¿HÉROE O VILLANO?

¿HÉROE O VILLANO?

miércoles, marzo 19, 2014

EL GRANERO DEL MUNDO QUE NUNCA LO FUE

Patoruzú y la Argentina ubérrima

    Fuera del círculo de los estudiosos de la historieta, sólo un “adulto mayor” puede recordar un tiempo en el cual las revistas de Dante Quinterno eran esperadas por niños y adultos, en toda la Argentina. Pero sus historietas se venden, aún hoy, tras casi siete décadas de producción ininterrumpida. Y la imagen de Isidoro es presentada como arquetipo “del argentino” por cierta visión autodenigratoria. Son, a mi juicio, buenas razones para intentar el análisis de una de las historietas más populares de la historia del género, en un país que tuvo grandes creadores. Además, alienta el clima que prevalece en la Argentina: se cuestiona lo que somos, ideológica y culturalmente; se procura dilucidar qué influencias nos han formado y cómo podríamos forjar una identidad que nos aproxime a la madurez, no enfeudada a los canones y gustos del mundo europeo.
    La inclinación al culto y la imitación europeísta persisten, sin duda, pese a constituir una actitud poco ajustada a la realidad actual, en la que es notorio el fin de la época en la cual las viejas mecas de la cultura y el arte tenían vitalidad; hoy están sumidas en las convulsiones propias del capitalismo senil y es inútil esperar renovaciones intelectuales provenientes de allí, donde todo parece esclerosarse y decaer.

    La ficción y sus “curiosidades”
     ¿Qué decir de este indio que, mítico heredero de una estirpe originada en la dinastía egipcia Patoruzek, es el dueño de “media Patagonia”? ¿qué pensar de un dueño de “media Patagonia” que no se llama Menéndez Behety y, en lugar de encargar a sus policías bravas que asesinen indios y peones rurales indóciles, vive ocupándose de socorrer huerfanitos? ¿Qué decir, ante esa sorprendente asignación a dos figuras contrapuestas, Patoruzú e Isidoro, de rasgos de personalidad y conducta social que, si decidiéramos atribuírselos a una sola figura, tendríamos una pintura de la clase dominante que somete a los argentinos, que se sustenta en la estancia, pero no la habita, y derrocha sus rentas en las grandes urbes, en sitios y asuntos que son el sueño del célebre “padrino”? Finalmente, ¿no es el tema, al margen del valor general de su revisión, algo que debió analizarse en su época, pero es inoportuno, o inútil, ya, cuando la elección de lo que entretiene y sus valores implícitos ha cambiado? Se trata de un dilema imposible de resolver, para el autor del trabajo, que se confiesa extrañado –luego de haber “descubierto” el asunto, y tomar contacto con los trabajos de otros– por el desinterés evidenciado en relación al tema por la intelectualidad adscripta al “pensamiento nacional”, término con el cual se ha identificado a una corriente de ideas, dentro de las producciones de todo el país.

