Técnicas inservibles de comunicación

En el planeta del sol rojo, por Andrey Sokolov. Estampilla de la Unión Soviética. Octubre 20, 1967. Wikimedia Commons.
Ya han pasado más de doce años de este
siglo XXI y aún no tenemos nuestras villas lunares, autos voladores o
parejas de Venus. Nunca íbamos a tener nada de esto, pero siempre duele
cuando se frustran los sueños. La generación de mis padres creció
engañada al creer que en 1997 podría viajar hasta Alfa Centauri como los
Robinson en Lost in Space mientras que la mía ha tenido que conformarse con una versión clase mediera y políticamente correcta del cyberpunk.
¿Dónde están los samuráis callejeros? Seguramente haciendo fila en la
Apple store. Aun así, este mundo ya es una novela de ciencia ficción, lo
ha sido desde que explotó la bomba en Hiroshima y que las pantallas
planas y los teléfonos inteligentes no engañen a nadie, esta es una
novela oscura, la que Harlan Ellison nunca escribió. La
ciencia ficción es de calidad no cuando pretende ver el futuro (como
piensan los ajenos al género) sino cuando utiliza el futuro para hablar
del aquí y ahora. ¿Para qué teorizar sobre aventuras exóticas en el
espacio cuando este mundo ya es lo suficientemente extraño?
En 1977 Ursula K. Le Guin rechazó el premio Nébula por su novela corta El diario de la rosa y en su lugar la estatuilla terminó en algún sitio en el despacho de Isaac Asimov.
El Nébula, otorgado por la Asociación de Escritores de Ciencia Ficción y
Fantasía de Estados Unidos (SFWA), es uno de los premios más
importantes de su estilo y junto con el Hugo y el World Fantasy completa
los tres grandes que casi cualquier autor del género quisiera tener en
su currículo. Decir no a un honor como este debió de ser difícil, pero
para Le Guin fue su manera de protestar por la forma con que la SFWA
había tratado al crítico más ácido de la ciencia ficción occidental: Stanislaw Lem.
Para Lem la ciencia ficción era una
literatura sin fronteras, libre por su falta de ortodoxia y mesura, una
herramienta para especular sobre el conocimiento, la tecnología y el
progreso de la misma forma en que el realismo intentaba comprender la
psicología y la sociedad. Fue la censura de sus primeras obras por parte
del régimen soviético lo que le llevó a trabajar el género fantástico,
en ese entonces al margen del escrutinio oficial aunque no por eso menos
vulnerable. La novela Los astronautas fue su tercer escrito
completo pero el primero en ser aprobado por los censores. Su
publicación en 1951 en Polonia catapultó la fama de Lem por los países
del Bloque a expensas de compromisos artísticos para la satisfacción de
la estética ideológica del régimen. La historia, ambientada en un 2003
ridículo por su optimismo, revienta en exaltaciones sobre la gloria
comunista durante una misión internacional a Venus, devastado por una
guerra civil. Años después el propio autor se lamentaría de su
ingenuidad.
Lem dedicó su atención a otros géneros
como la novela policiaca, la sátira y el ensayo, lo que resultó en una
bibliografía de tonos epistemológicos e inquietudes que tienen origen en
su propia vida durante los años en que Polonia fue ocupada por los
soviéticos y los nacionalsocialistas. Sus raíces burguesas no sentaron
bien a los rusos y fue solo gracias a las conexiones de su padre, un
médico retirado del ejército austrohúngaro, que pudo estudiar medicina
en la Universidad de Leópolis en 1940, carrera que abortó al iniciar la
Segunda Guerra Mundial y continuó ya terminado el conflicto. Incluso
entonces la vocación médica no pudo ser; reubicado en Cracovia, rechazó voluntariamente los exámenes finales para no convertirse en un médico militar.
La suerte y los papeles de identidad
falsos ayudaron a que la familia Lem no terminara sus días en un gueto o
campo de concentración. Fue por las leyes de Núremberg como Lem conoció
su origen judío, una herencia que ignoraba y una manera extraña de
darse cuenta de que, contrariamente a lo que él pensaba, no era un ario.
