El continente está
viviendo un momento de inflexión histórica. Ciertamente, después de diez
años continuos de expansivas victorias políticas de las fuerzas
revolucionarias y progresistas en Venezuela, Brasil, Argentina, Bolivia,
Paraguay, Ecuador, Nicaragua y El Salvador, existe un estancamiento de
esta irradiación e incluso un retroceso territorial. Es así que a la
conspiración política conservadora en Honduras, Paraguay, Venezuela y
Brasil, le ha seguido la derrota electoral en Argentina. En los últimos
dos años, de un espíritu general de época caracterizado por la ofensiva
hemos pasado a la defensiva política y electoral. A través de vías
electorales, en ocasiones acompañadas por acciones de movilización
colectiva, sumadas a sistemáticas agresiones económicas y a una
inocultable conspiración externa, las fuerzas conservadoras han asumido
en el último año el control de varios gobiernos del continente.
Numerosas conquistas sociales, logradas años atrás, han sido eliminadas y
hay un esfuerzo ideológico-mediático por pontificar un supuesto “fin de
ciclo” que estaría mostrando la inevitable derrota de los gobiernos
progresistas en el continente.
Si hace 25 años se hablaba del “fin de la historia”
[2] ,
como metarrelato conservador que predecía el fin de los grandes relatos
heroicos anticolonialistas y anticapitalistas que habían caracterizado
el siglo XX, hoy, el “fin de ciclo” constituye el aborto ideológico de
esa teleolología histórica que pretende hacer creer que las sociedades
se mueven impulsadas por leyes independientes y por encima de las
propias sociedades, a modo de principios cuasireligiosos que pretenden
explicar la dinámica del mundo. Se trata, ciertamente, de un intento por
anular a la sociedad y al ser humano como fuentes explicativas de sí
mismos y de su devenir.
Al colocar el “fin de ciclo” como algo
ineluctable e irreversible se busca mutilar la praxis humana como motor
del propio devenir humano y fuente explicativa de la historia, arrojando
a la sociedad a la impotencia de una contemplación derrotista frente a
unos acontecimientos que, supuestamente, se despliegan al margen de la
propia acción humana. Esto implica no solo un retroceso, mediocre y
tartamudo, a concepciones ideológicas prerrenacentistas sino un esfuerzo
deliberado por extirpar cualquier atisbo de autodeterminación social
como principio fundador del mundo social.
Sin embargo, el
combate intelectual contra estas pseudoexplicaciones mistificadoras de
la realidad no elude el análisis frío, el “análisis de plaza”, como
decía Lenin en terminología militar, sobre el despliegue de acciones
sociales (económicas, políticas, culturales, militares y simbólicas) que
han permitido, en cada caso concreto, que las clases sociales
menesterosas y los gobiernos progresistas y revolucionarios perdieran
terreno, política y temporalmente, o cedieran la iniciativa.
Claramente, las fuerzas de derecha y las potencias imperiales han hecho,
hacen y continuarán haciendo todo lo posible, a través de todos los
medios legales e ilegales, por detener cualquier proceso emancipativo de
los pueblos. Esa es su razón social y la energía de su existencia. Pase
lo que pase en el mundo, nunca, en lo absoluto, cambiarán de actitud
antagónica hacia los gobiernos de izquierda y los procesos de
emancipación social. No obstante, esas acciones concretas y cambiantes
de contrainsurgencia perpetua podrán volverse eficaces, dar sentido a la
historia o arrebatar el protagonismo popular solamente en función de lo
que las propias clases populares plebeyas hagan o dejen de hacer; en
función de lo que las estructuras políticas revolucionarias, sindicales y
académicas hagan y piensen en un momento dado. Como lo explicaba un
gran sociólogo francés
[3] , si alguien
arroja una piedra a un vaso y éste se rompe, la “causa” de ello no es la
piedra sino que el vaso era rompible (es por eso que la piedra puede
quebrarlo); es decir, es la cualidad del vaso la que le otorga la
cualidad eficiente a la acción de la piedra.
En política y, en
general, en todas las lucha de las clases sociales, las acciones del
adversario no son las únicas que explican los resultados finales, a
saber, alguna victoria, sino que son nuestras propias acciones o
inacciones, las acciones de las clases y los sectores laboriosos, las
que convierten las agresivas acciones del adversario en condición
eficiente, produciendo un tipo de resultado favorable a unos y contrario
a otros. A la comprensión de esta dinámica fluida de las multiformes y
multiespaciales luchas sociales, que se asemejan a un gran ajedrez cuyas
fichas son a su vez nuevos juegos de ajedrez que están en espacios
distintos pero también interconectados, se le denomina
análisis de las correlaciones de fuerzas .
Gramscialización de las estrategias de contrainsurgencia imperial
En este sentido, lo que ahora deseo plantear son las principales
características de los procesos progresistas y revolucionarios, y las
debilidades e insuficiencias temporales que tienen y que deben ser
superadas de la manera más rápida posible, para impedir que los
sistemáticos ataques de los poderes fácticos planetarios y de las
fuerzas conservadoras locales adquieran la calidad de condición
eficiente capaz de provocar un mayor repliegue territorial o un
retroceso estratégico de las fuerzas revolucionarias y progresistas de
Latinoamérica.
Existen excelentes estudios sobre las nuevas acciones imperiales desplegadas en el continente en estos últimos años
[4]
, y está claro que asistimos a una agresión concéntrica que combina
boicots económicos, ataques políticos internacionales, financiación de
partidos políticos de derecha locales, carteles mediáticos de difamación
y mentiras, con movilización social.
Es importante comprender
esto. La actual contraofensiva imperial en América Latina tiene una
forma diferente a la que vivimos en los años 60, 70 u 80 del siglo
pasado. Antes se privilegiaba el uso desnudo de la fuerza, que
articulaba tras de sí a políticos y empresarios que sostenían por detrás
el tutelaje dictatorial-militar sobre la sociedad. Ahora la punta de
lanza es mediática, económica, social y cultural y, solo después
–llegado el caso–, de confrontación social, con posibilidades de
recurrir a la fuerza armada. Hoy, las principales herramientas de ataque
brutal se concentran en el debilitamiento económico de los países
(caída de los precios de materias primas), en el boicot económico
(cierre de fuentes de financiamiento, ocultamiento de mercancías, fuga
de capitales) y también en un asedio ideológico-cultural contra los
gobiernos y fuerzas sociales revolucionarias.
Carteles
mediáticos mafiosos, capaces de “asesinar” a diario la imparcialidad y
la verdad en el altar de la infamia, la mentira noticiosa, han sido
articulados. Asimismo, hay una campaña multimillonaria de ablandamiento
cultural de contrainsurgencia a través de la promoción de infinidad de
foros, clubes, redes sociales, seminarios, becas y “encuentros
ciudadanos”, que irradian un discurso liberal, moralizante y de escarnio
en contra de todo aquello que huela a popular (el “anti-populismo”), y
que busca erosionar las bases de credibilidad y producción de sentido de
los Estados progresistas y revolucionarios. Así como hace tres décadas
las Fuerzas Armadas norteamericanas tuvieron que introducir, en su
currículo, las lecturas de Sun Tzu (su famoso libro
El arte de la guerra
) para enfrentar la oleada guerrillera mundial, hoy, el departamento de
Estado introduce, como lectura obligatoria de sus estrategas de
contrainsurgencia, los textos gramscianos, debido a la preponderancia de
las batallas culturales en este nuevo escenario de disputa del poder
continental. Todo esto para focalizar el ataque concéntrico hacia lo que
podemos considerar como la década dorada o la década virtuosa de
América Latina.
Por más de diez años, desde los inicios del
nuevo siglo, el continente ha vivido, de manera plural y diversa, el
período de mayor autonomía y de mayor construcción de soberanía que uno
recuerda desde la fundación de nuestros Estados en el siglo XIX, en
procesos unos más radicales que otros, algunos más urbanos y otros más
rurales, con distintos lenguajes, pero de una manera muy convergente.
La década virtuosa de la soberanía continental. Cuatro logros históricos
Cuatro son las conquistas históricas que definen la primera década del
siglo XXI como una década virtuosa para el continente latinoamericano.
1. Ampliación de la democracia política
Desde la retirada de los militares como comando político armado de los
intereses geopolíticos imperiales, la democracia representó para las
clases subalternas la vigencia de garantías constitucionales, la
libertad de opinión, la libre transitabilidad, la posibilidad de votar
en elecciones, la vigencia de derechos humanos elementales y, en menor
medida, la libertad de asociación sindical. Sin embargo, bajo ninguna
circunstancia, la democracia posdictatorial significó la participación
de las clases menesterosas en la toma de decisiones políticas y en el
manejo del aparato de Estado. Fue, entonces, un tipo de
democracia de derechos , mas no así de
participación decisional en el Estado.
El siglo XXI se inicia en el continente con un poderoso ascenso
político de las clases sociales y fuerzas populares de izquierda que, de
manera directa, vía sindical, de movimientos sociales o partidarios,
asumen el control del poder del Estado . Con esto, no solo se tiene la
victoria electoral de las fuerzas populares y de izquierda,
anteriormente excluidas de las estructuras de gobierno, sino que además
se supera, de manera práctica, el debate iniciado en los momentos del
repliegue popular mundial después de la caída del muro de Berlín y del
debilitamiento del ideario socialista referido a la posibilidad de
“cambiar el mundo sin tomar el poder”
[5] ,
consigna que hacía eco del derrotismo popular generalizado y pedía
abandonar las grandes batallas políticas por el poder en aras de una
transformación “corpuscular”, casi individual, de las condiciones de
vida.
