¿HÉROE O VILLANO?

¿HÉROE O VILLANO?

miércoles, noviembre 02, 2011

LA UNICA MARIA ESTHER...o "La gilio".

María Esther Gilio, su último libro y el psicoanálisis

Digan todo, por favor

Escrito por: Sofi Richero
MEG. Foto: Oscar Bonilla
MEG. Foto: Oscar Bonilla
Por qué, por qué insiste María Esther Gilio en estas páginas y en todas. El pasado viernes 21, Día del Periodista, la Asociación de la Prensa Uruguaya (APU) le tributó un homenaje y de ella dijo: "Hizo las mejores preguntas". Brecha se debía a sí misma la reseña de su último libro publicado: "Cuando los que escuchan hablan. Conversaciones con grandes psicoanalistas",* que testimonia una de las más perdurables pasiones de una mujer que no tuvo precisamente pocas.

En la edición que Brecha dedicó a su adiós, una nota** se conmovía con el notable prólogo del libro, escrito por ella misma, y que se lee como un cuento. María Esther Gilio dedica casi diez páginas a su historia personal con el psicoanálisis y rinde homenaje a lo que considera salvó sus días en más de una etapa de su larga y asombrosa vida. Todo comienza a sus 14 años, con la lectura de Análisis profano, de Freud: "Después de haber pasado mi primera infancia diciendo 'quiero ser médica de locos', después de ver un filme de Claudette Colbert en que ésta, con todo su encanto francés, convertía a locos furiosos en santos de estampita, quise ser psicoanalista". Como se sabe, no lo fue, pero sí una comprometida paciente y una aguda estudiosa de la disciplina, y de eso da cuenta este libro. Está dedicado "A mi hija Sabela Queigeiro, psicóloga que ejerce su profesión con fe y entusiasmo", y ataca, como su hija, con fe, pero sobre todo con irreverencia, la erudición de grandes psicoanalistas.

De su empatía, de ese don y cultivo, se ha hablado mucho en estos días, que tanto la extrañan. Uno se concentra en las miserias de la otan o en la ridiculez de la guerra de Vázquez y olvida que existe la posibilidad de seres tan profundamente empáticos en el mundo. Por momentos parecía querer dar la vida para estar en la piel o tras la piel de su entrevistado al lanzarle la pregunta. Eso traspasa, y se llame como se llame, hay algo que hace que el otro se vuelva María Esther y que María Esther se vuelva el otro... Nada sé de los rigores de las transferencias y las contratransferencias de diván, pero después de leer este libro vuelve a resultar evidente lo que siempre lo ha sido: su curiosidad periodística es casi idéntica a su pasión por el psicoanálisis. Cómo no serlo, si se atreve a demandar, con la desvergüenza y el respeto que sólo cabe a la más inspirada pregunta de un niño, la inteligencia de unos señores cuya erudición se desarma y se ríe frente a los ojos del que lee este libro. Unos señores que avanzan, con ella o por su gracia, en un sendero en que todo parece diáfano aun siendo perfectamente complejo. Algunas inquietudes de Gilio se reiteran, se obstinan, y de cada uno de sus entrevistados extrae lo que queríamos saber pero nos avergonzaba preguntar, y lo que ellos querían decir pero no se atrevían a pensar.

Es una pena y un error que las entrevistas no estén datadas, aun cuando siempre puede recurrirse a la delación de ciertas marcas o nombres de la historia. Se trata de un libro de reunión; las conversaciones nos llegan desde distintos tiempos y el lector especializado adivinará rápidamente anacronías o desusos teóricos. No así el lector corriente, que disfruta la primera vez de algunas complejidades de forma tan clara y amable. Porque además de los nudos teóricos en que María Esther se obstina con experticia, está en el libro la narradora, la escrutadora y esos largos paréntesis que nos cuentan de las manos, los ojos o los gestos de los que piensan mientras piensan. Y miran acá o allá o hacen silencio. Hay preguntas deliberadas, astutamente "tontas" –así dijo ella misma de su arte muchas veces–, y están también las que resultan ingenuas sin más. Hay aun otras, muy tiernas, que como se ha dicho parecen nacidas de un niño temerariamente sensible. Y está el goce de ver al erudito desarmado (y hasta fastidiado, en ocasiones). Ella, eso está claro, se vuelve psicoanalista de sus abordados y éstos conceden, toman provecho. Sueltan risas largas o carcajadas breves, literalmente, o al menos así deja constancia por escrito María Esther. Por todo esto, además de razonamientos, hay muchas buenas historias en el libro. Y humor.

