Intelectuales, poder, entrismo
Por Noé Jitrik - Página12,
Argentina
Tres veces estuvo Platón en Siracusa, reino de Sicilia. La primera invitado
por el tirano Dionisio, llamado “el Viejo”, las otras dos por su hijo, Dionisio
“el Joven”. Su prestigio había trascendido Atenas y, por ese motivo, queriendo
sacar provecho de sus enseñanzas, ambos reyes lo quisieron junto a ellos,
ansiosos de extraer el jugo de su saber para mejor gobernar a sus díscolos y
desdichados pueblos. Acaso ignorante de lo que eran, acaso halagado en su
vanidad, acaso disconforme con sus paisanos, Platón, pese a su capacidad de
juicio, aceptó las respectivas invitaciones con pésimos resultados. Como de
pronto se le ocurrió hablar mal de la tiranía el primer Dionisio lo apresó y lo
puso en venta como esclavo; a duras penas salió del aprieto y lo sorprendente es
que se prestó dos veces más, estimulado por la posibilidad de proveer de ideas a
su admirador ya no el viejo sino el joven. Por fin regresó, desengañado sin duda
de su poder de convencimiento, fundó en Atenas la famosa Academia y es como si
se hubiera dicho “filósofo a tu filosofía, el poder es ingrato y cruel y creer
que se le pueden infundir ideas sabias, de bien, es una pura ilusión.”
Creo que este es el primer episodio de las tortuosas relaciones entre
intelectuales y poder, aunque quizás haya habido otros antes por supuesto hubo
muchos después–, y de esa desdichada y más o menos moderna teoría según la cual
el intelectual le sopla en el oído al mandatario y le hace tomar las mejores
decisiones. El triste final de esa creencia es previsible, el mandatario se
aburre del zumbido y manda al diablo al que se creyó que le hacían caso porque
era un intelectual.
Y si bien a Platón le fue mal, peor la pasó Séneca. Según recuerda José
Ferrater Mora en su Diccionario de Filosofía, poseedor de un sólido sistema de
pensamiento, de alcance sobre todo moral, fue convocado como maestro del joven e
impetuoso Calígula y luego de Nerón: debe haber pensado que sus ideas ordenarían
la vida disoluta del Imperio, pero Nerón no opinaba lo mismo y le ordenó que se
suicidara, orden que cumplió, estoico como era. Otro fracaso de la volátil
fantasía: o bien Séneca no sabía lo que había pasado con Platón, o supuso que a
él no le ocurriría lo mismo, o descansó en la vieja y siempre renovada fantasía
de que quien piensa o tiene ideas es tan obviamente superior al hombre del poder
que éste no podría resistir a su influjo.
Maquiavelo fue más astuto y por eso tuvo más suerte: no intentó dirigir al
Príncipe, sino que lo observó y sacó de ello conclusiones que orientaron a otros
príncipes, contemporáneos y sucesivos, sin ponerlos incómodos, o sea sin
pretender dirigirlos. Su idea acerca de que en la naturaleza hay “jefes” y
“subordinados” no podía sino acarrearle el aplauso de los jefes: los
subordinados no tenían mayor opinión.
Un contraejemplo interesante es el de Spinoza: supo permanecer en su rincón
filosofando y puliendo cristales aunque ciertos poderosos habrían querido
tenerlo a su lado para, según la tradición, usarlo y luego venderlo como
esclavo, o bien guardarlo de por vida en una mazmorra o bien arrojarlo lisa y
llanamente al basurero. O terminar por hacerle algún homenaje, después de muerto
sin duda, como para mostrar que el poder respeta al intelectual. Yponerle su
nombre a una calle. O a muchas, hay casos.
También le pasó a Voltaire: se le debe haber escapado una broma y Federico
de Prusia lo mandó de regreso a su casa, casi sin agradecerle los buenos
momentos que habían pasado juntos y que le habían hecho creer al filósofo que
sus luces iluminaban al no tan tosco monarca. Y así siguiendo, la lista es
interminable de grandes nombres cuánto no lo será de pequeños y olvidados que
tal vez sirvieron un poco alguna vez pero creyendo que eran el cerebro de esas
manos que construían o destruían, según la fuerza o la arbitrariedad o, más
claramente aún, el juego de fuerzas que les habían permitido hacerse del
poder.