Frente a esta mirada contemplativa de las estructuras de
poder real del mundo y, en particular, del Estado como relación social
desdoblada de la sociedad, precisamente por el abandono de la sociedad
sobre sus propios asuntos políticos, los sectores populares, obreros,
trabajadores, campesinos, indígenas, de mujeres y clases subalternas,
han superado ese debate de una manera práctica: asumiendo las tareas de
control del Estado se volvieron diputados, asambleístas y senadores;
asumiendo la gestión pública se movilizaron, hicieron retroceder las
políticas neoliberales, modificaron las políticas públicas y los
presupuestos. Y así en diez años asistimos a lo que podría denominarse
como una presencia de lo popular, de lo plebeyo, en sus diversas clases
sociales, en la gestión del Estado y, con ello, a la resignificación de
la democracia ejercida como poder plebeyo y como decisión popular de
efecto estatal.
De manera paralela, en esta década asistimos a
un fortalecimiento de la sociedad civil . Sindicatos obreros, sindicatos
campesinos, comunidades indígenas, gremios, pobladores, vecinos,
estudiantes y asociaciones juveniles comenzaron a fortalecerse,
irradiarse, diversificarse y proliferar en distintos ámbitos, y, lo
central, a politizarse, es decir, a involucrarse en la deliberación y
gestión de los asuntos comunes, a asumirse como poder estatal. La noche
neoliberal de apatía, de simulación democrática, se rompió para recrear
una sociedad civil potente que asume un conjunto de tareas de orden
político y económico que afectan el desempeño de la totalidad de los
Estados latinoamericanos.
2. Redistribución de la riqueza común y ampliación de la igualdad social
En segundo lugar, en lo social, en Brasil, Venezuela, Argentina,
Bolivia, Ecuador, Paraguay, Uruguay, Nicaragua y El Salvador, asistimos a
una extraordinaria redistribución de la riqueza social que comenzó a
cerrar las puntas de las tijeras de la generación de la riqueza y la
desigualdad, que en las últimas décadas se habían abierto de tal manera
que la distancia entre una respecto a la otra se acercaba a los 180
grados.
Frente a las políticas neoliberales de
ultra-concentración de la riqueza que habían convertido a nuestro
continente en uno de los más injustos del mundo, desde los años 2000 y a
la cabeza de gobiernos progresistas y revolucionarios, asistimos a un
poderoso proceso de redistribución de la riqueza común, que mejora
notablemente las condiciones de vida de la clase trabajadora sacando a
millones de latinoamericanos de la extrema pobreza, y crea para las
clases medias opciones objetivas de ascenso social.
Pero esta
redistribución de la riqueza lleva también a una ampliación de las
clases medias, no en el sentido sociológico-político del término sino de
su capacidad de consumo. Se amplía la capacidad de consumo de los
trabajadores, de los campesinos, de los indígenas, de los distintos
sectores sociales subalternos.
Igualmente, en poco más de una
década, la reducción de las desigualdades sociales alcanza records
históricos que no habían podido obtenerse en los últimos cien años . La
diferencia entre el 10 por ciento más rico y el 10 por ciento más pobre
que, en la década de los 90, arrojaba cifras de más de 100, 150 o 200
veces, al finalizar la primera década del siglo XXI se reduce a 80, 60 o
40, de una manera que amplía la participación e igualdad de los
sectores sociales.
3. Formas posneoliberales de gestión de la economía y de administración de la riqueza
En tercer lugar, en la gestión de lo económico, con mayor o menor
intensidad, cada uno de los gobiernos de estos Estados va a ensayar
propuestas posneoliberales. No estamos hablando todavía de propuestas
postcapitalistas, pues estas solo podrán prosperar a escala universal;
nos estamos refiriendo a propuestas posneoliberales que permiten que el
Estado retome un fuerte protagonismo en la producción de la riqueza y en
el ordenamiento de la gestión económica, priorizando los intereses
nacionales y a las clases populares.
Algunos países llevaron
adelante procesos de nacionalización de empresas privadas o de creación
de empresas públicas, otros optaron por una ampliación de la
participación del Estado en la economía, en la administración del
excedente social, en la elevación de los salarios de los obreros o en la
transferencia de recursos a los sectores más desfavorecidos, en el
impulso de formas de intercambio no basadas exclusivamente en el valor
de cambio, etcétera. Pero está claro que todos ellos han ensayado formas
posneoliberales de la gestión de la economía recuperando la importancia
del mercado interno, del Estado como distribuidor de la riqueza, de la
participación del Estado en áreas estratégicas de la economía.
En este sentido, la experiencia latinoamericana marcará un punto de
inflexión en la trayectoria mundial del neoliberalismo. A partir de
estas experiencias en el continente, el neoliberalismo ya no será nunca
más el “único mundo posible”. Hoy surgen otras posibilidades de gestión
de la economía y de la administración de la riqueza, otros horizontes
viables que muestran al neoliberalismo como un régimen anquilosado,
desgastado, decadente, sin brillo y sin entusiasmo.
A pesar de
las dificultades de la experiencia latinoamericana, los países del sur
dejan una señal imborrable y definitiva: de manera práctica, le muestran
a los pueblos del mundo que hay otros mundos posibles, que el
neoliberalismo no es el fin de la historia –de hecho, su continuidad es
la fosilización de la historia–, que se puede producir la riqueza de
otra manera, que es viable distribuir la riqueza de otra manera, de tal
forma que las clases populares sean sus más directas beneficiarias.
4. Construcción de una Internacional latinoamericana progresista y soberana
En cuarto lugar, el despertar del siglo XXI latinoamericano también
está caracterizado por la producción –por primera vez, desde la
fundación de los Estados nacionales– de una política externa continental
soberana y autodeterminativa.
Desde el siglo XIX, los grandes
diseños de política externa en el continente están tutelados, primero
por el imperio inglés, luego por el imperio norteamericano, de los que
dependen los créditos, las tarifas arancelarias, las transferencias
tecnológicas, las emisiones discursivas, la estabilidad gubernamental y,
por tanto, la organización de la política continental. Toda la política
exterior latinoamericana (absolutamente toda) se encuentra delineada en
función de las estrategias geopolíticas conducidas por las potencias
del norte: alineamiento durante la Guerra Fría, modelos económicos,
apertura política, regímenes dictatoriales, votaciones en Naciones
Unidas, entrega de recursos naturales.
Sin embargo, durante la
primera década del siglo XXI esto se derrumba. Tras la victoria de los
gobiernos populares se constituye lo que podríamos denominar, de manera
informal, una Internacional progresista y revolucionaria a nivel
continental. Y si bien no existe un Comité (como en la Internacional
comunista), de alguna forma los presidentes Lula, Kirchner, Correa, Evo,
Chávez y Ortega, asumen lo que podríamos llamar una especie de Comité
central de una Internacional latinoamericana, que permitirá pasos
gigantescos en la constitución de decisiones continentales soberanas y
en la planificación del futuro de nuestras naciones.
En esta
década, la OEA, que anteriormente decidía los destinos de nuestro
continente bajo la batuta de Estados Unidos y que llega a legitimar la
invasión de países latinoamericanos, pasa a convertirse en una
institución irrelevante. Al fin surgirá una institucionalidad
continental, Unasur y la CELAC, sin la presencia norteamericana, cosa
que centrará el debate y la construcción del destino de los
latinoamericanos en sus propias manos, cuando 100 o 50 años atrás esto
era impensable. Desde la sostenibilidad de las políticas crediticias,
hasta el financiamiento del salario del portero de cualquier institución
continental, todo dependía de los Estados Unidos y por eso teníamos
instituciones que servían de coartada a los intereses norteamericanos en
América Latina.
Está claro que no puede existir soberanía
política sin soberanía económica, que representa la base material de
cualquier soberanía posible. Y justamente eso es lo que ha logrado el
continente en esta década virtuosa: emancipación de las dependencias
crediticias y apertura a otros mercados, como el asiático y el europeo,
que diversificaron las fuentes de obtención de recursos; todo esto clave
a fin de construir una estructura política latinoamericana propia para
comenzar a debatir el futuro compartido.
Pero esto también
permite algo que parecía imposible tiempo atrás: la solidaridad entre
países hermanos para resolver internamente conflictividades políticas
extremas que anteriormente habrían requerido por lo menos la
intervención militar del país del norte. Ese es el caso, en 2002, del
golpe de Estado en contra del comandante Chávez en Venezuela o, en 2008,
del golpe civil en contra del presidente Evo.
En los meses de
agosto y septiembre de 2008, ni el presidente Evo ni yo, su
vicepresidente, podíamos aterrizar en los departamentos controlados
políticamente por las fuerzas de la derecha fascista. El gobierno
democrático había perdido el control de la gestión estatal que había
sido asumido, de facto, por bandas paramilitares que promovían una
especie de “poder dual” regional, desconociendo la autoridad nacional,
democráticamente elegida, e instigando el estallido de una guerra civil.
Sin embargo, fue la presencia de la Unasur, de los presidentes
Kirchner, Chávez, Correa, Lula, lo que ayudó a restablecer el orden
democrático, a desconocer cualquier tipo de legitimidad a esas bandas de
fascistas y a retomar la iniciativa política por parte del gobierno
nacional.
Entonces, en conjunto, en esta década virtuosa el
continente lleva adelante cambios políticos (la participación del pueblo
en la construcción de un Estado de nuevo tipo), cambios sociales (la
redistribución de la riqueza y reducción de las desigualdades), cambios
económicos (la participación activa del Estado en la economía, la
ampliación del mercado interno y la creación de nuevas clases medias) y,
en lo internacional, la articulación política latinoamericana sin la
presencia norteamericana. Todo esto no es poca cosa. Desde el siglo XIX,
estos últimos diez años se constituyen como los más importantes de
nuestro continente en cuanto a integración regional, a soberanía
latinoamericanista e independencia.