La ironía no se le escapó. Estas experiencias y el ambiente depresivo
de posguerra forjaron su opinión pesimista del mundo. Los tonos
caricaturescos de Los astronautas pasarían con el tiempo a
visiones sombrías e incluso hasta el día de su muerte fue crítico de la
ciencia y el progreso. Su convicción sobre la imposibilidad de
comprender y comunicarse con el otro es un tema recurrente de su obra,
madurado en novelas como La voz de su amo y Solaris, el título por el cual es más conocido.
Solarísmos
Son las diecinueve horas, tiempo local
de la nave Prometeo. Kris Kelvin toma una cápsula que lo lleva a la
estación Solaris, llamada así por el planeta sobre cuyo océano flota
gracias a tecnología antigravitatoria. Él es un estudioso de la
«solarística», una ciencia ineficiente que intenta explicar el planeta.
Aun así, su titulación aquí en la Tierra lo califica como algo más
cercano a nuestra experiencia: un profesional de la salud. Un
psiquiatra. Su visita es meramente funcional, escribir un reporte sobre
el comportamiento de la actual tripulación.
Solaris no es como los mundos que
conocemos. No es una bola de piedra o un gigante de gas, casi no existe
tierra firme y un mar de química desconocida se extiende por la
superficie. El propio planeta altera su trayectoria alrededor de las dos
estrellas por las que se mueve, contrariando toda proyección de órbita
inestable. Las noches son cortas y los días pasan en tonos azules o
rojos, según el sol en el cielo. La solarística ha invertido demasiados
recursos en el estudio del planeta, pero solo sabe una cosa: Solaris
parece estar vivo y tiene inteligencia.
La invención de Lem vio luz en Polonia
en 1961, pero no es única en un género donde sobran inteligencias
planetarias u organismos colectivistas que cruzan las distancias y
contactan con otras especies. Pero donde estos superorganismos e
inteligencias colmena tienen intenciones claras que van desde la
conquista bélica hasta la explotación de recursos, la voluntad de
Solaris es un enigma. Su mar es un plasma del que brotan reproducciones
del subconsciente: ciudades, máquinas, niños con sombreros de paja,
esposas suicidas y creaciones fractales de varios kilómetros. Se ha
invertido tinta y sangre en la exploración de esas regiones y el
resultado es una colección de hipótesis rancias que acumulan polvo en el
mismo cajón donde se encuentran la generación espontánea y la tierra
hueca. El mismo Kelvin define la solarística como sepulcro de mitos
fallecidos.
Un auténtico extraterrestre, Solaris es
el Otro imposible de entender, tan ajeno a nuestra experiencia que
cualquier marco de referencia fracasa por ser tan tercamente humano. El
científico, que busca ser objetivo, no puede evitar filtrar los datos
por la lente de nuestra especie aquí abajo. Lo que sea que pase en
Solaris, piensan los solarístas, lo entenderemos un día, pues nosotros,
éxito de la evolución, somos la medida de todas las cosas.
Este es el espíritu en casi toda
narrativa del contacto en el que inteligencias diferentes, pero de
alguna manera antropomorfas, encuentran algún punto en común que
facilita la comunicación, dígase música, matemática o señales visuales.
Una novela contemporánea, La nube negra del astrónomo Fred Hoyle
(1957), cuenta el descubrimiento de una nube de polvo cósmico que al
detenerse entre la Tierra y el Sol pone en peligro la vida en el
planeta. Los científicos intuyen que se trata de una forma de
inteligencia y logran comunicarse con ella, descubriendo que es una
mente gigante más antigua que el universo, línea que de paso Hoyle
utiliza para hacer saber su escepticismo sobre el modelo del big bang.
Esto sería imposible en el universo de
Lem; los científicos no hubieran logrado más que intuir una inteligencia
y cualquier forma de comunicación sería un mensaje en la botella de un
mar desinteresado. No importa lo sofisticado del contenido, la rareza
del fenómeno no se presta a simplificaciones. La solarística avanza la
hipótesis de la ignorancia: no es que Solaris nos ignore, es que no se
ha dado cuenta de que estamos ahí. En este momento, aquí en la Tierra o
dentro del Sistema Solar, puede existir alguna forma de inteligencia
avanzada tan diferente a nuestras referencias que, al no cumplir los
requisitos preconcebidos, jamás nos daremos cuenta de su presencia.
