¿HÉROE O VILLANO?

¿HÉROE O VILLANO?

jueves, junio 02, 2011

Tuitiar

Tuitiar

Por Martín Caparrós

Tuitié. O, dicho al modo chileno: confieso que he tuitiado. Es verdad; di en hacerlo y no termina de parecerme repugnante. Debe ser otro paso en mi abandono creciente de mis deberes cívicos y/o culturales. Primero, es cierto, me resistí dos o tres años: uno es, después de todo, un viejo conserva de la modernidad que preferiría ser otra cosa pero es demasiado conserva como para intentarlo. Y que busca, cuando puede, argumentos elegantes y modernitos para justificar su conservadurismo.

Contra el tuiter exhibí, aquí mismo, hace unos meses, algunos: decía, para empezar, que “está hecho para esa variante contemporánea del receptor –radioescucha, lector, televidente, seguidor– que la mayoría de los emisores –editores de diarios, conductores de radio y televisión, tuiteros– concuerdan en creer que son los suyos: levemente lelos o, quien sabe, fiacas, gente que si lee nunca va a leer mucho, que prefiere mensajes concisos y simplotes. O, dicho de otra manera: “Yo quiero contarte algo pero te imagino un poco nabo con atención flotante y distraída así que no te digo nada más largo que los famosos 140″.

Para seguir, decía que el tuiter fue creado para ser “un chorrito de información insignificante” y que muchos lo utilizan como tal, para lanzar al ancho mundo información innecesaria sobre sus avatares: “estoy a punto de morfarme un pancho con papafritas, ketchup y mostaza: la vida me sonríe y tiene una ortodoncia con estrellitas de biyuta”. Para seguir más le reprochaba su brevedad innecesaria: que el mundo está lleno de cosas que no pueden decirse en 140 caracteres. Y, para terminar, me dejé embaucar por un efecto de los medios: supuse que el tuiter se estaba convirtiendo sobre todo en un instrumento politiquero. Mi error era previsible: todo el contacto que un forastero tiene con lo tuiteado consiste en lo que dicen los diarios que dijeron en un tuit el señor o la señora Fernández, por ejemplo, así que tiende a creer que el mundo tuitero es más que nada eso; era otro error.

Así fue cómo, hace una semana, henchido de errores, orondo de prejuicios, una tarde de extremo aburrimiento, bordeando tedio, casi spleen, se me ocurrió tuitear. Me ayudó una excusa barata: que sería una actividad notoriamente efímera, uno de esos furores pasajeros tipo parriposho global, algo que cualquier otra ocurrencia o avance técnico dejará obsoleto dentro de poco tiempo, y que quería hacerlo antes de que se terminara y que quería, sobre todo, disfrutar de esa efimeridad. Lo efímero es lo más interesante, lo decisivo de nuestra cultura. Nosotros mismos, sin ir mucho más lejos.


Era un discursito –o, incluso, un relato– de ocasión; lo que de veras me impulsó fue el espíritu de copia, las ganas de retomar un género que creí ver dando vueltas por ahí: el epigrama. De pronto entendí que los tuiteros más repugnantes intentan practicar el epigrama, arte casi perdido –y quise ser uno de ellos por un rato.

A la abeja semejante,
para que cause placer,
el epigrama ha de ser
pequeño, dulce y punzante,

Escribió hace más de doscientos años Juan de Iriarte. Pero el epigrama tuvo su momento de gloria hace más de dos mil, cuando los helenos se transformaron en helenísticos –y todo empezó a irse al carajo.

“Nerón quiso que Roma fuera honrada: así pudo robar él solo”, escribió Marcial, el epigramatista más famoso, tuitero de avanzada. El epigrama es un arte muy propio de épocas donde todo parece irse al carajo: breve, punzante, amargo, descreído, (re)buscadamente pequeñito, con ese límite caprichoso que sólo justifican las ganas de jugar. Las épocas más pagadas de sí mismas hacen cosas más orgullosas, más grandotas, así que llevábamos un tiempo desepigramatizados, hasta que la tontería de los 140 caracteres nos devolvió ese límite: ese movimiento curioso premoderno que consiste en ponerse límites por el solo gusto de jugar dentro de ellos.

Así que aquella tarde me puse a jugar al epigrama –aunque entendí que eso me situaba dentro del sector antipático de los tuiteadores: los que están más pendientes de lo que escriben que de lo que leen. Porque está claro que hay dos grandes clases en el mundo tuiter: los que leen y escriben, los que escriben para leerse. “Escucharme es uno de mis mayores placeres. Suelo mantener largas charlas conmigo; soy tan inteligente que a veces no entiendo ni una palabra”, dijo en 140 precisos caracteres el santo patrón de los tuiteros, Oscar Wilde.

Me preocupaba, y uno de mis primeros tuits (se) preguntó “¿para qué sirve el twitter, además de alimentar la vanidad? Es una pregunta, y no es retórica. ¿Servirá para que alguien la conteste?”. Algunos la contestaron: que para reflexionar, que para que los periodistas no se crean tan dueños de la información, que para nada, que para coger, que para alimentar la vanidad, que para pelear la soledad, que para qué necesito preguntármelo. Yo sigo en la duda –y, si supiera la respuesta, supongo que no la tuitearía.

Pero, por si acaso, le hice casi caso al que prefería no preguntarse tanto: aún tuiteo, me entretengo, tengo a veces la tonta sensación de quien tira al mar una piedrita y espera que haga olas –y me empiezo a interesar por algunas respuestas: quizá, con el tiempo, justo antes de que el tuiter se convierta en paddle, entienda la idea de red y me enrede levemente. Pero, mientras, estoy cada vez más convencido de que muchos se meten a tuitear porque les da una medida cuantificable de sí mismos. Nadie sabe exactamente su largo de verga o su ronda de pechos –y además, si lo supiera, no podría publicarlo. En cambio cada quien sabe con precisión instantánea continua cuántos “seguidores” cuenta, posee o pesa. En tiempos de números, el tuiter es sobre todo una medida; en tiempos de rating triunfador, es el rating de los individuos. Así como los americanos –con esa desvergüenza que les da ser los dueños– pueden preguntar “cuánto valés”, cualquier tuitero puede decirte cuántos es.

–Uy, pero ése es un fracaso. No consigue pasar de los 18.528.

–Sí, pobre muchacho. Va a tener que volver a matar a su suegra.

Por eso, el negocio tuitero más reciente consiste en vender seguidores. Pequeños emprendedores entusiastas registran miles de nombres de usuarios y después los venden a tuiteros ávidos de mostrar que la tienen un poquito más larga. Las pequeñas miserias no se curan con tecnología: suelen agravarse. Así fue cómo, por ejemplo, un intendente del conurbano bonaerense se hizo con centenares de seguidores de Hong Kong. El mundo global da para todo. El conurbano casi.

Fuente texto: revista Newsweek, 12 de mayo de 2011

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