Las fragilidades de la década. Cinco tareas inmediatas
No obstante –y es necesario asumir con objetividad y frialdad antártica
el debate al respecto–, en los últimos meses este proceso de
irradiación territorial de los gobiernos progresistas y revolucionarios,
se ha estancado .
En algunos países importantes y decisivos
del continente, hay un regreso de los sectores arcaicos de la derecha y,
en otros, existe la amenaza de que la derecha reciclada retome el
control. Aquí debemos preguntarnos ¿por qué?, ¿qué es lo que ha sucedido
para que hayamos llegado a esta situación? Está claro que las fuerzas
conservadoras y del partido de los privilegios privados intentarán, una y
mil veces, retomar el poder estatal y utilizar todos los medios,
legales e ilegales a su alcance, a fin de buscar retomar el uso de lo
público para el disfrute privado de un puñado de oligarquías y empresas
extranjeras.
Evidentemente, el Departamento de Estado
norteamericano y los bloques conservadores locales siempre buscarán
sabotear los procesos progresistas. Es una cuestión de control del
excedente económico existente en la región, de sobrevivencia de las
oligarquías dependientes y de obstrucción a la propagación mundial de lo
que consideran un “mal ejemplo” para los otros pueblos del mundo. Por
ello, está claro que la derecha continental siempre atacará, boicoteará,
devaluará, desvirtuará y buscará hacer fracasar cualquier proyecto
popular y revolucionario. Este es un hecho incontrastable de la
realidad. Pero –y aquí volvemos a la imagen del vaso rompible o de las
condiciones de eficacia de la acción del adversario– los
revolucionarios, los intelectuales, las organizaciones sociales y los
gobernantes debemos saber reconocer, con meridiana claridad, qué cosas
hemos hecho deficientemente, qué acciones no hemos emprendido y qué
datos de la realidad hemos soslayado que, en conjunto, han favorecido
para que la conspiración conservadora haya comenzado a tener resultados
favorables hasta el punto que no solo se detuviera la expansión de la
oleada revolucionaria, sino que las fuerzas conservadoras retomen,
nuevamente, el control del poder estatal en la mayor parte de los países
de América Latina.
Esta tarea de comprensión de la realidad,
en sus dimensiones multicausales, es también una acción revolucionaria
porque únicamente entendiendo dónde están nuestras debilidades y cuáles
son nuestros errores podremos superarlos inmediatamente y reducir el
campo de eficacia de las acciones de las fuerzas conservadoras.
Acá señalaría cinco límites o contradicciones que se han hecho
presentes y han aflorado en esta década virtuosa continental y que están
siendo utilizadas por las fuerzas contrarrevolucionarias para retomar
la iniciativa política inmediata. No las mencionaré por orden de
importancia sino por orden lógico.
1. Crecimiento y estabilidad económica: base material de la justicia y la fortaleza política.
Clausewitz decía que la guerra es la continuación de la política por otros medios
[6]
, y estaba en lo correcto porque, al final, las armas y las tropas en
el fragor del campo de batalla solo cumplen designios políticos,
defienden y logran o pierden intereses políticos. Lenin, el gran
revolucionario ruso, argumentaba con mayor sabiduría que la política es
economía concentrada
[7] , es decir que
detrás de toda decisión política, incluida la más extrema que es una
guerra, lo que está en juego son proyectos, intereses y recursos
económicos de tal o cual clase social, tal o cual país, tal o cual
sector.
Esta incomprensión de la relación entre la política y
la economía no solo constituye un error de las corrientes liberales que
han creado un microcosmos conceptual para estudiar las prácticas
políticas, que pareciera sostenerse únicamente sobre las argucias de la
voluntad o el engaño; constituye también el error de cierto “post
marxismo”
[8] que le atribuye a los
significados y a los relatos construidos una cualidad mágica, capaz de
inventar el mundo y a los sujetos históricos con capacidad de
transformar la política. Evidentemente, el discurso, la voluntad, el
marketing y la narrativa tienen un carácter performativo, es decir, son
creadoras de realidad social. Pero las palabras, ideas y narraciones
adquieren ese carácter “creador” si y solo si existen condiciones
materiales de disponibilidad social, de eficacia simbólica, de eficacia
asociativa y condiciones sociales de acción colectiva. Todas estas
condiciones de posibilidad se sostienen y emergen a partir de la manera
en que las personas acceden o están impedidas de acceder a determinados
bienes materiales socialmente disponibles o necesarios, comenzando por
los económicos.
Los sujetos de la política no se arman a
voluntad e ingenio, como si la gente representara las líneas de un plano
elaborado por un creativo arquitecto de sujetos, porque si así fuera
tendríamos tantos sujetos históricos con capacidad de movilización
política en cada país como ingeniosos creadores de discursos en una
sociedad. La performatividad
[9] del
discurso político no actúa en cualquier momento ni sobre cualquier
agrupación o exigencia. El discurso político, la narrativa mediática o
cívica solo son capaces de producir realidad colectiva allí donde existe
una disposición social hacia nuevas narrativas (por el agotamiento de
las antiguas), en caso de una ausencia social (material o simbólica)
capaz de generar un estado de agregación, o en caso de un peligro que
acecha a la vida o a una posesión común y frente a la cual la
asociatividad movilizada se presenta como una defensa imprescindible.
En cualquier caso, la disposición de los bienes sociales (dinero,
propiedades, educación, servicios básicos, medios de trabajo, lenguaje,
etcétera), la forma de acceso y distancia a ellos, es lo que estructura
bloques o franjas sociales objetivas que dan lugar a experiencias
colectivas, a memorias sedimentadas, a sensibilidades y disposiciones
capaces de ser gatilladas de una manera u otra, con una intensidad u
otra, con unos aliados u otros, dependiendo del tipo de discurso
emitido.
El discurso político tiene capacidad performativa solo
cuando existe en proceso una cualidad formativa de la sociedad, cuando
hay una potencialidad formativa de la sociedad. Y eso no siempre sucede;
es más, constituye una excepcionalidad histórica que depende de los
cauces fluidos de la disponibilidad o de la carencia de medios
materiales. En cierta medida, el discurso político lo que hace es
resaltar, trazar un espacio de subjetivación política a partir de las
“líneas de nivel” de la geografía social, sobre la
topología social resultante de las estructuras de propiedad, gestión y distribución de los recursos económicos de una sociedad.
Cuando se está en el Estado, cuando el bloque popular ha adquirido el
poder de Estado, la importancia de la fuerza material de la economía es
aun más decisiva y visible, porque el Estado, en tiempos
revolucionarios, está llamado a desempeñar un papel propietario,
productivo y organizador de la producción nacional. Si bien el Estado
es, como dijimos en otra ocasión, una relación social en la que la mitad
de sus acciones son idea (esquemas morales y lógicos de organización de
la vida diaria
[10] ) y la otra mitad,
materia (instituciones, recursos, coerción); el lugar más idealista del
mundo donde la “idea” (una iniciativa gubernamental) deviene
inmediatamente en “materia” (decretos, leyes, procedimientos
administrativos, recursos, ejecución, etcétera); todo ese papel
performativo de la idea, de las decisiones gubernamentales, tiene
eficacia, es creíble, reproducible y organizador si, a la vez, ayuda a
generar las condiciones de bienestar social, de distribución sostenible
de la riqueza y de crecimiento económico. Si un proceso revolucionario
no logra esto, es altamente probable que se presente un incremento del
malestar social, una pérdida de apoyo al gobierno progresista y
revolucionario, y que las propuestas políticas conservadoras en el
interior de las propias clases sociales plebeyas se fortalezcan.
Entonces, una primera debilidad que algunos de los gobiernos
progresistas y revolucionarios están afrontando es precisamente el de la
gestión económica. Es como si se le hubiera dado poca importancia al
tema de la gestión económica, cuando en realidad no existe posibilidad
de continuidad revolucionaria si no se resuelve, en primer lugar, la
gestión y la mejora de condiciones económicas del pueblo trabajador.
¡Claro!, cuando el bloque nacional-popular es el opositor político no
gestiona la economía del país, lo que hace es estudiar los problemas que
tiene la nación, elaborar una propuesta económica basada en los
intereses de los sectores populares, irradiar y buscar movilizar en
torno a esa propuesta a la sociedad, sin gestionarla aún. Su
convocatoria hacia el pueblo está en función de una propuesta, de
iniciativas y proyectos, pero aún no en función de la gestión.
En esos momentos, cuando se está en la resistencia enfrentando la
gestión neoliberal, lo más importante es la política, el discurso, la
organización, las ideas, la movilización, acompañadas de propuestas de
gestión económica creíbles, capaces de resolver los problemas de la
sociedad laboriosa. En esos momentos, la política está en el puesto de
mando y el discurso adquiere la capacidad de articular a un sujeto
social movilizable.
Pero una vez que uno se encuentra en
gestión de gobierno, cuando uno se vuelve Estado, la economía se
convierte en decisiva y asume el mando. No obstante, los gobiernos
progresistas y líderes revolucionarios no siempre asumen esa importancia
decisiva de la economía estando en el Estado. Acostumbrados a la acción
política y educados en la acción revolucionaria que, por definición, es
esencialmente política, la confianza en el discurso, en su eficacia y
su labor performativa, puede conducirnos, equivocadamente, a seguir
actuando exclusivamente de esa manera cuando ya se está en la gestión
estatal.
Evidentemente, los procesos revolucionarios tienen en
la acción colectiva, el discurso y la narrativa movilizadora, el
principal motor de producción de convocatoria, apoyo y credibilidad.