Pregunta a Jean Laplanche, por ejemplo:

—¿En qué medida cree que la popularización del psicoanálisis ha influido en la conducta de la gente?

—Para comenzar, hay una ideología psicoanalítica que está muy extendida, pero que no es psicoanálisis. Esta ideología tiene la influencia que puede tener, en general, cualquier ideología, pero ¡no exageremos! Gran parte de la población mundial no conoce ni siquiera la palabra psicoanálisis.

—Mil doscientos millones de chinos, por ejemplo. Yo me refería a la popularización en Occidente.

—Sí, sí, eso imagino, pero relativicemos, ¡relativicemos! (Con cierto fastidio. De manera absolutamente natural, da rienda suelta a su impaciencia ante posiciones que no comparte ni tiene la menor posibilidad de compartir, o ante preguntas que considera ingenuas o poco relevantes. Pero, a pesar de tales explosiones, Laplanche posee una arrasadora simpatía, cuyo fundamento parecía hallarse en el más definitivo y profundo respeto por el otro. Alto, de piel y ojos oscuros, es posible imaginarlo disfrutando de todos los placeres que, de ser llevados a sus máximos extremos, podrían transformarse en pecados capitales. Si anduviera por una calle cualquiera de alguna ciudad uruguaya, nadie podría distinguirlo de un uruguayo corriente, quizás del Interior. Se lo ve firme, bien plantado, seguro de sí mismo; además, aparenta gozar de una posición económica desahogada.)

Y sobre el final de esa misma entrevista, la sinceridad insistente de Gilio obligando al otro al diván:

—¿Lo alegra la idea de que la entrevista ha terminado?

—Claro, claro... es decir, ¡no!

—Diga la verdad.

—Sí, en verdad me alegra que hayamos terminado. Me encuentro muy cansado. Por muy buenas que hayan sido las jornadas –que lo fueron–, llega un momento en que uno sólo tiene ganas de hablar del tiempo y del sabor de los alcauciles.

POR PIEDAD, DECÍDME COMO HA SIDO. Janine Altounian es ensayista y traductora, integrante desde 1970 de un equipo aplicado a la traducción de las obras completas de Freud para una de las más prestigiosas editoriales francesas, Presses Universitaires de France. Es responsable de garantizar la cohesión estilística y conceptual de esta nueva versión francesa, dice la puntillosa noticia de la autora en el libro. Y agrega: nacida en París, de padres armenios, ambos sobrevivientes del genocidio armenio de 1915, ha trabajado intensamente sobre el problema de la "traducción" del trauma colectivo en la psiquis de los descendientes de aquellos que sobrevivieron a genocidios: "El itinerario de Altounian transita el derrotero de un doble traductor: estar en medio de diferentes lenguas –trabajó durante años como profesora de alemán en colegios franceses– y de diferentes universos mentales". En la entrevista tratarán el tema de la "simbolización" y de su posibilidad, sólo dada, según entiende la psicoanalista, si el victimario reconoce públicamente su crimen. "Si el crimen no es reconocido por el victimario, la víctima se convierte en una partícula de polvo que flota en el vacío. En este asunto los personajes son tres: la víctima, el victimario y el mundo." Más tarde recordará que "el genocidio –según Ives Ternon– es un crimen perpetrado en el más grande secreto y sólo se puede probar a través de pruebas indirectas".