    Intentamos una explicación, al respecto: tal vez subestimando la influencia de la historieta, una expresión del “arte menor”, el pensamiento nacional puso atención en Borges y la revista Sur, al denunciar el papel de la cultura oligárquica, sin advertir que Quinterno llegaba a las masas –que no leían literatura para élites– con regularidad periódica, en ediciones que se medían en centenares de miles de ejemplares; una propagación jamás alcanzada por un libro, en el país, con la sola excepción del Martín Fierro. Caso contrario, ¿cómo no prestar debida atención al estudio de las creaciones que el gran historietista lanzó a rodar en la década del 30, con un éxito tan fulminante que pasaron a ser, durante décadas, ingredientes insoslayables del consumo espiritual de nuestras grandes masas? Dicho sea en homenaje a Quinterno, la calidad del producto le permitía ser, mientras divertía al lector y sin que su autor se lo propusiera, sólo por ser expresión del clima intelectual prevaleciente en su época, un portador de los contenidos, los estereotipos y  patrones que justificaban el orden del país agrario y las conductas características de su núcleo social dominante. A esa particular “omisión” del pensamiento nacional, que justificaría hoy el tratamiento del tema, se añade un hecho de importancia actual: la visión de sí mismo que el mundo agrario sostenía otrora –alfa y omega del destino del país; molde arbitrario de lo que debe hacer la comunidad entera– no ha variado, siete décadas después del nacimiento de Patoruzú .
     Insistimos, explicitando principios metodológicos, contra un mecanicismo que reputamos empobrecedor, muy habitual en cierta “izquierda” setentista: no se nos ocurre ver a Quinterno y sus criaturas como manifestación de la voluntad oligárquica de imponer su visión en el mundo de la historieta, al modo en que Dorfman pareciera “leer” al Pato Donald.  Sería mecanicista atribuir al argentino una voluntad de “formar opinión”, como no sea en el sentido de promover ciertos valores que se identifican con la honradez y la solidaridad hacia los semejantes. Rechazamos expresamente el enfoque típico del “marxismo” de manual, inepto para entender los fenómenos culturales; nada se comprende sin partir del principio de que la creación artística, cuando es tal, no es un mero “reflejo” de la vida social, entendida como materialidad, y nuestro autor reveló, en su esfera, un talento del que carecen los artistas por encargo. Pero todos los hombres son prisioneros del “espíritu de su tiempo” y no caben dudas de que en la lucha por encontrar los caminos aptos para llegar al público recibió influencias del mundo que lo rodeaba, al que se asomó, según lo señalan sus pares y amigos, con la sensibilidad y la receptividad de un aprendiz, dispuesto a escuchar el juicio de sus padrinos, al menos hasta el momento en que la respuesta pública le permitió afirmarse, como creador, primero, y empresario del género, después.
    De origen humilde, nieto de un emigrante, encontró su lugar en la prensa venal de la ciudad cosmopolita, quizás aquejado de sentimientos de orfandad, ¿cómo podía su visión de la Argentina, un país en el cual la crisis del 30 sólo insinuaba los primeros atisbos de conciencia nacional, diferir de aquélla que cantaba loas a los ganados y las mieses? No era, como lo fue el joven Borges, un rebelde, cuya tradición familiar lo impregnaba, fuera o no fiel a esa impronta, de una inocultable conciencia del drama nacional y sus malformaciones intelectuales. 
    Era un dibujante, sin sueños iconoclastas, empeñado en sobrevivir y abrirse un camino en el mundo real, tal cual éste era. Cuando encontró los modos de alcanzar su meta, es natural que fuese fiel al universo de las ficciones que le ganaron  prestigio y ascenso social, hasta el punto de permitirse, siguiendo el modelo de otros inmigrantes que se encumbraron, buscar el embellecimiento del apellido Quinterno, en base al respaldo de un “árbol genealógico”, tan mentiroso como otros muchos que pasan por buenos y tan obra suya como Ñancul y la Chacha.

    Se ha comparado a Patoruzú con otros superhéroes, como Superman. No se llega lejos por ese camino: la originalidad de nuestra historieta está fuera de toda duda; fuera cual fuese su voluntad conciente, los tanteos que llevaron a Quinterno a dar el perfil que hizo célebres al indio y los suyos lo exhiben buscando figuras emparentadas con la singularidad de nuestro medio y allí está el secreto de su éxito y perdurabilidad. En el mundo de sus ficciones, con su lenguaje particular, está representado nuestro país real, los extraños seres del “crisol de razas” y los rasgos que caracterizaban a una sociedad singular o, al menos, la visión que de la misma se habían formado nuestras grandes masas, especialmente aquéllas que en las grandes ciudades iban recorriendo el camino de la asimilación, pese a los obstáculos que dicha empresa debía enfrentar, en un país culturalmente colonizado.

