Proclamación de Felipe VI. ¿Cuento o novela?
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Menos mal que el Rey a última hora
decidió destapar el Rolls Royce, porque con la capota puesta tenía algo
de furgón funerario. Habría parecido que iban a su entierro. En eso el
Papa ha marcado tendencia, hay que reconocérselo. Yo habría hecho lo
mismo, con independencia de lo que me aconsejaran los servicios de
seguridad. Carece de mérito porque yo tengo menos que perder que el Papa
y que Felipe VI: en el metro me coloco siempre al borde del andén con
la esperanza de que algún loco me empuje al paso del convoy. Y ustedes
perdonen por esta cuña de intimidad en la crónica de un acontecimiento
histórico. ¿De verdad histórico? ¿Qué prefijos caben delante de la
palabra más usada estos días? ¿Pre, post, a, contra, trans, extra?
¿Prehistórico, poshistórico, ahistórico, contrahistórico,
transhistórico, extrahistórico? Quizá fue más ahistórico que otra cosa.
La a es un prefijo negativo (amoral, acéfalo, afásico, anormal…).
Dejémoslo, pues, en ahistórico porque la
parafernalia utilizada guardaba más relación con el registro literario
que con el rigor científico que atribuimos a los historiadores. Un
cuento. Asistíamos al comienzo de un cuento y este cuento, desde el
punto de vista del lector ingenuo, comenzaba con el paseo en Rolls a
pecho descubierto. Todo lo anterior había sido prólogo y los prólogos
son un coñazo. Por eso no hay antologías de prólogos al modo en que las
hay de poesía o de relato breve. Significa también que los prólogos se
escriben por compromiso. Se los arrancan a uno y uno los escribe porque
no sabe decir que no o porque debe un favor al peticionario.
Hasta el discurso del nuevo Rey parecía
redactado por un prologuista sin ganas. La mayoría de los expertos de la
tele insistían en que había sido estupendo porque le había dedicado el
trofeo (la Corona), como en los Oscar, a la familia, porque había
hablado en él de la unidad de España y esas cosas, o porque había citado
a Cervantes. Era un discurso estupendo, en fin, porque había sido
previsible hasta el tuétano tanto en el fondo como en la forma, en el
caso de que en el fondo se agite otra cosa que no sea la forma. Lo
rompedor habría sido que se refiriera a la corrupción, pero no se habla
de la cuerda en casa del ahorcado.
El cuento entonces comenzaba con el
recorrido a pecho descubierto (a cráneo descubierto en la medida en la
que el Rolls tenía también algo de calavera). Pues sí, de acuerdo, la
fábula arrancó bien, pero enseguida se tornó aburrida. A veces, uno
desenganchaba de lo que ocurría en la tele y se preguntaba, por ejemplo,
cómo interpretarían las ratas de las alcantarillas el sonido del
automóvil y el repiqueteo de los cascos de los caballos. Si España fuera
un taller literario y yo su director, habría encargado a los alumnos
que contaran todo desde el punto de vista de las ratas (no se apuren,
servidor estaba ahí para representarlas).
Como ven, no es fácil hacer la crónica
de un suceso tan largo en el que no sucede nada. ¿Cómo contar, por
ejemplo, el besamanos, tan tedioso? ¿Cuántas veces dio la mano el Rey?
¿Tres mil, cuatro mil? ¿Le quedarían entre los dedos restos de cocaína,
residuos de dólares ingresados en cuentas suizas, escamas de quienes
habían estrechado previamente la mano de Bárcenas o de El Bigotes? Lo
bueno habría sido que entre los dos mil invitados hubieran introducido,
disfrazados de gente bien, a un mendigo, a una pobre, a un indigente, a
un parado, a una inmigrante ecuatoriana, a una investigadora sin beca, a
un niño sin comedor. Para que se le quedara también entre los dedos
algo de toda esa peña expulsada fuera de la historia. Pero entonces
estaríamos hablando ya de una novela.
Juan José Millás
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