Pregunta María Esther: "¿Las hay?". Y ella: "Sí, las hay. Hay muchas. En este momento recuerdo el informe del cónsul estadou­nidense L A Davis, que ejerció su cargo en la Anatolia oriental entre mayo de 1915 y abril de 1917. Davis declara en dicho informe: 'Esto no es más que un vasto cementerio o, para ser más exactos, un vasto matadero".

Lito Benvenutti nació en Argentina a mediados del siglo pasado. Psicoanalista y discípulo de Maud Mannoni (creadora de la Escuela Experimental de Bonneuil, para niños autistas), Benvenutti marchó a Francia a sus 20 años para trabajar junto a ella en la escuela. Hoy vive en una casa con más de veinte niños autistas. En la charla con María Esther va entregando la teoría y la práctica de Mannoni con amor y cuidado. Dice: "Ella ve que esas instituciones encargadas de 'curar' no hacen más que transformar al niño, al joven, en un objeto. Un objeto del saber psiquiátrico, un objeto administrativo, un objeto del saber psicoanalítico". Y es ante esta realidad que Maud crea la escuela. Quiere "hacer estallar las instituciones", así las palabras de Benvenutti. El hospital, la escuela, la familia. Es Francia y es el mayo francés. Dice el psicoanalista que sobre todo se trata de "estar ahí". De estar ahí con los niños, en esa casa, de trabajar la huerta, de cocinar mermelada, de estar ahí. "Decían Dolto y Lacan que para ser un psicótico se necesitan, por lo menos, dos o tres generaciones anteriores de psicóticos. Además, decían, no es psicótico quien quiere sino quien puede. Convencida, pues, Mannoni de que era necesario hacer estallar las instituciones, quita a Bonneuil el título de hospital y lo cambia por el de Escuela Experimental de Bonneuil. La palabra 'hospital' nos remite a un enfermo, pero cuando se menciona 'escuela' se habla de un trayecto. ¿Por qué curar donde sólo hay que atender? Yo siempre digo que este es mi gran aprendizaje con mis pacientes. Hace 23 años que vivo con ellos en una misma casa, y no quiero vivir en otra." Y luego recuerda a Dom Milano, sacerdote que trabajó en una escuela de Barviana (Italia) durante la posguerra. Dice Milano que en la vida "se trata de aprender algo, por lo menos una estrategia para vivir". Y Benvenutti apostilla: "Esta vida –y usted estará de acuerdo conmigo– es un duro combate". Y otra vez Milano: "Todos juntos vamos a avanzar. Cambiemos lo que no sabemos por el saber que tenemos, porque ya subsistir en esta pícara vida es bastante".

Al psicoanalista franco-español César Botella, Gilio regala una pregunta de muy refinada ingenuidad:

—Julia Kristeva, en uno de sus libros, dice que, debajo de todas las quejas que escucha en la consulta, subyacen quejas por falta de amor. ¿Qué piensa usted sobre esto?

—Julia Kristeva, seguramente, dijo algo mucho más complejo (risas).

—Tan complejo que no puedo repetirlo ahora, pero usted me entiende.

Y de ese entender cómplice entre entevistadora, psicoanalista y lector pasamos a otros sitios o estados psíquicos, transportados casi naturalmente o más bien gracias a su talento "bobo": Françoise Davoine y Jean Max Gaudilliere opinan que "un delirio es una construcción necesaria. No hay otro medio de expresar ciertas cosas, ya que el psicótico está solo, y de tanto hablarse a sí mismo termina armando construcciones enormes. A veces de tipo poético, artístico. En aquel momento le dije (habla Gaudilliere refiriéndose a un psicótico): 'Mire, no puedo decirle que yo creo, pero sí puedo decirle que confío totalmente en lo que dice'. Decir 'yo creo' sería una mentira; 'tengo confianza' es la verdad. El delirio es algo precioso, es la vida de un individuo, y no podemos destruirlo". También sostienen que el Quijote es el mejor libro de psicoanálisis sobre la locura. Daniel Gil los secunda con una reflexión sobre locura y creación; insiste en pensar que el "loco" crea a pesar de su locura y no gracias a ella. Trae otra vez a San Pablo, trae a la culpa, ese perfecto sistema de control, nos dice.