Pero eso dura mientras la gente está movilizada, en estado de catarsis
colectiva
[11] o de universalidad de las
nuevas clases dirigentes. Mas, a diferencia de lo que creen los
trotskistas, la realidad nos muestra que la sociedad no se moviliza de
manera permanente. Sí es capaz de los mayores heroísmos que registra la
historia, de los más grandes sacrificios de tiempo, recursos e incluso
de vida para luchar por lo que cree necesario para su familia, sus
compañeros y el país pero, después de un tiempo, se necesita volver a la
vida cotidiana: llevar a los niños al colegio, ahorrar para pagar las
deudas bancarias, participar con los vecinos en una actividad cultural,
etcétera.
De ahí que las revoluciones se presentan no como
líneas ascendentes infinitas sino como oleadas (Marx) con flujos y
reflujos, con momentos excepcionales de universalismo en la acción
colectiva, y largos períodos de reflujo, de corporativismo, de
cotidianidad desmovilizada. En esos momentos, el ideal, el discurso, la
narrativa y la propuesta ya no son suficientes para mantener la adhesión
social al proyecto enunciativo. Lo que ahora cuenta es la economía, la
mejora de las condiciones de la vida cotidiana del pueblo. Por eso, si
el gobierno progresista y revolucionario no logra crear una base
material sostenible para esta mejora, la pérdida de apoyo social y la
emergencia de propuestas contrarrevolucionarias que hagan creer en un
avance a través del retorno de un gobierno de derecha, son inevitables.
La base material de cualquier proceso revolucionario es la economía.
Cuidar la economía, ampliar los procesos de redistribución, aumentar el
crecimiento, fueron también las preocupaciones de Lenin allá entre 1919 y
1922, cuando después del llamado “comunismo de guerra” tuvo que
afrontar la realidad de un país destrozado. Resistió la invasión de
siete países, derrotó a la derecha, pero tuvo siete millones de personas
que murieron de hambre.
¿Qué hace un revolucionario? ¿Qué hizo
Lenin? Priorizar la economía. Todos sus textos después del “comunismo
de guerra” son resultado del esfuerzo teórico y práctico por restablecer
la confianza de los sectores populares, obreros y campesinos, en su
gobierno, a partir de la gestión económica, del desarrollo de la
producción, de la distribución de la riqueza, del despliegue de
iniciativas autónomas de campesinos, obreros y pequeños empresarios
–incluso de empresarios– para garantizar una base económica que le diera
estabilidad y bienestar a la población
[12] .
Ante la imposibilidad de construir el comunismo desde un solo país y
comprendiendo que el mercado mundial y la moneda que regulan las
relaciones internacionales de intercambio, de tecnología y productos, no
desaparecen por decreto, que la moneda y el mercado no desaparecen
estatizando los medios de producción, que la economía social y
comunitaria solamente podrá surgir, de forma gradual, por iniciativa y
experiencia autónoma de la propia sociedad, cada revolución emergente y
cada país, al tiempo de mantener el poder revolucionario, debe crear las
condiciones materiales para la expansión de las iniciativas
comunitarias de la propia sociedad y apuntalar las condiciones de una
revolución mundial para resistir, en este largo período de lucha entre
capitalismo decadente, pero dominante, y socialismo fragmentado, débil,
pero ascendente. Eso requiere mejorar las condiciones de vida de la
población y crear las condiciones básicas de su bienestar aunque, eso
sí, manteniendo el poder político en manos de los trabajadores. En el
fondo ese es el significado histórico de la NEP
[13] .
Se pueden hacer concesiones y dialogar con quien sea que permita apoyar
el crecimiento económico, pero siempre garantizando el poder político
en manos de los trabajadores, los revolucionarios y el bloque de poder
popular.
En este largo período, la economía es decisiva . Los
procesos progresistas y revolucionarios se juegan el destino en la
economía. Sin los satisfactores básicos para la población el discurso no
cuenta. El discurso es eficaz, crea expectativas y esperanzas
colectivas a partir de una base material de satisfacción mínima de
condiciones necesarias. Sin esas condiciones, cualquier discurso, por
muy seductor o esperanzador que sea, se diluye ante el deterioro de la
base económica de las familias trabajadoras.
Toda esta
experiencia histórica y nuestra propia experiencia en esta década, nos
enseñan que el proyecto posneoliberal, como alternativa real al
neoliberalismo, tiene que ser sostenible en el tiempo, producir mejoras
sustanciales en la vida de las personas, crear una plataforma de
estabilidad y confiabilidad sobre la cual la sociedad puede animarse a
nuevas audacias históricas, a nuevas experiencias, comunitarias y
socialistas, de apropiación de bienes que vayan apuntalando con mayor
profundidad lo común y lo comunitario. Ningún avance hacia el socialismo
será posible sin una mayor democracia, pero tampoco sin las condiciones
mínimas de bienestar, de mejoras económicas de la sociedad, que
mantengan la confianza en su gobierno y la preparen para nuevos y más
grandes “asaltos al cielo”.
Aquí es necesario hacer un
desdoblamiento. Si bien estamos afirmando que debemos hacer todos los
esfuerzos para garantizar el crecimiento económico, éste será
revolucionario si, y solo, tiene por objetivo la mejora de las
condiciones de existencia de todos los sectores populares, es decir, si
genera mayor justicia e igualdad. Para un gobierno progresista y
revolucionario, el crecimiento y la estabilidad económica no son un fin
en sí mismo, sino solo un medio para mejorar las condiciones de vida de
la sociedad, en particular y siempre, de las clases menesterosas. Por
ello, el tomar medidas que, en nuestra búsqueda por el “crecimiento
económico”, afecten al bloque popular beneficiando al bloque
conservador, va en contrasentido al fortalecimiento de los procesos
progresistas del continente.
Afectar los ingresos del pueblo
para aumentar las ganancias de las élites empresariales no solo está en
contra de los fundamentos de los procesos revolucionarios, que existen
por y para favorecer al pueblo (a los trabajadores), sino que, además,
peca de una ingenuidad política catastrófica. Las élites empresariales
nunca sostendrán ni defenderán un proyecto popular. Efectivamente,
pueden ser neutralizadas temporalmente, pueden adherirse,
individualmente, a tal o cual decisión, pero su presencia subordinada
dentro del proyecto revolucionario solo será posible en tanto el bloque
popular tenga la fuerza política, electoral y de movilización. Porque
apenas el bloque nacional-popular comience a mostrar síntomas de
debilidad, lo más seguro es que esas clases sociales, inmediatamente, se
pasen al bando contrario o definitivamente se pongan a conspirar en
contra del gobierno revolucionario.
En la toma de decisiones,
los gobiernos progresistas y revolucionarios deben orientar sus medidas,
cualesquiera que sean estas, siempre en función de los beneficios
colectivos y el potenciamiento de las condiciones de vida y de la
asociatividad de las clases menesterosas; pues, al final, solo ellas
serán las que defiendan en las calles el proceso revolucionario.
Ciertamente, un gobierno debe gobernar para todos, o mejor, la clase
dirigente debe mostrar que sus intereses son los que mejor unifican y
representan los intereses de todos. Esa es la clave de la dirección del
Estado porque el Estado es el monopolio de lo universal. Ahí radica su
fuerza y su poderío, en representar lo universal, sabiendo que ese
universal es lo particular irradiado y articulante al resto de los
sectores.
Pero gobernar para todos no significa entregar los
recursos o tomar decisiones que, por satisfacer a todos, debiliten a la
base social que le ha dado vida al gobierno, que le ha dado sustento y
que será, al fin y al cabo, la única que saldrá a las calles cuando las
cosas se pongan difíciles.
¿ Cómo moverse en esa dualidad?
Gobernar para todos, teniendo en cuenta a todos, pero, en primer lugar y
por siempre, como dice la iglesia católica de base, tomando una opción
preferencial y prioritaria por los trabajadores, los pobladores, los
campesinos y los humildes. Ningún tipo de política económica
revolucionaria puede dejar de lado a lo popular pues cuando lo popular,
la justicia y la redistribución, a corto y largo plazo, dejan de ser el
norte orientador de la acciones gubernamentales y se busca priorizar
solo el “crecimiento”, el proceso se desnaturaliza y, con seguridad,
aquellos que se beneficien exclusivamente del crecimiento sin justicia
ni redistribución, tarde o temprano, buscarán un gobierno propio que
haga lo mismo, solo que de manera mucho más confiable y rápida.
Hay quienes sostienen, desde el lado de una supuesta izquierda más
“radical”, que el problema es que los gobiernos progresistas no tomaron
ni están tomando medidas más duras de socialización que acaben con el
mercado mundial, la división internacional del trabajo e instauren
inmediatamente medidas comunistas de propiedad y producción.
Ingenuos chapuceros e izquierdistas “deslactosados” que dilucidan los
grandes problemas prácticos de una revolución removiendo una cucharilla
de café, olvidando que no existe decreto que pueda sustituir el largo
aprendizaje de masas y que ningún voluntarismo gubernamental reemplaza
la fuerza de la realidad capitalista mundial.
Si fuera un tema
de voluntad y de decreto, podría sacarse uno que diga que ya no hay
mercado. Y, sin embargo, el mercado seguirá y la gente, aquí y allá,
continuará intercambiando sus productos de acuerdo al esfuerzo social
depositado en ellos.
Se pueden emitir todos los decretos
necesarios para estatizar los medios de producción, pero eso no
significa socialismo porque la sociedad no es la que asume la gestión
directa de esos medios de producción. Se pueden emitir leyes que digan
que ya no hay compañías extranjeras, no obstante, las herramientas para
los celulares y las máquinas seguirán requiriendo de la técnica y el
conocimiento planetario-universal que los envuelve a todos.