    Los modelos de identificación para el lector de la historieta
    Escapa a nuestras posibilidades –la intervención de factores inconscientes y la multiplicidad de influencias hace imposible hasta para el propio autor la tarea de reconstruir el proceso que conduce a definir los rasgos de sus criaturas– saber cómo llegaron a ser lo que finalmente fueron los hijos de Quinterno. Sabemos, sí, que Isidoro tuvo varios predecesores que con otros nombres también buscaban, como el padrino, vivir de arriba, concretar un sueño no por disimulado menos universal. Con menos fortuna, es claro, que el campeón de los vividores, que logra cambiar al gitano Juaniyo, de quién explotaba su fuerza fenomenal, por un estanciero y esa fábrica de patacones que eran sus campos ilimitados.  Es posible que, simbólicamente, Isidoro encarne, en el acto que da origen a la dupla del cacique y su padrino, la excepcional fortuna de la Argentina urbana, que –aún hoy ésa es la versión del empresariado rural, ignorando los datos económicos en contrario– se  sostiene (o lo pretende, con maldad) “explotando al campo”; única fuente de riqueza para el país, castigada más tarde por la perversión anómala que representó Perón.
    Curiosamente, los perfiles de personalidad respectivos contribuyen a sustentar aquel mensaje: los lectores, muchos de los cuales poblaban las urbes de la zona pampeana, formados en la visión oligárquica sarmientina, identifican lo nativo (el indio, la vida rural, los personajes que encarnan al campo en general, como la Chacha y Patora y esa mixtura de aborigen y paisano que es, sobre todo, el héroe principal) con lo “bárbaro” y payucano. De ningún modo, ellos pueden hacer de la figura que encarna todas las cualidades morales positivas en la ficción una proyección de su propio yo, que con más asidero encuentran reflejado en un “rana fenomenal”, como el padrino, aunque ellos mismos deban “laburar, toda la semana”, tal  como ocurre en las grandes urbes, mal que les pese a nuestros “sacrificados hombres de campo”).
    Y al mismo tiempo, como si tener que identificarse con un vago y vividor no fuese ya bastante, desde ese lugar era imposible rechazar al terrateniente de ficción (en sus rasgos esenciales, sin embargo, una réplica del estanciero ausentista que no se interesa por la productividad de su empresa, honrando en teoría, pero no en los hechos la moralidad del trabajo) siendo éste un indio, dueño “natural y originario” de la tierra, encarnación del terruño, generoso y desprendido, frugal y estoico, sólo preocupado por dar a los desvalidos todo el auxilio que puedan solicitarle, siempre dispuesto a disculpar al vividor del padrino  sus vicios, que apuesta a corregir paternalmente.
     
    El “nativismo” oligárquico y las batallas de Patoruzú
     Hay en las aventuras del héroe de Quinterno, entendemos, comenzando por la novedad de que un cacique fuera elegido como modelo social, una clara  expresión de la revalorización de “lo argentino” que se asomó en la prédica de Ricardo Rojas y Leopoldo Lugones, anticipado por las críticas del viejo Sarmiento sobre los resultados de la inmigración. Un replanteo, tal como lo advierte con lucidez Jauretche, nacido como resistencia (oligárquica) contra las luchas obreras de un proletariado europeo, mayoritariamente anarquista.  No otro sería el origen, a nuestro juicio, del grosero racismo que puebla las aventuras protagonizadas por Patoruzú, consumadas en una lucha contra un mundo feroz y delincuencial de gitanos, judíos, turcos, chinos e hindúes, empeñado en aprovecharse de la bondad ajena y, particularmente, del indio ingenuo que el cacique representa; síntesis de la bonhomía que define al medio del cual proviene.

    No obstante, para no transgredir la ley de hierro de la colonización cultural de imponernos una visión autodescalificante, las criaturas de Quinterno, en este sentido antagónicas con sus homólogos de la cultura norteamericana, nos enfrentan a la disyuntiva, falsa, de optar entre un modelo que se ufana  por la dilapidación de recursos generados por el “trabajo” de la tierra, sin esfuerzo humano (lo que pone en cuestión cuál es el peso de la solidaridad que se postula, y cuánto el resultado de no apreciar aquello de lo cual se goza sin empeño y sin límites), tomar al padrino como prototipo de la (des) vergüenza de ser argentino, para no hablar de los seres grises –el hotelero, el sastre, el mucamo, todos sumisos– que sirven al indio (en el mundo real, a todos los ricachones) sin otra pretensión que el sueldo y la complacencia del dueño de la sartén, con la “amabilidad” usual en los perros fieles y las alcahueterías que la acompañan.

    Es hora ya de invertir los valores. El parasitismo y el despilfarro, los típicos “padrinos” que la Argentina padece, están en el campo de la oligarquía y el poder económico concentrado. Y el ocio popular, el derecho al descanso de trabajar duro y a disfrutar de la vida como mejor se pueda, no es algo que la  “generosidad” de los millonarios nos obsequie.



    El original de este artículo,para mi un documento excepcional,no tenía firma en el Boletín Argentino,y además,estaba en ruso,
    Conserve el titular. 



     

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