¿HÉROE O VILLANO?

¿HÉROE O VILLANO?

lunes, febrero 05, 2018


La columna de John Carlin

Mundo bananero

En EE.UU. presenciamos un reality show que supera la imaginación de Woody Allen o de Shakespeare.

Mundo bananero
Donald Trump, junto a la Primera Dama Melania. (AP)
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John Carlin


Pero que no se ofendan —o no demasiado─ el presidente de gobierno español Mariano Rajoy, sus ministros o jueces; ni tampoco el presidente-independentista-en-el-exilio catalán Carles Puigdemont, sus consejeros o devotos varios; ni alguno que otro país latinoamericano cuyos actores políticos se puedan dar por aludidos. Tranquilos: están en excelente compañía. Las dos democracias más supuestamente maduras de Occidente también están haciendo el ridículo. La payasada bananera es hoy la norma en el mundo anglosajón, en Estados Unidos y en su madre patria, Inglaterra.

Mundo bananero
Máscaras de Carles Puigdemont, líder catalán, en una marcha independentista en Barcelona. (AFP/Pau Barrena)
El Brexit ha idiotizado tanto al establishment político inglés como el independentismo catalán al español. Salió en los medios británicos esta semana que Angela Merkel, la canciller alemana, se cae de la risa cuando conversa en privado sobre la farsa que protagoniza la primera ministra Theresa May. La pobre mujer, que votó en contra de la salida de la Unión Europea en el referéndum de 2016, se encuentra en la absurda posición de tener que impulsar un divorcio que ella misma no quiere. Se encuentra presa de la ligera mayoría electoral que se pronunció a favor de “recuperar el control” y de aquella mitad de su gobierno que cree, en su ilusoria soberbia imperial, que tras el divorcio podrán seguir gozando de los mismos placeres conyugales que antes, pero sin tener que pagar el alquiler.
May, que pasará a la historia por su brillante observación de que “Brexit significa Brexit”, sabe que un divorcio es un divorcio y que cuando su país salga de la UE y deje de pagar sus cuotas mensuales a Bruselas será adiós a las relaciones de libre comercio con el jugoso mercado vecino continental. Ella sabe mejor que nadie que cumplir la voluntad electoral de su pueblo significa no solo condenarlo al empobrecimiento, sino a la irrelevancia global. En el caso de que a Mauricio Macri se le ocurriese distraer al pueblo argentino con una jugada similar a la de un bananero de otra época, Leopoldo Fortunato Galtieri, hoy es el momento. El presidente argentino tendría la tranquilidad de saber que la May reaccionaría con la misma perpleja indecisión que ante la locomotora del Brexit.
Si el tren la atropella y hay nuevas elecciones generales, es muy posible que el poder pasaría a las manos del trasnochado líder laborista Jeremy Corbyn, un bolivariano británico que desea romper con la Unión Europea con el mismo fervor que los fanáticos de la derecha, pero por diferentes razones. Una vez liberado del yugo neoliberal capitalista que, según la visión corbynista, encarna Bruselas, él y sus camaradas podrán por fin crear en su pequeña isla el paraíso en la tierra que eludió los mejores esfuerzos de sus ídolos, Fidel Castro y Hugo Chávez. Es decir, cae May, sube Corbyn y el esperpento que se inventó Woody Allen en ‘Bananas’ se hace realidad en la tierra de William Shakespeare e Isaac Newton.
Pero ni semejante hipotético quilombo compite con lo que estamos presenciando hoy en Estados Unidos, un reality show que supera la imaginación de Woody Allen o de Shakespeare y desafía la ley de la gravedad. May y Corbyn, Rajoy y Puigdemont, incluso Cristina Kirchner y Nicolás Maduro son unos estadistas visionarios comparados con Donald Trump, la reencarnación de aquel otro gran bebé que llegó a la cima del poder, Calígula, el más grotesco de los emperadores romanos, aquel que declaraba que él era la ley y todo le estaba permitido, el que tenía la costumbre de colocarse al lado de una estatua de Júpiter y preguntar a sus cortesanos, bajo pena de muerte si se equivocaban en la respuesta, “¿Quién es más grande?”.

Mundo bananero
Theresa May, en una gira por China (AFP)
Trump, que cuando hoy ataca al FBI lo que pretende es colocarse por encima de ley, ofrece variaciones sobre el mismo síndrome casi todos los días, la más reciente aquel “tuit” en el que dice que su botón nuclear es más grande que el del único líder contemporáneo que quizá esté a la misma altura de ridiculez, Kim Jong Un. Con la diferencia de que el líder norcoreano probablemente sí tiene alguna noción de estrategia. Trump no es necesariamente un enfermo mental, como algunos psiquiatras sospechan, pero de lo que no hay duda es que tanto en su tuitorrea como en todo lo que dice (“soy un genio”) se guía por los mismo impulsos narcisistas si no de un bebé, sí de un niño de cinco años. Pega chillidos cuando no se sale con las suyas, es incapaz de abrir la boca sin cometer una ofensa contra la gramática y carece de la más mínima noción de la humanidad del otro. Hace unos días un editorial del New York Times declaró que Trump era un racista. Se equivocan. Decir eso es atribuirle un exceso de conciencia social.
El consuelo, como acaba de confirmar el famoso libro ‘Fire and Fury’, los generales retirados que ejercen de papá y mamá en la Casa Blanca entienden perfectamente que Trump no está ni remotamente capacitado para el papel de líder de un McDonald’s, mucho menos de la superpotencia mundial. Es un niño tirano pero, a diferencia de Calígula, existen sistemas para frenar su capacidad de actuar acorde a su naturaleza. Desería encarcelar a sus enemigos políticos, como por ejemplo Hillary Clinton, pero, a diferencia de Mariano Rajoy, la ley se lo impide.
Por todo lo cual los peores pronósticos no se han cumplido. No ha habido una guerra nuclear aún, la democracia estadounidense no se ha hundido. Tampoco Inglaterra o España han caído en la catástrofe. Nos podemos seguir riendo del espectáculo pomposo, inepto y bananero que nos ofrecen estas soberbias naciones imperiales del viejo y nuevo continente. Por ahora. Marx dijo que la historia se repite, primero como tragedia, luego como farsa. Esperemos que no termine siendo al revés
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