¿HÉROE O VILLANO?

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viernes, abril 18, 2014

Populismo e historiadores

El término “populismo” tiene diversas acepciones pero se lo utiliza frecuentemente para atacar a movimientos políticos como el kirchnerismo o el chavismo. Los juicios sobre las experiencias “populistas” suelen ser ahistóricos, normativos y no reconocen el potencial de cambio del “populismo” en Latinoamérica.
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El término “populismo” es recurrente en el debate político actual, ya que se identifica con él a algunos movimientos centrales en la América Latina de la última década, en particular el kirchnerismo y el chavismo. El concepto es polisémico: por un lado define fenómenos políticos concretos, como el populismo ruso y estadounidense de fines del siglo XIX o los movimientos latinoamericanos de las décadas de 1930, 1940 y 1950 como el varguismo, el cardenismo, el peronismo y para algunos también el APRA peruano y el liberalismo colombiano de Gaitán (aunque no llegaran al poder); es decir, configuraciones políticas que no eran fáciles de encasillar en la disputa izquierda-derecha de esos años. En Europa el populismo se asoció más con opciones políticas de derecha y extrema derecha. Pero al mismo tiempo, como marcó Ernesto Laclau –teórico político pero primero formado como historiador– en La razón populista (2005), el término se utiliza para intentar explicar algo constitutivo de esos movimientos en sus formas de hacer política y de concebirla. En realidad, “populismo” se ha usado para tantas cosas que podría argumentarse que ha dejado de ser útil. Pero aquí propongo tomarlo como válido para pensar por qué se lo critica tanto en el plano local.

En las últimas décadas, la mayoría de los analistas –en particular los historiadores– que se ocupan del peronismo evita atacarlo abiertamente, adjetivarlo sin mesura, evitando así la acusación de “gorilismo”. Pero hostigar al populismo está legitimado, sobre todo porque cierto sentido común extendido en espacios académicos europeos, estadounidenses y también latinoamericanos lo estigmatiza como algo esencialmente malo frente a la democracia liberal plena, aislándolo de su contexto de desarrollo y pensándolo ahistóricamente. Se lo hace, en general, desde una concepción normativista: el populismo sería una desviación de un modelo institucional ideal cuya correcta aplicación llevaría al progreso (el hecho de que países de la región que se acercan más a ese modelo institucionalista deseado, como por ejemplo Uruguay, no hayan encontrado un camino veloz al desarrollo no parece corroer esa sólida certeza). A veces los análisis tienen un enfoque “teológico”.

La opción populista promueve mayorías contundentes, única manera de que se pueda alterar la balanza dentro del juego democrático para que no se beneficien solamente los más poderosos. ¿De qué otra manera podría hacerse en una nación con semejante inequidad?


Simultáneamente, hay ciertas operaciones que no dejan de asombrar, como cuando el historiador Federico Finchelstein aclaró hace unos días que populismo no es fascismo, en una distinción nada ingenua ya que el solo plantearla produce un parentesco, que en el caso latinoamericano actual no parece pertinente. Por ejemplo, el chavismo venezolano, aunque autoritario para el autor, no sería fascista; de acuerdo, pero ¿no debería también preocuparse por desligar del fascismo a aquellos que hicieron un golpe de estado contra Chávez, buscando remover por la fuerza al presidente elegido democráticamente? ¿Ese sector era “institucionalista”? ¿Lo han sido y son todos los que se oponen al peronismo en Argentina? Otro historiador, Luis Alberto Romero, llamó a no abusar del término populismo, con el que se quiere “explicar de un plumazo un mundo que va de Mussolini a Perón y de Chávez a Jean-Marie Le Pen”. Aunque invita a matizarlo, repite el problema: fuerza la comparación emparentando experiencias que en América Latina están en la centroizquierda -y son fustigadas en buena medida desde la derecha- con experiencias que se ubicaron a la extrema derecha en Europa.

La condena al populismo esconde otra cuestión. En una entrevista reciente, Carlos Pagni –cuya formación también es de historiador– expresó: “lo primero que debería pasar como algo virtuoso” en el país, “es una dinámica de reconstrucción de un sistema de partidos competitivo (…) que el que está afuera tenga una voz suficientemente fuerte porque puede llegar a gobernar”. Pocos se opondrían a tal afirmación. Pero hay un inconveniente: en sociedades tremendamente desiguales como la argentina, una democracia “a la estadounidense” –bipartidista y con márgenes parejos de preferencia electoral que agradarían a Pagni– podría llevar a la conservación eterna del statu quo, a la imposibilidad del cambio. La opción populista, en cambio, promueve mayorías contundentes, única manera de que –en caso de que se vuelque hacia la izquierda, como hizo el kirchnerismo– se pueda alterar la balanza dentro del juego democrático para que no se beneficien solamente los más poderosos. ¿De qué otra manera podría hacerse en una nación con semejante inequidad?

Ciertamente, con todas su asperezas, los procesos históricos que más favorecieron a “los de abajo” a lo largo de la historia argentina –en cuanto a reparto de la renta y a intervención en la toma de decisiones– se vincularon con experiencias “populistas” (no con todas ellas, claro, no fue el caso del menemismo). No solo eso, muchas reformas “liberales” que ampliaron los derechos civiles fueron implementadas por “populismos”. Su existencia tuvo menos que ver con la benevolencia o clarividencia de líderes paternales, que con el hecho de que una buena parte del “pueblo” encontró en ellos la forma de expresar sus demandas y aspiraciones; apoyó, presionó y negoció. Como me comentó hace poco un viejo peronista, ciertos historiadores se olvidan de que los días más felices, para las clases populares, siempre fueron populistas.

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