Para Lem los hombres verdes con trajes ajustados y máscaras de látex al estilo de Gene Roddenberry no eran lo suficientemente extraterrestres. La ciencia ficción se estaba malgastando.
Guerras frías
A principios de los setentas la SFWA
aún era un organismo que distaba mucho de la maquinaria en que se
convertiría más adelante, aunque no por eso le faltaba importancia. En
los menos de diez años desde su fundación en 1965 la organización fue un
referente para el cuidado de los intereses de escritores en el género y
se volvería famosa por ser la veladora de J. R. R. Tolkien tras casos de piratería de El señor de los anillos
en suelo americano. Su compromiso y admiración por la obra de Tolkien,
un inglés de los duros, la llevó a darle la primera membresía honoraria,
un mérito reservado solo a escritores extranjeros.
Fue durante este tiempo cuando Poul Anderson
tomó cargo de la silla presidencial de la SFWA, una administración que
en promedio dura entre uno y dos años y siempre es ocupada por algún
autor respetado. Las tareas en la descripción laboral van desde lo
administrativo hasta las relaciones públicas y cada presidente cumple
sus asignaturas solo por el amor que le tiene al oficio. A diferencia de
otras presidencias, el periodo de Anderson pasó sin problemas y en
calma, y no sería relevante de no ser por una decisión inocente que años
después desembocó en un escándalo literario internacional: la entrega
en 1973 de una membresía honoraria a Stanislaw Lem.
Aquellos años eran un momento delicado
en la carrera de Lem. Su obra apenas comenzaba a conocerse en Occidente,
donde la opinión sobre el género distaba mucho de la sensibilidad
eslava. Solaris acababa de ver la luz sajona en 1970 como una traducción
dudosa de una primera traducción francesa de muy mala reputación.
Mientras esto pasaba algunos ensayos de Lem fueron traducidos en
revistas especializadas donde sus opiniones sobre el estado de la
ciencia ficción americana no dejaron a nadie sin ofender. Acusándola de kitsch y productora de aventuras espaciales para un público vulgar consumidor de pulps, para Lem lo único rescatable al otro lado del Atlántico era la obra de Philip K. Dick,
quien por aquel entonces pasaba por un episodio agudo de su
extraordinaria paranoia y no solo escribió una carta al FBI acusando a
Lem de ser una identidad falsa adoptada por agentes de la KGB, también
lo inculpó de enriquecerse con las traducciones polacas de su novela Ubik.
Que Dick fuera la única esperanza
americana dice mucho sobre la condición de un género, según Lem,
desperdiciado en escritores interesados en aventuras baratas en lugar
del intelecto. El amor de Dick por el LSD, junto con las visiones
místicas y gnósticas que le venían incluso estando sobrio (VALIS o
Dios como un rayo rosa), resultó en una visión diferente, un cráneo
abierto como flor holográfica disparando posibilidades en todas
direcciones. El desdén de Lem por las propuestas de la New Wave,
que se gestaba en ese momento como respuesta a sus mismas quejas,
testifica la terquedad en sus propias ideas o tal vez es solo un
comentario sobre el filtro cultural con el que se construyó el telón de
acero.
El Asunto Lem (como vino a ser conocida
la debacle) estalló dos años después de haber sido otorgada la membresía
honoraria, cuando el escritor Philip José Farmer
amenazó con abandonar la SFWA si el polaco no era expulsado de inmediato
y para dar más fuerza a las palabras, Farmer alió a Dick en su amenaza
sin que el otro lo supiera.
En poco tiempo el consenso entre un
porcentaje considerable de la SFWA, e incluso de escritores externos a
ella, estuvo a favor de la expulsión y difamación de Lem. De él se dijo
que se trataba del escritor más aburrido del mundo, congénito al
comunismo, un engreído que se creía en la tradición de Kafka y Schulz, demasiado bueno para el resto de la supuesta plebe del género. Para empeorar las cosas, la revista Atlas World Press Review
publicó una traducción muy dudosa de otro ensayo escrito por Lem en el
que no solo criticaba a la SFWA, también daban los golpes de gracia a la
tradición americana, llamándola, entre otras cosas, una «pésima
escritura construida a base de diálogos huecos». La opinión en la
actualidad es que gran parte del ensayo fue un invento o exageración de
los traductores.