Por último, en la conversación con Roudinesco, Gilio le recuerda un acápite en su biografía de Lacan: "Robespierristas y antirrobespierristas, por piedad, decidnos, simplemente, cómo ha sido Robespierre". Eso es lo que implora en el fondo también María Esther en este libro, a todos y a cada uno de sus entrevistados. n

* Libros del Zorzal, Buenos Aires, 2010.

** "El psicoanálisis. Para todas sus vidas", de Álvaro Pérez García. Brecha, 2-IX-11.

Ahora sé por qué lloro

Otra vez Lito Benvenutti sobre el autismo. Una niña de 13 años no podía parar de llorar en esa casa de ellos, francesa, en ese día en particular. Él estaba en ese momento en la cocina, con otros niños autistas, cocinando dulce de naranja. Ella lloraba y lloraba y parecía que eso nunca iba a parar. El psicoanalista había probado antes, en el día del llanto, todas las formas a su disposición. O casi todas: "La situación ya era inaguantable para mí. Con la cuchara de madera con que estaba revolviendo el dulce, ¡páfate!, le di un golpe en la cabeza y le dije: 'Ahora te vas a tu habitación y se terminó'. Cinco minutos más tarde volvió y me dijo: 'Ahora sé por qué lloro: lloro porque tú no sabes lo que me pasa'". n

Los cigarros axiomáticos de Freud

Ahora María Esther está con Paul Roazen, "científico político y un preeminente historiador del psicoanálisis", gran conocedor de Freud y de su vida. Y el que sigue es un buen momento entre ellos:

—Usted ha examinado la personalidad de Freud –no sé si sistemática, pero sí frecuentemente– a la luz de la teoría psicoanalítica. Hablemos, por favor, de algún descubrimiento que haya hecho en dicho análisis.

—Freud, el hombre, era muy ingenioso.

—Humor judío.

—Sí, típico humor judío. Hay una famosa anécdota a la que nadie pudo seguirle la pista. Freud fumaba gran cantidad de cigarros; no cigarrillos, cigarros. Unos veinte por día.

—¿Cómo juzgaba eso él mismo?

—Se reía de esa costumbre, y cuando le pedían una explicación más profunda decía que "un cigarro era sólo un cigarro".

—Los psicólogos hablan a menudo de narcisismo en relación con el hábito de fumar excesivamente; piensan que es una manera, para el fumador, de estar consigo mismo.

—Sí, tal vez, pero no siempre debemos interpretar las cosas. ¿Quién le puede preguntar a Dios por qué trabajó seis días y descansó el séptimo? Hay temas a los que es preferible no tocar. Eso pensaba Freud respecto de sus cigarros. n

El inca Garcilaso y el lío de los melones

La conversación es esta vez con Max Hernández, "médico, psicoanalista y además un apasionado estudioso de su país", Perú. Autor, entre muchos otros libros, de Memoria del bien perdido, sobre la vida del inca Garcilaso de la Vega:

—Si, dos indígenas llevan, por encargo de un español, diez melones y una carta a otro español. 'La carta dirá lo que ustedes hagan con los melones', dice el español a los mandaderos; éstos se comen un melón, y después, otro más. Así, entregan ocho, y no diez. Cuando el que recibe los melones lee la carta, se entera de que habían enviado diez melones, y no ocho, y recrimina el robo a los mandaderos. Por ello, éstos concluyen que ese papel que habían llevado con los melones es mágico, ya que por él se supo qué habían hecho ellos cuando nadie los veía. ¿Por qué esta anécdota hizo que usted se sintiera más atraído por el tema?

—Porque ella revelaba un trámite entre individuos que detentaban el poder. La carta –los indígenas nada sabían sobre leer o escribir– es el signo del demonio. La colonización trajo la escritura a estas tierras, junto con el sometimiento. La letra fue antes instrumento de colonización que posibilidad emancipadora. n

Publicado el Jueves 27 de Octubre de 2011

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