Un
país no puede volverse autárquico. ¡Eso no es socialismo, sino el
regreso a la edad de piedra! Ninguna revolución ha aguantado ni
sobreviviría en la autarquía o en el aislamiento. La revolución es
mundial y continental, o es una caricatura de revolución. Por tanto, la
superación del mercado mundial será, de la misma forma, un hecho
mundial. La construcción del comunismo como nuevo modo de producción que
sustituya al capitalismo como modo de producción universal, no puede
menos que ser también mundial, planetario. Lo que los gobiernos
progresistas y revolucionarios pueden y deben hacer, es crear las
mejores condiciones de democratización de la riqueza y ayudar al
fortalecimiento de las organizaciones sociales, al aprendizaje práctico
de las experiencias de socialización de la producción y de las formas de
gestión colectiva, no estatal, de la riqueza. Pueden hacer todo ello,
pero jamás sustituir a la sociedad laboriosa en la paulatina y
ascendente creación de la nueva producción, de la nueva administración
comunitaria de la riqueza. Esa es justamente la enseñanza que nos deja
el fracaso de los denominados “socialismos realmente existentes”.
Cualquier poder político o bloque social de poder no podrá ser duradero
si no viene acompañado, lo más pronto posible, de un poder económico
que objetive, en el ámbito de la gestión económica, lo logrado
inicialmente en el ámbito del Estado. ¿Cómo? No existe recetario ni
libreto a seguir. Cada país y cada revolución deben resolver este tema
en la práctica. Pero el nuevo poder político revolucionario tiene que ir
acompañado del poder económico estatal, general, y del poder económico
del bloque social que representa. De otro modo, se presentará la
siguiente dualidad: por un lado, el poder político en manos de los
trabajadores; por otro, el poder económico en manos de los empresarios.
Unificados los espacios clasistas del poder social, con la política y
economía en manos de la nueva estructura estatal, se garantiza la
estabilidad del proceso revolucionario y las mejoras reales en las
condiciones de vida del pueblo, que es la forma en la que el mismo
pueblo insurrecto mide y valora los resultados efectivos de su
revolución en la vida cotidiana. Luego, con el tiempo, se podrá pasar a
una segunda etapa histórica en que ese poder político, concentrado en el
Estado, y ese poder económico, igualmente acumulado por el Estado,
vayan gradualmente desprendiéndose del poder concentrado mediante una
reasunción, por parte de la propia sociedad, de los mismos. Se trata de
la emergencia de inéditas formas de democratización/disolución del
Estado y de disolución de poder económico en los sectores subalternos,
que son capaces de crear modos de trabajo, de gestión y distribución
comunitarios/universales de la riqueza. En esta capacidad
autodeterminativa de la propia sociedad, y ya no del Estado, se
encuentra la clave que decidirá, a futuro, la posibilidad del paso del
posneoliberalismo al poscapitalismo .
2. Una revolución cultural permanente
La experiencia revolucionaria boliviana, con sus extraordinarias
acciones colectivas y tendencias preinsurreccionales, se ha convertido
en un laboratorio excepcional de la intensidad de la lucha de las clases
y de sus enseñanzas, en términos de teoría política. Un elemento
decisivo en la conquista del poder político, por parte del bloque social
revolucionario, fue la victoria previa a los grandes combates sociales,
a las grandes marchas y sublevaciones que definieron el destino
victorioso de la revolución, en el ámbito de las ideas-fuerzas, en la
lucha por el sentido común de la época.
Al ideario y horizonte
neoliberal triunfante de fines del siglo XX, no solo se lo debilitó,
criticó o denunció como falso, sino que se supo levantar, frente a él,
otro horizonte colectivo creíble, palpable y realizable, capaz de
contener las expectativas y las ansias individuales y colectivas de las
clases populares. Es decir, se supo sumar la acción de demostración de
la falacia del ideario neoliberal, con la lucha por la instauración de
un nuevo horizonte posible de sociedad. La sumatoria de estas dos
tenazas discursivas dio, por un lado, la escenificación del agotamiento y
de la decadencia del ideario neoliberal, y el posicionamiento de un
principio de esperanza colectiva con capacidad de movilización de
expectativas, de sueños y acciones colectivas.
Esto permitió
transformar, sobre la marcha, la acción de protesta colectiva en contra
del mal gobierno en una acción de conquista de la nueva sociedad, de la
esperanza. Porque al fin y al cabo, el pueblo no lucha únicamente debido
a que tiene carencias –estas siempre son parte de la condición popular
de vida–, sino, ante todo, cuando entiende que su lucha puede tener un
resultado efectivo, cuando sabe que es posible obtener lo que se
propugna y se siente portador de una fuerza moral de justicia detrás de
todo lo que hace. Es decir, cuando tiene una esperanza, un horizonte
probable.
Esto significa que antes de las victorias políticas y
militares de todo proceso revolucionario, existe, primero, una victoria
cultural, una victoria de significados y esquemas interpretativos-
orientadores del futuro inmediato, una victoria moral sobre el
adversario, que convierte la carencia social, la frustración colectiva y
la necesidad diaria, en una voluntad general que apunta a un horizonte
que se apodera de las pasiones del pueblo. Entonces, las victorias
políticas y militares solo cumplen, en el tiempo, lo que de inicio ya
constituye una victoria moral sobre el viejo régimen.
En los
momentos más intensos de la lucha de clases la política, incluso bajo
formas de lucha militar, se pondrá en el puesto de mando y ella dirimirá
en definitiva la victoria o la derrota de la revolución. A esto es lo
que hemos denominado el punto de bifurcación de la acción colectiva. Y
de triunfar la revolución, en democracia, el adversario derrotado deberá
ser incorporado, de manera dispersa y desorganizada, en el conjunto de
las iniciativas, decisiones y acuerdos que asuma el nuevo bloque de
poder dirigente. La formula entonces será derrotar al adversario
culturalmente (Gramsci); derrotar al adversario política y militarmente
(Lenin); e incorporar al adversario derrotado de manera dominada en el
conjunto de iniciativas y acuerdos del nuevo poder. Porque de no
hacerlo, y al dejar al adversario sin camino, tarde o temprano él
buscará antagonizar contra el nuevo poder, tratando de crear a la larga
un proyecto de poder alternativo.
Sin embargo, en todo ello la
lucha por las ideas nunca cesa después de la toma del poder por el
bloque social revolucionario; de hecho, es el escenario primordial de
todas las luchas, incluidas las económicas que, como dijimos antes, son
las decisivas. Esto, porque la sociedad asume sus problemas políticos,
organizativos y también económicos, a través de significantes, de
esquemas mentales explicativos del mundo. Así como en la física las
partículas elementales son los “ladrillos” con los que se constituye
toda la materia que vemos a nuestro alrededor, los significantes y
representaciones simbólicas son los “ladrillos” sociales con los que se
constituyen todos los campos de la actividad social de las personas: el
de la actividad económica, la acción política, la vida cotidiana, la
familiar, etc. Por ello, antes y durante los procesos revolucionarios,
esta lucha por los significantes que explican y orientan en el mundo a
las personas, representa una lucha permanente mediante la cual se define
el destino de las revoluciones. Por eso un revolucionario es, en primer
lugar y para siempre, un subversivo cultural que no puede bajar la
guardia ni un solo instante en este escenario de lucha perpetuo y
decisivo.
Ahí es donde se están presentando un segundo grupo de
problemas para los procesos progresistas y revolucionarios del
continente. Así como a veces tendemos a soslayar el fundamento económico
de la continuidad de toda revolución, también tendemos a bajar los
brazos en la batalla cultural una vez que hemos conquistado el poder
político, cuando en realidad se trata del momento en que esta se va a
intensificar más y, a la larga, de perdernos ahí, podremos perder en los
otros escenarios, dando pie a una contrarrevolución victoriosa.
En gestión de gobierno a veces priorizamos la acción política contra
las fuerzas opositoras, la mera gestión administrativa o incluso la
búsqueda de éxitos económicos para los procesos. Pero si todo ello lo
hacemos sin una batalla cultural, politización social o impulso de una
significación lógica y moral del mundo que se está construyendo, la
buena gestión política, administrativa e incluso económica se traducirá
en un debilitamiento del gobierno, un alejamiento de los sectores
populares y un crecimiento de la resignificación conservadora en las
explicaciones del mundo, en la percepción popular.
Precisamente
ese es uno de los problemas más importantes por los que están
atravesando los gobiernos progresistas y revolucionarios: redistribución
de la riqueza sin politización social. ¿Qué significa eso? Que la mayor
parte de las medidas que se están implementando favorecen a las clases
subalternas, pero el sentido común que se construye en torno a esta
redistribución de la riqueza no necesariamente lleva la impronta de
hechos políticos, de conquistas políticas revolucionarias, de derechos
producto de la lucha.
En el caso de Bolivia, en menos de diez
años, el 20 por ciento de los bolivianos ha pasado a la clase media, en
términos de consumo. Hay un crecimiento de los sectores medios de la
sociedad, una ampliación de la capacidad de consumo de los trabajadores,
un desarrollo de derechos que materializan la democratización política
en democratización económica. Cosas similares están sucediendo en otros
países del continente. Pero si esta ampliación de la capacidad de
consumo, de la capacidad de justicia social, no viene acompañada con la
politización social revolucionaria, con la consolidación de una
narrativa cultural, con la victoria de un orden lógico y moral del
mundo, producidos por el propio proceso revolucionario, no se está
ganando el sentido común dominante. Lo que se habrá logrado es crear una
nueva clase media con capacidad de consumo, con capacidad de
satisfacción, pero portadora del viejo sentido común conservador.
