¿HÉROE O VILLANO?

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domingo, marzo 27, 2011

El milagro argentino de Chernóbil


Aire puro y alimentos sin contaminar. Fue la principal terapia que recibieron los cerca de 15.000 ucranianos que huyeron a Argentina tras la catástrofe nuclear. La mayoría logró curarse



C.

Cuando Ludmila Panasetska vio el espejo roto en mil pedazos, miró a su hijo y pensó: Qué mala suerte. Algo va a pasar. Fue un mes antes de Chernóbil. La explosión, aquel viernes a la 1.20 de la noche, arrojó quinientas veces más material radiactivo que la bomba de Hiroshima. Ludmila, sastre de profesión, estaba embarazada de ocho meses. Vivía con su marido, Dimitri, a dos kilómetros de la planta nuclear, cerca de Prípiat. «Sentí un temblor en la casa», recuerda. Dos días después, como otros 116.000 compatriotas suyos, fueron evacuados de la zona. Argentina les abrió las puertas sin condiciones. En esta tierra, de vacas obesas y frutos limpios, se produjo, sin otro tratamiento que respirar aire puro y comer alimentos sin contaminar, el milagro de su recuperación.

«Me recomendaban que abortara. Todos los médicos lo hacían. Tenían miedo de que estuviera engendrando una criatura deforme pero —exclama— ¡Estaba de 8 meses!». Nació una niña. «Aunque flaquita y con las defensas bajas estaba bien pero su salud y la nuestra, a medida que pasaba el tiempo empeoraba». Los primeros síntomas no se hicieron esperar: «Sentía como si tuviera una columna de cuchillas atravesada en la garganta. Me dolía la cabeza, tenía arritmias, presión en el hígado… No podía comer ni un bombón», recuerda antes de cortar un pedazo de tarta.

En Kiev recibió «inyecciones en el corazón y cócteles de medicamentos desconocidos. El aire, la comida… todo estaba contaminado pero el Gobierno, como hacen ahora en Japón, lo negaba», repite. Entre morir despacio en su país y tratar de vivir en otro eligió venirse a Argentina. «En menos de un año, en este ambiente y con alimentación sana nos curamos», celebra.

«Todos los ucranianos afectados por Chernóbil llevamos “migral” (para el dolor de cabeza) en el bolso», observa Lesia Paliuk. Esta mujer, de 49 años, preside Oranta, la organización que agrupa a emigrantes y refugiados ucranianos. «De acuerdo con nuestras estimaciones, —calcula— como consecuencia del accidente, a Argentina llegaron unos 15.000 refugiados —la Embajada no da cifras —. Argentina es el país que concentra el mayor número de ucranianos, con papeles», recalca.

El éxodo de afectados por Chernóbil trajo aparejado un escenario imprevisto: «Tuvimos que expatriar a chicos, enviarlos con sus abuelos o sus tíos porque sus padres se morían a los seis meses por efecto de la radiación. Al cementerio de Flores (barrio de Buenos Aires) ya se le conoce como el de los ucranianos», observa Lesia.

Economista y licenciada en empresariales, llegó a Buenos Aires a finales de 1995. Lo decidió a principios del mismo año: «Estaba embarazada de seis meses, perdí el bebé y nadie me pudo dar una explicación», lamenta. Vivía en Nizen, a 70 kilómetros de Chernóbil, con Andre, su marido. El matrimonio terminó en Buenos Aires. Muchas de nosotras tenemos los destinos rotos por Chernóbil. Somos, en general, una emigración cualificada, con estudios universitarios. Los hombres eran profesionales pero al llegar aquí terminan en obras de construcción y nosotras de mucamas (internas). Ellos no lo encajan y buscan refugio en el alcohol». Eso, sumado a la violencia doméstica, fue lo que le pasó a Andre, hoy con una orden de alejamiento.

Aleksandr Zahorodnynk, de 54 años, muestra el carnet de víctima de Chernóbil: «Es la garantía de que estuviste allí», observa. En su caso es algo más, pues prácticamente se asomó al cráter que dejó el reactor 4 cuando saltó por los aires. «Fui “liquidador” (rescatador). Era un escenario de guerra. Sólo quedaba desolación, hasta la ropa permanecía tendida pero no había gente», recuerda espantado.