En un plano de mera astucia, aunque no tan alejado de las mencionadas
ilusiones de intelectuales, se registran infortunados episodios en el curso del
atormentado siglo XX. Heidegger, nos cuenta su biógrafo Rüdiger Safranski, creyó
que podía proporcionar coherencia y rigor al nacionalsocialismo hitleriano: no
advirtió que a la teoría nazi le bastaban tres o cuatro rudimentarias ideas para
progresar y que no necesitaba de complicaciones postfenomenológicas y
metafísicas. Entró en el partido nazi, se disfrazó de tirolés para congraciarse
con los SS y, por fin, tuvo que recluirse en un rincón de la Selva Negra para
salvar el pellejo. Cosa parecida ocurrió, aunque más ocultamente, con José
Ortega y Gasset quien, según su biógrafo Gregorio Morán, quiso ser el pensador
del franquismo pero el primitivo Franco, que lo había hecho todo para exterminar
a los rojos, no le prestó mucha atención, la pretensión le debe haber parecido
absurda y descartable, le bastaba con persignarse y recitar a Primo de Rivera
para hacer lo suyo.
¿Y qué decir de los políticos? En este campo la cosa cambia un poco: ya no
es cuestión de intelectuales creídos o engreídos, sino de personas formadas en
las izquierdas más radicales que, hartos de no lograr la adhesión sincera de las
clases favorecidas por ellas, se pasan al enemigo con la idea de transformarlo
desde adentro, un adentro que si algo sabe hacer es poner en movimiento su
sistema inmunológico. La relación cambia de nombre, ahora se llama “entrismo” y
consiste en un deliberado propósito de asimilarse al cuerpo político al que
quisieron cambiar para en su interior llevar a cabo lo que no pudieron hacer
cuando no querían eso y lo combatían hasta la desesperación. Se trata,
obviamente, de una especie de trasvestismo en cuyo final el entrismo desaparece,
ya sea porque los entristas se cansan de tal ímprobo e inútil esfuerzo, ya
porque no pueden regresar, la cabeza baja, a su primitivo redil que no los
acepta, ya porque en la nueva situación les empieza a ir bien, es posible
incluso que se conviertan en los más fervorosos sostenedores de aquello que
antaño discutían y combatían hasta soñar con mundos nuevos y más perfectos. Esa
confianza en que desde dentro podrían reconducir un movimiento político cuyo
sentido o cuya singularidad nace en otras cunas se desvanece, al parecer eso que
se llama realidad es una fuerza muy poderosa.
Todo este drama parece cosa de otro tiempo pero la tentación siempre existe
y de cuando en cuando reaparece, ya en relación con intelectuales que, aunque no
tan célebres, tratan de estar cerca del poder, para insuflar a los que parecen
tenerlo –hay también en eso algo ilusorio– enseñanzas provenientes del saber
sociológico, de la ciencia económica, de la arrogancia reflexiva, o de la
experiencia periodística, como de políticos que cambian de habitación para
experimentar el vertiginoso goce de un hacer que antes les estaba tristemente
limitado.
Es claro que habría que cuidar los términos y no considerar “entrismo” por
igual a todas estas situaciones; en todas siento algo patético, un renunciar al
poder de los lenguajes, los pensamientos, las decisiones y las capacidades
propias, y un sometimiento más irracional que calculado al curso que impone y
presenta a veces con estridencia la realidad y cuyo éxito parece una meta
seductora.
Hay ejemplos de toda índole de todas estas variantes; de las intelectuales
ya dije algo, de las políticas queda mucho por decir: muchos, formados en las
izquierdas, razonadoras y críticas por origen, definición y destino, “entraron”,
abuenándose, en el socialismo centrista y reformista o, localmente, en el
peronismo; no faltan ex guerrilleros o antiguos vanguardistas que “entran” en
los populismos para incidir en la línea; tampoco los que terminan en el peor de
los casos por hacerse empleados del capitalismo más consistente y en el mejor
funcionarios; unos y otros, invariablemente, siguen siendo razonadores, siguen
explicando el sentido que tiene la historia, como si nada hubiera cambiado para
ellos desde las antiguas armas hasta las modernas oficinas. Yni hablar de
fervorosos neoliberales que, seguramente sin renunciar en lo íntimo a las
enseñanzas provenientes de cierta escuela de Chicago y guardando en el secreto
de sus corazones la esperanza de que su primitiva fe regrese triunfalmente,
descubren el encanto de tradiciones opuestas, eso que constituyó el
desconcertante espectáculo en que consistió el menemismo en este sufrido país.
14.05.14
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