El gran reto, que todo proceso revolucionario duradero tiene, es
acompañar la redistribución de la riqueza, la ampliación de la capacidad
de consumo, la ampliación de la satisfacción material de los
trabajadores, con un nuevo sentido común y con una nueva manera
cotidiana de representar, orientar y actuar en el mundo, que renueve los
valores de la lucha colectiva, la solidaridad y lo común como
patrimonio moral. Y ese sentido común no son más que los preceptos
íntimos, morales y lógicos con los que la gente organiza su vida, la
manera en que se asume subjetivamente lo bueno y lo malo, lo deseable y
lo indeseable, lo positivo y lo negativo de la vida y de las acciones
humanas No se trata de un tema de discursos susceptible de ser inculcado
con grandes dosis de seminarios o lecturas. Es un tema de orden
simbólico de la individualidad, que resulta de una larga sedimentación
de acciones y narrativas prácticas que se inscriben en el cuerpo y en la
memoria profunda de las personas y que, con el tiempo, se vuelven
innatas, obvias, “naturales”.
En este sentido, lo cultural, lo
ideológico, la arquitectura de los símbolos con los que las personas se
orientan en el mundo cotidiano se vuelven decisivos para la solidez y la
continuidad de un proceso revolucionario . No existe revolución
verdadera ni consolidación de un proceso revolucionario, si no se tiene
una profunda revolución cultural, ética y lógica con la que las personas
organicen su ubicación el mundo.
Hay un tiempo de insurgencia colectiva, de “democracia espasmódica”, de catarsis colectiva como diría Gramsci
[14] , o de “acontecimiento” como diría Badiou
[15] ,
en el que las personas asociadas, comunitarizadas, construyen con sus
manos el mundo, inventan y redefinen el curso de la sociedad. Se trata
del momento de la comunidad en acción y de la universalidad de las
clases plebeyas; sin embargo, luego cada cual regresa a la casa, al
trabajo, a la actividad cotidiana, a la escuela, a la universidad y, de
no darse una perpetua revolución cultural/simbólica, vuelve a reproducir
los viejos esquemas morales y lógicos de cómo organizar el mundo.
Ahí es donde los procesos progresistas y revolucionarios están débiles
y, hasta cierto punto, atrasados. En este terreno, el mundo cultural, el
sentido común y el orden lógico y moral conservador de la derecha,
labrado y sedimentado a lo largo de décadas y siglos, no solo tiene la
ventaja por su larga historia inscrita en los cuerpos de cada persona,
sino que ahora también está tomando la iniciativa, a través de los
medios de comunicación, de las universidades, fundaciones, editoriales,
redes sociales, publicaciones, en fin, a través del conjunto de formas
de constitución de sentido común contemporáneas.
¿Cómo retomar
la iniciativa en este campo de lucha decisivo? Jerarquizando la lucha
ideológico/simbólica como la más importante de las luchas políticas del
proceso revolucionario que ya es Estado y gobierno.
Muchas
veces, compañeros que son dirigentes sindicales, estudiantiles o
profesores universitarios, se esfuerzan, en una especie de justa carrera
de ascenso social, por llegar a ser parlamentarios o miembros de la
administración pública en ministerios, gobiernos locales, etc. Se trata
de un hecho de justicia que precisamente visibiliza la democratización
del Estado y el cambio de la composición social estatal. Luego de haber
sido marginados del poder político, el que las clases plebeyas se
sientan ahora con el justo derecho a participar directamente en la
administración del Estado, habla del espesor de la acción revolucionaria
de la sociedad. Y está bien que se dé. Pero, en ocasiones, es más
importante ser un dirigente de barrio, de la universidad, ser un
dirigente de base, un comentarista de radio, tener un programa de
televisión, escribir, hacer teatro o ser organizador social, que ser
autoridad o funcionario público, porque en ese trabajo cotidiano con la
base social, en los barrios, las fábricas, las radios y programas de
televisión, en las representaciones culturales, es donde uno gesta la
construcción del nuevo sentido común. Y cuando vemos oleadas enteras de
compañeros de sectores sociales populares que abandonan la organización,
el barrio, el campo mediático o académico para incursionar en la
administración estatal, también vemos que dejan detrás de sí un gran
vacío cultural, un vacío de construcción simbólica que puede ser
inmediatamente llenado por la mediocridad y el sedimento del viejo
sentido común conservador que comienza a revitalizarse creando las
condiciones ideológicas y culturales para la restauración conservadora.
Entonces, es posible que tengamos un buen ministro o parlamentario,
pero a costa de la ausencia de un gran sindicalista obrero
revolucionario, de un buen catedrático universitario, de la ausencia de
un comentarista televisivo visto por cientos de personas. Es decir,
puede haber un buen gestor pero a costa de un retroceso cultural. Y este
es un tema muy sensible en cuanto a la distribución de las tareas en un
proceso revolucionario. La voluntad de poder de un bloque popular que
construye Estado no puede depositar toda su energía, todos sus recursos y
todos sus mejores cuadros políticos en la gestión de gobierno. Eso
sería olvidar que se llegó a donde se llegó porque se construyó poder
(cultural, político) desde la sociedad, y que la manera de garantizar el
control del propio poder del Estado es garantizando la construcción de
poder desde la sociedad, en la propia sociedad: en los medios de
comunicación, en los sindicatos obreros y campesinos, en los barrios, en
la cultura. Cuando uno está en gestión de gobierno es tan importante un
buen ministro o parlamentario, como un buen dirigente revolucionario
sindical, barrial, estudiantil, porque ahí radica, en definitiva, la
vitalidad del proceso revolucionario.
3. Reforma moral e incorruptibilidad
La tercera debilidad que están presentando los gobiernos progresistas y
revolucionarios es una débil reforma moral. Claramente, la corrupción
es un cáncer que corroe la sociedad, no ahora, sino desde hace 20, 50 o
100 años.
El neoliberalismo es un ejemplo de corrupción
institucionalizada, pues monopolizó los recursos públicos acumulados por
dos generaciones convirtiéndolos en recursos privados. La privatización
fue el ejemplo más escandaloso, inmoral, indecente y obsceno de
corrupción generalizada. Contra ello se rebeló la sociedad, siendo la
primera labor de los gobiernos progresistas y revolucionarios, con mayor
intensidad en unos casos frente a otros, la recuperación de los
recursos privatizados para ampliar el patrimonio de los recursos comunes
de la sociedad vía nacionalización. Pero aquello no bastó ni fue
suficiente.
Así como se dio el ejemplo de restituir la
res pública
, los recursos o bienes públicos como recursos de todos, es también
importante, en lo personal, en lo individual, que cada compañero que se
encuentre en la función pública (presidente, vicepresidente, ministro,
director, parlamentario, gerente) nunca abandone la humildad, sencillez,
austeridad, transparencia e incorruptibilidad en su comportamiento
diario, en su forma de ser. Una revolución es una voluntad general
dirigida a construir una nueva sociedad que supere todos los males que
atormentan a la actual, entre ellos la corrupción. Por eso, cada
dirigente, cada autoridad representativa tiene que incorporar en su
vida, en su cuerpo, no solo la realidad de la nueva sociedad que se está
construyendo sino que, además, debe mostrar en su vida cotidiana la
diferencia sustancial con los personajes del viejo régimen que en el
pasado se enriquecieron a costa del erario público. Hoy, más que nunca,
es necesario trabajar en la capacidad de demostrar con el cuerpo, el
comportamiento y en la vida cotidiana, lo que propugnamos. No se puede
separar el pensamiento de la acción, lo que somos de lo que decimos.
Frente al moralismo hipócrita de los medios de comunicación de la
derecha, debemos luchar, una y otra vez, por una moral revolucionaria de
dignificación de la gestión de lo público a través de un sacrificio
transparente por lo común, de la entrega del ser y el desprendimiento de
uno para servir a los demás.
4. Continuidad de los liderazgos históricos
Un cuarto elemento que complejiza los procesos es la continuidad de los
liderazgos en los regímenes revolucionarios hechos en democracia.
Cuando triunfa una revolución armada, la cosa es más fácil porque dicha
revolución logra someter, mediante la coerción, a los sectores
conservadores. Sin embargo, en las revoluciones democráticas, el nuevo
poder revolucionario tiene que convivir con el adversario, que ha sido
derrotado electoralmente, culturalmente y políticamente, pero aún sigue
en el campo de lucha. Es parte de la democracia, y las constituciones
imponen límites de cinco, diez, quince años para la elección de una
autoridad.
¿Cómo dar continuidad al proceso revolucionario y al
liderazgo cuando se tienen esos límites? Es un tema del que no se
ocuparon otras revoluciones porque pudo resolverse al principio. En
cambio, los nuevos procesos progresistas y revolucionarios tienen que
afrontarlo de acuerdo a los límites constitucionales de mandato.
¿Cómo resolver el tema de la continuidad del liderazgo? No faltan las
críticas que sostienen que los “populistas” y socialistas son
caudillistas. Mas, ¿qué revolución verdadera no personifica el espíritu
de la época en personas? Si todo dependiera de instituciones, es decir,
de normas y procedimientos rutinarios, ya no sería una revolución. Las
instituciones no hacen las revoluciones, las revoluciones las hacen las
personas, las subjetividades, las clases sociales, los individuos,
precisamente en contra de la asfixia de determinadas instituciones y
colectividades privilegiadas.
No existe, en el mundo, una
verdadera revolución sin líderes y sin caudillos, porque una revolución
es justamente el desborde creativo y heroico de la subjetividad de las
personas que desborda instituciones, suprime rutinas, anula destinos
preestablecidos e inventa un mundo nuevo allí donde el mundo parecía
estar acabado. Entonces, una revolución, que es un hecho colectivo, es
producto de subjetividades de carne y hueso, de personas que se
sobreponen a las normas y a las rutinas, y que hallan, en el encuentro
personal, en el valor del sujeto de carne y hueso con nombre y apellido,
en la comunidad libre de las acciones conjuntas, el espacio de su
creatividad histórica.