El accidente de Chernóbil le encontró trabajando en otra planta nuclear que él mismo ayudó a construir, «la de Piudenourrainska, al sur, a 800 kilómetros. Nos dijeron: o sois voluntarios para Chernóbil o vais seis meses al Ejército». Aleksandr, que había pasado ocho años en las Fuerzas Armadas, dio un paso al frente: «Fui de conductor de camiones y vehículos y llegué a estar a cien metros del agujero. Me colocaron un medidor radioactivo, como un MP3, en el pecho. Cuando terminaba la jornada lo abrían. Según ellos, los valores no eran peligrosos». Los meses posteriores demostrarían que mentían.

Aleksandr terminó con los riñones hechos trizas, la cabeza a punto de estallarle y una tensión disparatada. Los turnos en Chernóbil eran de dos semanas pero el remplazo de Aleksandr no llegó. «Me quedé 28 días seguidos. Vivía a 20 kilómetros de la planta, en Pripiat pero ahora —comenta— a veces tengo la sensación de que llevo en Buenos Aires toda la vida».

En este país que le ha devuelto la salud conoció a su actual mujer: «Zoraida es peruana y llevamos once años casados». Con ella tiene una única hija, Irina Norma, de 8 años: «Sufrí mucho durante el embarazo. Tenía miedo de que naciera con malformaciones, pero está sana». No sucedió lo mismo con su nieto ucraniano: «Tiene un retraso en el crecimiento físico —no mental— y un envejecimiento prematuro».

El «sarcófago» que blindó el reactor 4 de Chernóbil tenía una vida de diez años y han pasado 25. «No conserva el aislamiento. Hay fugas de radiactividad. Si no incorporan otro, el monstruo nuclear puede salir a presión y no habrá forma de matarlo. Europa entera estaría en peligro». Olga Sakovich, de 48 años, sabe de lo que habla. Vivía en Fastov, a 100 kilómetros de la planta. Su padre, ingeniero de ferrocarriles, fue uno de los «liquidadores» que trabajó en la instalación de esa tumba hermética que ha mantenido encerrada durante este tiempo la bomba de relojería que es Chernóbil.

«No lo ves ni lo hueles»

Olga comenzó a estudiar música en la ex Unión Soviética a los 7 años. Hizo la carrera, es violinista, pianista y profesora en Buenos Aires aunque, como a otros profesionales, no le reconocen el título. En esta ciudad se refugió, huyendo de la radiactividad, en busca de vida para su hija: «Viera nació en 1992, su nombre significa fe. Tenía espasmos, manchas azules, la lengua en vertical, como una pared, el labio superior pegado a la encía, bultos en la cabeza, en el rostro y en los costados del cuerpo que no paraban de crecer». Y además la niña no metabolizaba los alimentos: «Comía y tenía diarrea», continúa su madre. En Ucrania le operaron la lengua y en Argentina el labio. El milagro se produjo en Buenos Aires: «Viera, que hasta los 7 años únicamente había comido manzana rallada, arroz y pan tostado, comenzó a ingerir otros alimentos. No le dolía el estómago. Tampoco tenía diarrea». Olga no lo duda: «Cambió el espacio, la comida y cambiamos nosotras. Yo misma me asombraba, era como estar en el paraíso».

La violinista intenta explicar cómo es la radiación: «No lo ves, ni lo hueles ni lo sientes, pero está ahí y va a terminar contigo. Es cuestión de tiempo». Ludmila observa que «no afecta a todos igual. Hay gente que resiste más. Tampoco tiene que ver dónde estuvieras porque la nube la podías tener encima dependía de los vientos». Todos coinciden en que su experiencia puede ser de provecho para otros: «Los médicos, los científicos, deberían analizarnos, somos conejillos de indias involuntarios pero estamos vivos y nuestro estudio podría salvar vidas. Ahora lo pueden hacer, cuando estemos muertos no».

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