¿HÉROE O VILLANO?

¿HÉROE O VILLANO?

lunes, agosto 05, 2013

EL GRAN NEGOCIO DE LOS BORBONES EN GIBRALTAR

Resulta intolerable que el Gobierno gibraltareño lleve año y medio sin brindarle una respuesta constructiva a la pretensión de los pescadores de La Línea y de Algeciras de seguir faenando ocasionalmente en las aguas próximas a dicho enclave bajo bandera británica. Pero tampoco es de recibo que el Gobierno español vuelva a eternizar los filtros en la Verja como arma de presión. En las últimas semanas, hemos vuelto a vivir el estúpido pulso de los diferentes nacionalismos que conviven mal que bien en el Estrecho y que suelen escoger como víctimas propiciatorias a sus propios habitantes. O sea, a sus propios patriotas.
Gibraltar no es una serpiente de verano. Lo es de todas las estaciones, como el Corte Inglés. Desde los años 50, cada vez que el clima hispano se pone enrarecido nos ponemos a gritar Gibraltar español como si en ello nos fuese Bárcenas o Sofico, el Azor de Franco o las cacerías del Rey, Fraga o Rajoy, José Bretón o el Jarabo, el austericidio y la autarquía, la enésima reforma laboral que sólo sirve para deformar nuestros derechos o la inminente ejecución de Julián Grimau, pongamos por caso. El periodismo no cree demasiado en las casualidades y, visto lo visto y el tiempo transcurrido, cada vez tenemos más argumentos para sostener que la supresión del foro tripartito por parte del gobierno de Mariano Rajoy llevó al de Fabián Picardo a poner en valor una ley gibraltareña que Peter Caruana había soslayado a fin de permitir que unos cuantos barcos andaluces faenaran en unas aguas cuya titularidad ostenta o detenta el Imperio Británico por más que dicha controversia suela merecer varios seminarios de eruditos a la violeta cada año.
Así las cosas, de tarde en tarde, la pesca andaluza, apenas sin caladeros propios en la Bahía de Algeciras, sirve de coartada para escaramuzas entre las lanchas de la armada británica, de la policía de Gibraltar o de la Guardia Civil española. ¿Qué es lo que interesa al fin del día, la economía sostenible de la pesca, la preservación del medio ambiente o las escrituras de propiedad del mar en esa célebre encrucijada de conflictos? Lo pintoresco es que el mismo Gobierno español, más allá de las siglas partidistas, que permitió el desguace de nuestra flota y que sigue jugando al toma y daca con Marruecos sobre el uso de los caladeros, se tome ahora tan a pecho el uso de la diminuta pesquera de Punta Europa, que tan sólo sirve como refugio unos cuantos días al año, cuando nuestras embarcaciones no pueden faenar en Manilva, en Estepona o en el Estrecho.
Somos lo que somos, o aquello en lo que la historia nos ha convertido. La colonia nació de una fortaleza militar y esta, a su vez, de un Tratado aceptado por el primero de nuestros borbones en el año de gracia de 1713, un papel suscrito por los monarcas absolutos de Europa hace ahora tres siglos y por el que se fija las relaciones hispano-británicas sobre dicho territorio. Si España le viene negando, durante las últimas décadas, cualquier tipo de personalidad jurídica al gobierno gibraltareño, ¿por qué centra sus andanadas, su fuego graneado diplomático, contra sus habitantes, contra los yanitos o contra los campogibraltareños, atrapados como rehenes en un raro juego de tronos en el que las dos potencias rivales toman tranquilamente el té mientras sacrifican a sus respectivos peones y alfiles en el ajedrez de la Bahía más meridional de la Península?
Ya ocurrió a partir de los años 50 con la escalada de la diplomacia española en Naciones Unidas que condujo a algo tan poco diplomático como el cierre de la Verja en 1969 que se prolongó a diciembre de 1982 y, finalmente, hasta febrero de 1985. ¿Qué logramos con ello? Cabrear a varias generaciones de yanitos hasta el punto de que difícilmente podrán aceptar pertenecer alguna vez al mismo país de sus carceleros. Dos preguntas para los españolistas a ultranza: ¿qué victorias han cosechado nuestros ejércitos en esa trinchera? ¿qué triunfos nos ha deparado la política seguida por nuestras cancillerías? Responderán que no existe el error sino el heroísmo y que hay que persistir en aquel lema de derrota en derrota hasta la masacre final.
Como Gibraltar no es nuestro, pensamos que no existe. Como si todavía existiera España y no fuese una colonia del neoliberalismo sin fronteras. Así que su Verja nos importa dos foconas. Por ello, la venimos entrecerrando de nuevo, en una siniestra costumbre instituida por el PSOE en los años 90 y usada y abusada por el PP durante sus, hasta ahora, tres mandatos de gobierno. ¿Cómo se puede bloquear un paso fronterizo sin vulnerar la declaración universal de los Derechos Humanos? Aquí suele hacerse sin que se nos arrugue una ceja, sea del impar Gargallo o de ZP, cuyo ministro Moratinos intentó imprimir un giro copernicano a nuestras relaciones respecto a Gibraltar, sin demasiada fortuna o sin tiempo suficiente para garantizar mejor ventura a su empresa.
