dimensión creciente en la mayoría de los países centroamericanos. Y
ponen en jaque las precarias democracias con altísimo grado de
desigualdad social.
ARGENTINA. No es un guión de ciencia ficción creer que las agencias
de seguridad e inteligencia norteamericanas supervisan y participan en
la promoción de algunos jefes de las fuerzas policiales, como de algunos
civiles que van a puestos claves vinculados a la justicia, las
fiscalías, organismos de aeronavegación, así como los planes de
radarización o suministro de tecnologías para el combate del crimen
organizado. El complejo militar tecnológico no provee sólo misiles
Tomahawk o aviones no tripulados. Y la inteligencia estadounidense no
está solo detrás de los yijadistas islámicos. En América Latina, las
fuerzas de seguridad e inteligencia locales suelen estar colonizadas por
los modelos traídos de Estados Unidos. Pero no los que el FBI tiene
para el interior de su país sino de aquellos modelos pensados y
diseñados para servir a los intereses de aquel país.
Desde ya, terminar con la dependencia de esos esquemas es tan difícil
como vital. Hacer un escudo de protección informático para que la
inteligencia norteamericana no pueda intrusar la información sobre los
intereses petroleros brasileños es tan importante como tomar dimensión
de la complejidad del narcotráfico y el lavado de dinero.
Y no se trata sólo de cambiar de proveedores de equipos. Para nada.
No parece haber dimensión de la trama social que hay en las grandes
ciudades –Buenos Aires y el Conurbano, Rosario y Córdoba– respecto del
poderío logrado por bandas narcos en barrios donde no hay cloacas ni
electricidad ni títulos de propiedad de las casas donde viven cientos de
miles (más de un millón seguramente) de personas. La mayoría son
trabajadores que no tienen remuneraciones que les permiten mejorar su
condición. Y esas personas son las principales interesadas en terminar
con el narco. Son las primeras víctimas. Viven atemorizadas no sólo por
los narcos sino también por el accionar (o falta de accionar a veces) de
las policías. Las causas originadas por delitos de narco en villas
suele ser empeorada por la instrucción de fiscales y por la manipulación
en los juzgados. Cuando a un ministro provincial o a un jefe policial
le conviene hay operativos de captura de armas y paquetes de cocaína. Y
ahí están los noticieros, para contribuir al crédito social de que el
problema está en las villas y no en las oficinas donde se tiene que
combatir la pobreza, la desigualdad y donde se tiene que convocar a los
vecinos para echar a los narcos y controlar el accionar de las fuerzas
de seguridad.
La llegada de Alejandro Granados al Ministerio de Seguridad
bonaerense es por lo menos sorprendente. El partido de Ezeiza fue creado
en 1994, por iniciativa de Carlos Menem, el hombre que acaba de zafar
de otra causa judicial, esta vez porque vencían los plazos procesales
para investigar por qué no declaró dos cuentas bancarias en Suiza.
Ezeiza fue históricamente un lugar de contrabando. Este gobierno creó en
2005 la Policía de Seguridad Aeroportuaria porque era insostenible
mantener la Policía Aeronáutica Nacional, no sólo involucrada en delitos
de contrabando.
La reestructuración de la cúpula de la Bonaerense realizada por
Granados incluyó la vuelta de Juan Carlos Paggi, el jefe de la fuerza
desplazado a finales de 2011 tras los desaguisados de la investigación
del crimen de Candela Rodríguez. El autogobierno policial y su relación
fluida con algunos intendentes responden a razones múltiples. No todos
sospechados de corrupción. Lo que no puede obviarse es que la decisión
final de quiénes integran las cúpulas de las distritales queda por
cuenta del ministerio. Es sabido que muchos intendentes reclaman la
falta de colaboración de los jefes policiales en su distrito. Tan sabido
como que los problemas no son sólo la falta de personal o de
patrulleros sino también los negocios ocultos, las llamadas cajas de
recaudación ilegal. La extensión de los negocios del narco, y los
recursos que manejan esas bandas hace imposible pensar que pueda
avanzarse sin una intervención decidida en el control de las fuerzas de
seguridad. Las recientes denuncias de vínculos del narco en Córdoba no
hacen más que poner un alerta. El gran tema es lograr un abordaje
complejo, al estilo de las políticas realizadas en Brasil en las
favelas, que permitan mejorar los estándares sociales, la calidad de la
justicia y los procedimientos de las fuerzas de seguridad.
Junto con todo esto, parece imprescindible avanzar en la radarización
del norte argentino. El ministro de Defensa Agustín Rossi anunció que
pronto se agregará un radar en Formosa, convirtiéndose en el cuarto que
hay en las fronteras con Brasil, Paraguay y Bolivia. En ese sentido, en
Bariloche, está en período de prueba en la empresa Invap el radar en
cuestión. Y tan imprescindible como la disposición de medios técnicos y
de un mayor control de la función policial, resulta dotar a las
fiscalías y juzgados de mecanismos fuertes de alerta y denuncia de
connivencia entre narcos y funcionarios de esas dependencias. La Unidad
de Investigación Financiera es una herramienta de control de operaciones
de lavado y va en la dirección de evitar el lavado. Pero, claro, en un
país donde se habla de cifras escandalosas de dinero ilegal sin que los
organismos del Estado informen ni los montos (se habla, genéricamente,
de entre 170 mil y 400 mil millones de dólares) ni su origen
(corrupción, subfacturación, evasión fiscal o narcotráfico) ni dónde se
encuentran esas monstruosas sumas. El dinero del narco es mucho y su
capacidad de mudar de territorios no es nueva.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario