¿HÉROE O VILLANO?

¿HÉROE O VILLANO?

viernes, marzo 22, 2013

LO MEJOR QUE LEI SOBRE EL PAPA

«Mi tío, el Papa»

▣ Hernan Casciari, viernes 22 de marzo, 2013

El primer reflejo fue publicar el siguiente relato en el Correo de Lectores de la Orsai N13, pero la calidez de la historia y, sobre todo, la pérdida de frescura de publicarla en mayo, me convencieron de que mejor la disfrutemos acá y ahora. Juan Carballo, su autor, es distribuidor de Orsai en Córdoba, Argentina. Desde hace una semana es, también, sobrino nieto del Santo Padre de Roma. Este es el relato de su semana caótica.



«Mi tío, el Papa»
Una carta de Juan Carballo Bergoglio
, distribuidor número 3192 de Revista Orsai en Córdoba (Argentina), que llegó el miércoles a la redacción y leímos con una sonrisa de oreja a oreja.
El miércoles trece de marzo fue un día raro. Después del mediodía en la tele se acabaron los accidentes de tránsito y los homicidios sangrientos. En los noticieros quedó lugar para un tema solo. Esa tarde, sorpresiva para muchos, fue especialmente surrealista para mí. Empezó con un whatsapp de mi madre que decía:
«Mi tío es el Papa».
Descartada la hipótesis de un exceso de narcóticos, entendí a qué se refería mi vieja. Su apellido de soltera es Bergoglio; su papá, mi abuelo, es primo segundo de ese señor que, ahora, no dejaba de ocupar todos los televisores del mundo.
Según pudimos revisar en la genealogía, hubo un mismo bisabuelo italiano. Fueron dos las ramas Bergoglio que inmigraron a Argentina: una rama se acomodó en Córdoba y tiene, en una de sus puntas, a un distribuidor de Orsai. La otra hizo base en Buenos Aires y tiene a un Santo Padre. Como se ve, no somos un país federalista.
Cuando mis abuelos eran más jóvenes, aquel primo segundo de ellos ya sonaba en casa como alguien papable. Incluso habíamos tenido algunas charlas, hace una década, fantaseando con el momento milagroso que, por sorpresa, ocurrió el miércoles pasado.
Mis abuelos eran los únicos de la rama cordobesa que tenían contacto con él. (¿O debo decir con Él?) Se escribían de vez en cuando, se juntaban en algún viaje.
En 2005, cerca de la fecha del cónclave anterior, mis abuelos viajaron a Buenos Aires y se reunieron para charlar con el ahora Francisco. Él les preguntó el motivo de su visita a Buenos Aires.
Mi abuela, muy segura, le contestó:
—Vinimos a renovar el pasaporte para ir a tu asunción en Roma.
Se rieron, y después de ese encuentro siguieron con su intercambio ocasional de cartas.
El miércoles reaccioné, ante la noticia, como cualquier ateo que quiere mucho a su abuelita que va cada domingo a misa. Decidí ir a su casa a darle un abrazo, porque entendía lo importante que era semejante noticia para ella.
Al entrar a su casa me encontré con una de esas películas italianas, divertidas y caóticas, en las que hay muchos personajes que entran y salen y hablan al mismo tiempo.
Debo decir que mi abuelo es medio conocido en Córdoba: es doctor, fue profe de la universidad, presidente del Colegio Médico y, hasta sus noventa años, atendió a muchos, a muchísimos enfermos.
Supongo que, por la combinación de esos factores, el miércoles la casa de mis abuelos era un hervidero de llamados telefónicos, visitas intempestivas y timbres ansiosos.
Mi abuela casi no podía procesar su felicidad. Me dediqué a ayudar un poco a atender los llamados y a sentar a las visitas, mientras por el celular le pedía refuerzos a mi madre.
A la vez que alguien me lloraba en el teléfono, contándome que mi abuelo lo había curado, un familiar lejano me preguntaba cuál era el grado exacto de parentesco que teníamos con el Papa:
—¿Qué somos, nene, qué somos?
Al rato sonaba el portero eléctrico y yo me descubría diciendo frases que solamente había escuchado en televisión:
—El doctor no va a hacer declaraciones a la prensa —dije varias veces, con la voz más seria que pude fingir.
Los medios cordobeses tienen la dudosa virtud de encontrarle, a todo, la óptica cordobesa. Así, en los Juegos Olímpicos llevan la cuenta de los medalleros cordobeses, le hacen entrevistas a actores cordobeses que trabajan en el teatro de Buenos Aires, e incluso a actores porteños que actúan el acento cordobés.
No habían pasado seis horas y empecé a encontrar reseñas online sobre los Bergoglio de Córdoba. Las interacciones con el tío se fueron reconstruyendo a la velocidad de la luz y, de repente, resultaba que éramos íntimos, que habíamos compartido cenas, que nos habíamos emborrachado junto al ahora Francisco.
Después de algunas horas de visitas y de llantos varios, ya cuando mis familiares mediáticos habían tomado el control, decidí abandonar la casa de mi abuela. A sus noventa años, la pobre estaba sobrepasada por la emoción, y yo quería descansar un poco de Francisco.
Sin embargo, al entrar a mi habitación y abrir la máquina me encontré con un ambiente similar —aunque a menor escala— en mi círculo de conocidos.
Gente que hacía mucho no me contactaba, ahora me escribía para chequear el nivel de parentesco, o —extrañamente— para felicitarme, o para decirme que «mi tío» se lo re merecía.
Como respuesta jocosa a esos comentarios, decidí compartir en las redes un pequeño recuerdo de ese trance divino, mediático y familiar. En su casa, mi abuela me había hecho buscar un libro que el ahora Francisco le había dedicado y regalado a mi abuelo, en un intercambio de libros que seguramente ni uno ni otro leyeron.
Tentado por la situación, subí a Facebook una foto de la dedicatoria, hablé del «extraño halo de energía» que me había invadido, y de cómo al entrar a la casa de mis abuelos había «visto brillar el libro en medio de la biblioteca, iluminado e infalible como la zurda de Lionel Messi».
Para mí estaba clarísimo que lo único real de ese mensaje era que el libro estaba dedicado por Jorge Bergoglio a mi abuelo. Lo otro era un chiste que, en cualquier otro momento, se hubiera entendido.
Pero todo el mundo está sensible en estos días, y automáticamente empezaron a llegarme las bendiciones. Muchos de mis contactos se sorprendían y regocijaban ante el hecho extraordinario del libro luminoso. ¡Milagro, milagro!
Tuve que volver a mi Facebook y aclarar que era broma. Que no sentí ningún halo de energía. Que el libro nunca brilló ni flotó en la biblioteca. Que yo sigo siendo el mismo ateo de siempre.
Que lo más luminoso que vi el miércoles —o que vi en mi vida— es el brillo de felicidad y de orgullo en los ojos de mi abuela.

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