España tiene otras formas de declararle la guerra a Gibraltar, más que hacerle pasar un mal día a los turistas que visiten la Roca o a los más de ocho mil currantes que se buscan allí la vida porque no encuentran un empleo a este lado de la frontera: en los años sesenta del siglo XX, la política de escaparate frente al Peñón izó un mar de chimeneas sobre una de las bahías más hermosas del mundo, dejándola definitivamente aparcada de la mayor industria española que sigue siendo el turismo. Cierto es que aquellas factorías depararon empleo, pero las cifras macroeconómicas de la zona, en cuanto a precariedad, miseria, desempleo y economía sumergida, siguen siendo similares a las del célebre estudio de Velarde Fuertes en aquella época.
En vez de obligar a propios y extraños a permanecer retenidos ocho horas junto al recinto aduanero, España podría, por ejemplo, presionar a Gibraltar por otras vías. A su centro financiero al que se sigue acusando, y no sin razón, de practicar la piratería de Luxemburgo, Suiza, las islas del Canal o la que se sigue pretendiendo para algunas de nuestras zonas francas. La Moncloa podría reclamar mejores prácticas a nuestros mayores bancos presentes en dicho centro on shore: que se retirase el Santander o el BBVA, sin ir más lejos. Alguien, de inmediato, asegurará que dicho sacrificio costaría mucho dinero y nuestra banca sería inmediatamente sustituida por cualquier entidad financiera de origen distinto. ¿Cómo es eso? ¿La españolidad de Gibraltar no merece acaso el sacrificio de dos bancos, ese mismo esfuerzo heroico que exigimos a la gente corriente que tan sólo pretende cruzar una aduana?
Los ecologistas llevan años alertando sobre el peligro que suponen las gasolineras flotantes que suministran combustible a los barcos que fondean en la Bahía, al pairo de Gibraltar y a fin de no pagar las tasas portuarias de Algeciras. Sin embargo, ningún Consejo de Ministros ha prohibido, a fuer sin duda del libre comercio, que empresas españolas como Cepsa o muchas otras de menor porte, abastezcan a dichas plataformas. Como tampoco ha dado en crear una lista negra de barcos o cruceros que toquen puerto en la Roca y a quienes se impida, ulteriormente, el amarre en muelles españoles. No obstante, todo esto se trataría de escaramuzas sin sustancia alguna. En vez de declararle la guerra a Gibraltar, habría que declarársela al Reino Unido que, a fin de cuentas, sigue siendo la potencia colonial. Sin embargo, se supone que Londres no es nuestro enemigo sino nuestro aliado, mientras que Picardo, desde la perspectiva de nuestra propaganda, vendría a ser una especie de Bin Laden en traje chaqueta y perfectamente afeitado.
Si declarásemos la guerra a Gran Bretaña en lugar de hacerle la puñeta al Peñón, ¿cómo iban nuestros militares a poder realizar entrenamientos conjuntos bajo el paraguas de la OTAN, a cuyo comando ibérico pertenece esa Base¿ Y, sobre todo, ¿cómo habríamos de prescindir de que, de tarde en tarde, nos visite el HMS Tireless y otros sumergibles de propulsión o carga nuclear y que los reparasen incluso ante nuestras propias narices? Definitivamente, no nos traería cuenta enemistarnos con Isabel II o con Cameron y esos ministros tan cool y tan españoles que incluso veranean por nuestras tierras con la misma inocencia que Tony Blair cuando recibía clases de guitarra flamenca en Córdoba. Si en vez de enemistarnos con tanta frecuencia con los paisanos de Albert Hammond o de John Galliano lo hubiéramos hecho con los de los Beatles y la inventora de la minifalda, ¿qué habría sido de nosotros sin Elton John, sin las Spice Girls, sin Keneth Bragath y sin David Beckam? Pero, sobre todo, ¿qué sería de nuestra principal fuente de divisas sin los touroperadores británicos y esos jubilados o esos yuppies ingleses que tan bien imitan los Morancos y que compraron nuestras fincas rústicas a veces por diez veces más que su precio de mercado?
Desenterrar el tomahawk frente al imperio británico por seguir manteniendo su última colonia en Europa conllevaría la perdida de alguna de nuestras mejores bazas. ¿Estaríamos dispuestos a aceptar sin lágrimas la caída de Marinador, la de las multipropiedades de Torremolinos, la desaparición de la Heineken, la Cruzcampo o lo que queda del negocio del sherry? Y, sobre todo, ¿a dónde repatriaríamos a esa mejor generación española que hoy limpia culos en los hospitales de Liverpool, lava vasos en los pubs de Bristol o cuelga su licenciatura en teleco de cualquier piso okupa en los suburbios londinenses, donde cuarenta años atrás también ejercía como squatter Joaquín Sabina?
Let it be. Tengamos la guerra en paz. Un país civilizado y tan respetado como el nuestro seguro que tiene, en este y en otros asuntos, mejores aliados en las luces de la razón que en las sombras de la fuerza.

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Juan José Téllez

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