En cambio, cuando las instituciones son
las que regulan la vida de un país, nos encontramos frente al mando de
la rutina, de la norma, de la repetición y ya no de la revolución. Y
cuando esto se apodera de la participación en los temas comunes, estamos
ante democracias fósiles, tan características de los países con
instituciones liberales y en decadencia. Cuando la subjetividad de las
personas y la fuerza de las personalidades es la que define el destino
de un país, estamos frente a verdaderos procesos de revolución. Y, por
lo general, ese poderoso hecho colectivo de la historia, que reconfigura
el destino de los pueblos, se personifica en individuos, se simboliza
en personas cuyo carácter y discurso emblematiza la gran obra colectiva.
El líder histórico no sustituye la acción colectiva como
suprema creedora de vida social, pero es su emblema identificante y
cohesionador. En este caso, la cuestión es ¿cómo dar continuidad al
proceso teniendo en cuenta que existen límites constitucionales para el
ejercicio en el gobierno de un líder, de una persona? Se trata del gran
debate contemporáneo de los procesos progresistas en tiempos de
democracia representativa, que no será fácil de resolver.
Alguien podría argumentar que no se deberían tener líderes tan fuertes
cuya sustitución, en la gestión gubernamental y en las candidaturas
electorales, provoque retrocesos políticos. Es posible. Pero eso no
depende ni del líder ni de los académicos. En caso de darse, será un
dato objetivo de la realidad colectiva que no es posible prever por
adelantado, porque depende de cómo las clases subalternas internalicen
su experiencia de lucha y representen los logros de su acción
revolucionaria. Tal vez la importancia esté en promover y trabajar
liderazgos colectivos que permitan mayores posibilidades de elección, en
el ámbito democrático, para la continuidad de los procesos. Pero
incluso a veces ni eso es suficiente. Es una de las preocupaciones que
deberá ser resuelta en el debate político. ¿Cómo se brinda continuidad
subjetiva a los liderazgos revolucionarios a fin de que los procesos no
se trunquen ni se limiten y puedan tener continuidad en perspectiva
histórica?
5. Estado continental plurinacional
Por último, una quinta debilidad que es necesario mencionar de manera
autocrítica pero propositiva, es la débil integración económica
continental. En los últimos diez años, el continente ha avanzado de
manera extraordinaria en la articulación política. L os bolivianos somos
los primeros en agradecer la solidaridad de Argentina, Brasil, Ecuador,
Venezuela, Cuba, cuando tuvimos que enfrentar problemas políticos para
nuestra continuidad democrática; ha sido esta solidaridad continental la
que ha ayudado a contener golpes de Estado y a preservar la continuidad
democrática en nuestros Estados.
Sin embargo, en relación con
la integración económica, no se ha podido avanzar de manera sustancial.
Se han tenido grandes iniciativas como la del Sucre, la creación de
empresas grannacionales y la articulación de empresas nacionales para
asumir conjuntamente la presencia en otros mercados, pero se ha avanzado
muy poco en esas iniciativas y, al final, están quedando en nada. La
construcción de la integración económica se torna mucho más difícil pues
cada gobierno enmarca su visión en su propio espacio geográfico, su
economía, su mercado y aquí se trata de ver los otros mercados, espacios
geográficos y economías. Ahí surgen las limitaciones de la propia
mentalidad de las sociedades.
Existen propuestas, pero cuando
se tienen que ver las compras, la balanza de pagos, las inversiones y la
tecnología, las cosas se ralentizan y cada funcionario se apega a su
norma, al interés y la rentabilidad nacional inmediata. Ese es el
problema. Cada funcionario debe salir del esquema nacional y pensar en
clave continental. Además, el mundo está cambiando, es un mundo en el
que cada nación, por sí misma –a excepción de dos o tres
naciones-continente– es irrelevante y no tiene la fuerza para cambiar el
destino del curso actual de la interdependencia mundial. De hecho, en
un contexto de globalización, cada nación por sí misma es diariamente
triturada por esa globalización dirigida por bloques regionales o
Estados continentales y mega corporaciones empresariales. En este siglo
XXI, América Latina solo podrá convertirse en dueña de su destino si
logra constituirse en una especie de Estado continental plurinacional,
que respete las estructuras nacionales pero que, a la vez, a partir de
ese respeto de las estructurales locales y culturales de cada país,
tenga un segundo piso de instituciones continentales en lo financiero,
legal, cultural, político y comercial, capaz de influir y redireccionar
el curso de la mundialización económica.
América Latina tiene
más de 450 millones de personas, cosa que en términos de demografía y de
mercado es ya, en sí mismo, un hecho relevante y decisorio en el
contexto mundial. A ello hay que sumar que el continente tiene una de
las mayores reservas de minerales estratégicos, de agua dulce y
biodiversidad (que son los mayores tesoros de este siglo), de litio, gas
y petróleo; y además es una de las zonas de mayor producción agrícola
del mundo. Es una región con una amplia población joven, con incremento
de su formación profesional, que está incursionando en la fabricación de
tecnología y generación de conocimiento. Es un continente que si actúa,
no como la suma de países separados, sino como una unidad política y
económica, podrá curvar el espacio/tiempo del mundo e influir y
redireccionar a favor propio el curso de la economía mundializada.
Posneoliberalismo: horizonte insuperable de esta época
Son tiempos difíciles, interesantes y exigentes para los
revolucionarios. Las fuerzas reaccionarias de la derecha quieren retomar
la iniciativa política y, en algunos lugares, lo han logrado
aprovechando nuestras debilidades. ¿Qué va a pasar? ¿En qué momento nos
encontramos? ¿Qué se viene a futuro?
No debemos asustarnos ni
ser pesimistas ante el futuro, ante las batallas que se vienen. Cuando
Marx analizaba los procesos revolucionarios, en 1848
[16] ,
siempre hablaba de la revolución como un proceso por oleadas, nunca
como un proceso ascendente o continuo, permanentemente en ofensiva. La
realidad de entonces y la actual muestran que las clases subalternas
organizan sus iniciativas históricas por temporalidades, por oleadas:
ascendentes un tiempo, con repliegues temporales después, para luego
asumir, nuevamente, grandes iniciativas históricas. Así, una y otra vez,
hasta que el curso de la historia y las necesidades colectivas
encuentran el cauce de satisfacción para ese descontento y creatividad
social.
Es así que a la primera oleada de desborde social, como
la que vivimos los diez años anteriores, le está sucediendo un
repliegue temporal. Pero más temprano que tarde habrá de sucederle una
segunda oleada, que avanzará más allá de lo que lo hizo la primera, y a
esta le sucederá una tercera, que la superará.
Me atrevo a
pensar que estamos ante el fin de la primera oleada y que estamos
viviendo un repliegue cuya duración se extenderá por meses o años. No lo
sabemos con precisión. Sin embargo, está claro que como se trata de un
proceso, que aún no ha agotado su potencial ni resuelto las causas más
profundas que lo llevaron a manifestarse, tendremos una segunda oleada
que intentará ser el escenario de resolución de las demandas y
necesidades históricas que permitieron el estallido de la primera y que
todavía no han sido ni serán satisfechas en el escenario de este
repliegue restaurador.
Por tanto, lo que tenemos que hacer es
prepararnos para las batallas en este escenario de repliegue temporal de
la oleada revolucionaria, debatir abiertamente qué cosas se hicieron
mal en la primera oleada, en qué se falló, dónde se cometieron errores y
qué faltó hacer a fin de enmendar inmediatamente estas debilidades y
comprometerse, de manera práctica y también inmediata, para que cuando
se dé la segunda oleada, los procesos revolucionarios continentales
puedan llegar mucho más lejos y mucho más arriba de lo que lo hicieron
en la primera oleada.
La crítica y la autocrítica deben ser
revolucionarias, es decir, no buscar culpables y lavarse las manos de
las responsabilidades que cada uno y todos tenemos con la producción del
destino que construimos. Este es el proceder típico de la izquierda
deslactosada que observó impotente y ajena, desde palco, el despliegue
de los procesos revolucionarios y que, ahora, desde el mismo palco
–financiado, claro está, por gratificantes remuneraciones externas–
divaga impotentemente acerca de lo que otros debieran haber hecho. ¡Eso
no sirve para nada! La autocrítica es práctica, sirve para la acción
inmediata, porque el momento de repliegue requiere acciones prácticas de
resistencia, de reorganización y de búsqueda de nuevas iniciativas por
parte de los sectores populares.
Esta segunda oleada
continental podrá ir más lejos porque tendrá unos soportes, unos puntos
de partida que no se pueden ceder; tendrá a una Cuba, una Bolivia, una
Venezuela y un Ecuador firmes, que permitirán avanzar hacia el resto del
continente y más allá de su extensión territorial.
Nos tocan
tiempos difíciles, pero para un revolucionario los tiempos difíciles son
su aire y su alimento; de eso vivimos y nos alimentamos, de los tiempos
difíciles. ¿Acaso no venimos de abajo? ¿Acaso no somos los perseguidos,
los torturados y los marginados de los tiempos neoliberales?
La década de oro del continente no ha sido un regalo. Han sido las
luchas desde abajo, desde los sindicatos, desde las universidades, desde
los barrios y desde las comunidades indígenas y campesinas las que han
hecho posible este ciclo revolucionario. Esta primera oleada no ha caído
del cielo. En nuestros cuerpos están las huellas y heridas de las
luchas de los años 70, 80, 90 y de los 2000. Y si hoy, provisionalmente y
temporalmente, tenemos que volver a replegarnos a esas luchas, que así
sea. Para eso está un revolucionario, para asumir las experiencias,
retomar lo que antes se hizo y mejorar lo que se construirá a futuro.
