La patria es muy soluble
Mi interés por la política catalana es similar al
que siento por la de Ucrania, quizá algo mayor que el que siento por la
política de Andorra (si es que la hay), pero mucho menor que el que me
provoca la política valenciana, tan fallera y espectacular, o la de
Colombia, donde pasé parte de mi infancia. Reconozco que esta vez los
candidatos, fotografiados en bicicleta, como si se hubieran propuesto
conducir al pueblo a la independencia a pedales, pueden hacer algo de
gracia, pero no tanta como el peinado de la Tymoshenko y su
descacharrante Revolución Naranja.
Dicho esto, admito
que mi sentido de la responsabilidad me ha obligado a dedicar dos o
tres minutos de intensa reflexión al soporífero asunto de la
independencia de Cataluña. Y he llegado a la conclusión de que me trae
sin cuidado.
Por lo que a esta hora se sabe, quizá
por el canto de un duro, pero parece que los catalanes han votado
mayoritariamente a favor de la independencia, con CiU y ERC, aunque da
la impresión de que prefieren que no la traiga Mas a pedales. No será en
cuatro años, tal vez, pero me da la impresión de que el referéndum ya
es inevitable. Mientras escribo, oigo la radio, donde el latiguillo
insufrible es que “hay que ser prudentes”.
Voy a ser imprudente, por lo tanto. Todo lo que pueda.
Siempre he creído que cualquier comunidad, desde Socuéllamos a la Unión
Europea, tiene pleno derecho a convocar un referéndum. Diga lo que diga
la Constitución, que también afirma, entre otras muchas cosas
provocantes a risa, que el trabajo es un deber. ¡Un deber, así lo
escribieron aquellos farsantes!
Y siempre he creído
que cualquier declaración de independencia que se respete es unilateral,
faltaría más. Como las declaraciones de amor: no hay que pedir permiso a
una señora para decirle que la quieres. Que se lo pregunten a Estados
Unidos o a nuestras antiguas colonias americanas.
Cuando llegue el momento, si llega, tras el dichoso referéndum, el
Gobierno español tiene dos opciones: o decir adiós y tan amigos o
impedírselo por las armas. La segunda opción, además de ser un
disparate, sólo es un aplazamiento, aunque España gane esa guerra. Decía
el general De Gaulle que Francia se había construido a golpes de
espada, así que luchar con las armas para defender a Cataluña es la
forma más eficaz de construir un estado catalán independiente más tarde o
más temprano. Gane quien gane, perderíamos todos y lo más lamentable de
esa guerra de independencia sería el peligro que correrían algunos de
los mejores escritores españoles de ser pasados por las armas, a los
gritos de “¡Españolistas!”, desde Juan Marsé a Eduardo Mendoza. Qué se
le va a hacer: más se perdió en Cuba y venían cantando.
Como a un chico pelmazo que se siente oprimido, a Cataluña, si quiere
ser independiente, no hay más remedio que abrirle la puerta. Eso sí: yo
al menos no le voy a pagar el piso al independiente ni a hacerle la
colada, como en aquel viejo anuncio de lavadoras en el que una señora
saludaba tan contenta a su hijo, que venía con una bolsa de ropa sucia:
“¡Hola, independiente!”.
¿Y la indisolubilidad de la
patria? Por mí, la patria, la dulce patria, bien puede disolverse como
un terrón de azúcar en el café.
Como decía Henry
Miller, soy un patriota, sí, pero sólo de la glorieta de Bilbao, donde
pasé mi juventud, de algunos bares de la calle Velarde y de un portal de
Argüelles donde esperaba a una novia que tuve. “El resto de Estados
Unidos no existe para mí, salvo como idea, o historia, o literatura”,
decía Miller, que además de ser patriota de Brooklyn, del distrito 14,
también se hizo patriota de París cuando vivió allí, como fui yo
patriota de Long Island y Queens durante unos años, y ahora lo soy de
Cercedilla, y podría serlo también de Barcelona si tuviera la
oportunidad.
Al final la patria no es más que aquello
que defienden los soldados con las armas. ¿Por qué luchan y mueren
nuestros soldados en Afganistán? Pues teniendo en cuenta los efectivos
del ejército español, ahora que es profesional, España no es más que el
sueño de poder enviar algo de dinero a una madre ecuatoriana, el de
volver con ahorros a un pueblo colombiano o la posibilidad para un
dominicano de sacarse el carnet de conducir camiones gratis.
El ejército catalán, ¿qué defendería? Pues mucho me temo que el sueño
de volver a Murcia o Almería con ahorros para abrir un bar de tapas,
quizá con butifarra, “pá amb tomaca”, escalivada y otras especialidades
catalanas.
Y ése es el problema, a mi modo de ver, no creo que los catalanes, en el referéndum, votaran a favor de la independencia.
En primer lugar, porque la dulce patria (también la catalana) ya se ha
disuelto en el amargo café de la globalización y la Unión Europea.
En segundo lugar, porque lo normal es que ese chico pelmazo no tenga
ningunas ganas de irse de casa: lo que quiere es más pasta o que sus
papás le dejen llevarse a su novia a dormir y, para conseguirlo, amenaza
con salir por esa puerta.
Quizá me equivoque y en
ese caso, a mí me parecerá excelente que Cataluña se declare Estado
soberano, con su ejército y su casi doscientos embajadores por todo lo
descubierto de la tierra.
Piénsenlo, tiene muchas
ventajas para quienes no sean catalanes. Sin ir más lejos, la prensa
dejaría de martirizarnos con la aburridísima política catalana. Así
podríamos dedicar más atención a Valencia, que siempre garantiza
espectáculo y astracanada, o a Ucrania y los indescriptibles peinados de
la Tymoshenko.
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