Lem tenía que irse y la responsabilidad caía en el entonces presidente de la SFWA, Frederik Pohl,
quien tendría que limpiar el desorden causado por el buen gesto que
Poul Anderson había hecho dos años antes en aras de las buenas
relaciones internacionales. Para su fortuna la despedida fue más
elegante que la fiesta: revisando las reglas de la organización (algo
que Anderson no hizo), descubrió que las membresías honorarías eran
exclusivas para escritores extranjeros cuya obra aún no había visto
publicación en los Estados Unidos, volviendo así nula la de Lem (y de
paso la de Tolkien). Con esa excusa más diplomática en las manos, Pohl
escribió una carta en la que informaba a Lem sobre la invalidez de su
posición en la SFWA pero al mismo tiempo, para suavizar el golpe, le
ofrecía una membresía oficial que el mismo Pohl pagaría de su bolsillo,
jugando con el orgullo del polaco y sospechando que además los señores
marxistas no permitirían que uno de sus escritores protegidos mandara
dinero al enemigo jurado al otro lado del Atlántico.
Lem, que nunca pensó gran cosa sobre la
SFWA y su lugar dentro de ella, le respondió de manera hermosa y
educada. Muchas gracias, pero no le interesaba.
Do widzenia.
Más solarísmos
Solaris no es solo lo Desconocido.
Solaris es todo lo imposible de conocer. No es un principio científico
aún por descubrir, sino los límites humanos de la comprensión, los
umbrales de las experiencias ajenas a las nuestras. Por otro lado, si
Solaris es una representación del inconsciente, el fracaso de la
solarística significa que la ciencia es incapaz de conocer los aspectos
más sutiles de la mente.
A pesar del agnosticismo de su autor,
Solaris se presta a lecturas místicas, pues no hay relato de encuentro
con criaturas cósmicas que no sea religioso. Lo Sublime tuvo que dejar
el vestido de hada y disfrazarse de extraterrestre si quería seguir
siendo relevante en el siglo XX. Para Kelvin (para Lem) la incomprensión
de Solaris le hace pensar en la posibilidad de un dios inexistente en
la tradición humana, imperfecto e indiferente, en estado de crecimiento.
Esta inteligencia planetaria recuerda las ideas de la Noosfera y el Punto Omega del jesuita Pierre Teilhard de Chardin,
hoy visto más como un místico que deseaba reconciliar su fe católica
con la evolución darwiniana, pero de una sensibilidad intelectual
cimentada en el mismo rigor científico con el que Lem construyó su
novela más famosa.
Fue esta ambigüedad filosófica con la que Andrei Tarkovsky
obtuvo el permiso de las autoridades rusas para comenzar a filmar su
adaptación de la novela en 1970, después de haber recibido una negativa
por un guion propio que chocaba con los ideales del Partido por ser
demasiado místico y personal (finalmente vería la luz en 1975 como El espejo).
La película no fue del gusto de Lem, quien la tachó de sentimentalista,
y dio por terminada su correspondencia con el ruso, que al parecer
nunca le agradó del todo. El mismo destino tendría la adaptación de Steven Soderbergh en 2002, a pesar de que Lem no se molestaría en verla.
Hasta
donde yo sé, el libro no trata sobre los problemas eróticos de la gente
en el espacio. Como el autor de Solaris debo de repetir que yo solo
quise crear una visión de un encuentro entre lo humano y algo que
ciertamente existe, tal vez de una forma imponente, pero que no puede
reducirse a conceptos, ideas e imágenes humanas. Es por esto que la
novela se llama Solaris y no Amor en el espacio exterior.
Entre sus compatriotas, como entre sus
colegas al otro lado del mundo, el problema de Stanislaw Lem, al
perecer, siempre fue la comunicación.
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