Luchar, vencer, caerse, perder, levantarse; volver a luchar, vencer,
caerse y volver a levantarse. Ese es nuestro destino, hasta que terminen
nuestras vidas.
Algo que cuenta en nuestro favor es que el
tiempo histórico está de nuestro lado. Ellos, las fuerzas reaccionarias
–lo decía el profesor Emir Sader–, no tienen alternativa, no son
portadoras de un proyecto de superación opuesto al que los procesos
progresistas y revolucionarios enarbolaron e hicieron. La derecha
simplemente se anida en los errores, los rencores y las envidias del
pasado. Son los restauradores del decadente y fallido neoliberalismo. Ya
sabemos lo que hicieron con el continente cuando gobernaron (en
Argentina, Bolivia, Brasil, Ecuador): destruyeron nuestros países
convirtiéndolos en miserables, dependientes y asfixiados de vergüenza
colectiva.
Esa derecha reciclada, ese neoliberalismo tardío no
representa el futuro. Son como zombis o muertos vivientes que,
temporalmente, se mueven y caminan dando manotazos ante la historia.
El posneoliberalismo es el futuro y es la esperanza. Lo que los
gobiernos progresistas y revolucionarios han hecho, en diez años, por
ampliar derechos sociales y construir la soberanía de los países es más
de lo que se ha hecho en los cien años anteriores. La derecha
restauradora tiene eso en contra: es el pasado, es el retroceso. En
cambio, el tiempo histórico está a favor de la revolución.
Pero
ahí hay que ser muy cuidadosos y aprender de lo que se vivió en los 80 y
90, cuando todo complotaba contra las fuerzas revolucionarias: acumular
y saber acumular fuerzas; entender que cuando uno se lanza a una
batalla y la pierde su fuerza se va hacia el enemigo potenciándolo y
debilitándonos; darse cuenta que cuando hay que dar una batalla se la
tiene que calcular bien; saber obtener legitimidad y explicar a la
gente; saber conquistar nuevamente la esperanza, el apoyo, la
sensibilidad y el espíritu emotivo de las personas en cada nueva pelea
que iniciamos; entender que hay que entrar, nuevamente, en las batallas
minúsculas y gigantescas de las ideas, en los grandes medios de
comunicación, en los periódicos, en los pequeños panfletos, en la
universidad, en los colegios, en lo sindicatos; que hay que volver a
reconstruir el nuevo sentido común de la esperanza, del
posneoliberalismo. Ideas, organización y movilización.
No
sabemos cuánto durará esta batalla, pero hay que prepararse por si dura
uno, dos, tres, cuatro o más años. Cuando nos tocó soportar, desde la
trinchera, los tiempos neoliberales, soportamos más de veinte años; y
aquellos que vienen desde la dictadura, soportaron cuarenta años. Sin
embargo, en esos tiempos, la derecha se presentaba como portadora del
cambio, mientras que hoy es el pasado que apesta a naftalina. Hoy, la
izquierda es la abanderada del cambio.
Es un buen tiempo,
cuando hay lucha siempre es un buen tiempo, ya sea en gestión de
gobierno o en oposición. El continente está en movimiento y más temprano
que tarde dejarán de ser simplemente ocho o diez países, seremos
quince, veinte o treinta los que celebraremos esta gran Internacional
continental de los pueblos revolucionarios, progresistas, de la
democracia, la justicia y la igualdad.
El autor es Vice-presidente del Estado plurinacional de Bolivia
[1]
. Documento elaborado en base a la ponencia presentada por el autor en
el evento “Restauración conservadora y nuevas resistencias en
Latinoamérica”, organizado por la Fundación Germán Abdala y desarrollado
en la Universidad de Buenos Aires el 27 de mayo de 2016.
[2] . Con referencia al libro de Francis Fukuyama
El fin de la historia,
cuya tesis central argumenta que la historia “en su sentido hegeliano y
marxista de evolución progresiva de las instituciones políticas y
económicas humanas (…) es direccional, progresiva y culmina en el
moderno Estado liberal”. Para Fukuyama, al contrario de los marxistas,
como él mismo sostiene, “este proceso de evolución histórica no culmina
en el socialismo, sino en la democracia y en la economía de mercado”.
Francis Fukuyama,
El fin de la historia y el último hombre , Barcelona, Planeta, 1992.
[3] . Pierre Bourdieu,
Cosas Dichas , Barcelona, Gedisa, 1996.
[4]
. Se pueden revisar los artículos recientes de Atilio Borón (“Asalto al
poder en Brasil” o “Venezuela, la tentación de una dictadura
parlamentaria”, además de su libro
América Latina en la geopolítica del imperialismo,
ya en su segunda edición); de Ana Esther Ceceña (“El proceso de
ocupación de América Latina en el siglo XXI”), y de Stella Calloni
(“Ofensiva imperial”, “La injerencia extranjera es un fraude”, “Los
golpes blandos”).
[5] . John Holloway,
Cambiar el mundo sin tomar el poder. El significado de la revolución hoy , Buenos Aires, coedición Ediciones Herramienta y Universidad Autónoma de Puebla, 2002.
[6]
. “Vemos, pues, que la guerra no constituye simplemente un acto
político, sino un verdadero instrumento político, una continuación de la
actividad política, una realización de ésta por otros medios”. Karl
Clausewitz,
De la Guerra , capítulo 1 del libro primero
Sobre la naturaleza de la guerra , México DF, Ed. Diógenes, 1972.
[7]
. “La política es la expresión concentrada de la economía… La política
no puede menos de tener supremacía sobre la economía. Pensar de otro
modo significa olvidar el abecé del marxismo”. Lenin, V. I.,
“Insistiendo sobre los sindicatos, el momento actual y los errores de
Trotski y Bujarin”, en
Obras Completas, Tomo 34, México DF,
Ediciones Salvador Allende.
[8] . Véase Laclau, E. y Ch. Mouffe,
Hegemonía y estrategia socialista. Ha cia una radicalización de la democracia, Madrid, Siglo XXI, 1987.
[9] . Véase Austin, John,
Cómo hacer cosas con palabras. Palabras y acciones, Buenos Aires, Paidós, 2008.
[10]
. “Pues si, en cualquier coyuntura, los hombres no se entendieran sobre
estas ideas esenciales, si no tuvieran una concepción homogénea del
tiempo, del espacio, de la causalidad, de la cantidad, etc., todo
acuerdo entre las inteligencias se haría imposible y, con ello toda
vida común. Además, la sociedad no puede abandonar al arbitrio de los
particulares las categorías sin abandonarse a sí misma. Para poder
vivir, no sólo tiene necesidad de un conformismo moral suficiente; hay
un mínimo de conformismo lógico del que tampoco puede prescindir. Por
esta razón ejerce el peso de toda su autoridad sobre sus miembros para
prevenir las disidencias”. Emile Durkheim,
Las formas elementales de la vida religiosa , Madrid, Akal Editor, 1982, p. 15.
[11]
. “Se puede emplear el término ‘catarsis’ para indicar el paso del
momento meramente económico (o egoísta-pasional) al momento
ético-político, o sea la elaboración superior de la estructura en
superestructura en la conciencia de los hombres. Esto significa también
el paso de lo ‘objetivo a lo subjetivo’ y de la ‘necesidad a la
libertad’. La estructura, de fuerza exterior que aplasta al hombre, lo
asimila a sí, lo hace pasivo, se transforma en medio de libertad, en
instrumento para crear una nueva forma ético-política, en origen de
nuevas iniciativas. La fijación del momento ‘catártico’ se convierte
así, me parece, en el punto de partida de toda la filosofía de la
praxis”. Antonio Gramsci,
Cuadernos de la cárcel, Tomo 4, México DF, Ediciones Era, 1986, p. 142.
[12] . Véase E. H. Carr,
La revolución rusa: de Lenin a Stalin, 1917-1929 , Madrid, Alianza Editorial, 2014.
[13]
. “... es necesario saber que la tarea de la NEP [nueva política
económica], la tarea principal y decisiva, la que subordina a sí todo lo
demás, consiste en establecer una conexión entre la nueva economía, que
hemos comenzado a construir (muy mal, muy torpemente, pero que, no
obstante, hemos comenzado a construir sobre la base de una economía
socialista enteramente nueva, de una producción nueva, de un nueva
distribución), y la economía campesina, de la que viven millones y
millones de campesinos (…) el desarrollo del capitalismo controlado y
regulado por el Estado proletario (es decir, del capitalismo ‘de Estado’
en este sentido de la palabra) es ventajoso y necesario (claro que sólo
hasta cierto punto) en un país de pequeños campesinos,
extraordinariamente arruinado y atrasado, porque puede acelerar un
desarrollo inmediato de la agricultura por los campesinos. Con mayor
razón puede decirse lo mismo de las concesiones: sin desnacionalizar, el
Estado obrero da en arriendo determinadas minas, bosques, explotaciones
petrolíferas, etcétera, a capitalistas extranjeros, para obtener de
ellos instrumental y máquinas suplementarias que nos permitan apresurar
la restauración de la gran industria soviética”. V.I. Lenin,
“Intervención de Lenin en el XI Congreso del PC(b) de Rusia celebrado en
Moscú, del 27 de marzo al 2 de abril de 1922”, y “III Congreso de la
Internacional Comunista”, en México DF,
Obras Completas, Akal Editor/Ediciones de Cultura Popular, Tomo 36, s/año.
[14] . Ver nota a pie 10.
[15] . Véase Badiou, A.,
El ser y el acontecimiento , Ediciones Manantial, Buenos Aires, 1999.
[16] . Véase Carlos Marx y Federico Engels, “Las revoluciones de 1848”. Selección de artículos de la
Nueva Gaceta Renana ,
Obras fundamentales , Tomo 5, México DF, Fondo de Cultura Económica, 1989.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.