¿HÉROE O VILLANO?

¿HÉROE O VILLANO?

domingo, abril 21, 2013

De mogólicos, gallegos y demás gentilicios

▣ Hernan Casciari

Señor autor, me desagrada que utilice en sus textos, y tan a la ligera, la palabra «boludo», pues se trata de una dolorosa enfermedad que no tiene nada que ver con lo que usted quiere representar. Mi marido tiene las bolas muy grandes pues padece de macroorquidismo, y sin embargo es un ser cariñoso, elegante y con un cociente intelectual elevado. Por supuesto, mi queja incluye también las voces «pelotudo», «hinchabolas», «bolastristes» y otros calificativos derivados de las afecciones andrológicas comunes.
Esta carta no existe, acabo de inventarla. Pero sí es real esta otra que, muy parecida a una docena que hay en mi casilla de correos, dejó hace un rato una lectora de Orsai:
(...) una crítica: tengo un hermano mogólico y te aseguro que la elegancia de su caminar es admirable, su cara de retrasado reconfortante y la expresion de amor en su mirada inigualable. Así que creo que existen varios calificativos mejores para ponerle a (tus personajes).
Es extraño: cuando califico a un personaje de ficción como «boludo» no recibo quejas de familiares o aludidos, en cambio cuando describo a un personaje como «mogólico», sí aparecen diez o doce cartas aclaratorias, muy sensibles, explicándome todas las cosas buenas que son capaces de hacer, sentir y pensar los discapacitados mentales. ¿Por qué?
Una razón posible es que, por cálculo demográfico, haya más familiares de mogólicos que de boludos entre los lectores de textos. O quizás sea que el síndrome de Down resulte una dolencia más prestigiosa que el síndrome de Klinefelter. Pero no. No me parece que las razones sean ni cuantitativas ni se refieran a la calidad del síntoma. Creo que es, más bien, un equívoco semántico que tiene muy fácil resolución.
Cuando, en el habla coloquial, decimos mogólico, no estamos hablando del chico down. Nos estamos refiriendo a su hermana, y, por extensión, a cualquier persona que sienta la necesidad torpe de aclarar lo que nunca ha estado oscuro.
Del mismo modo, cuando decimos la palabra «boludo», en nuestras cabezas no se aparece un señor con dos testículos desproporcionados, en una cama de hospital, gritando "por favor, Amanda, inyéctame un sedante en el escroto". La palabra sólo nos remite a pensar en un tontón, en un pavote social que reincide en equívocos cotidianos como si las pelotas le pesaran. Sólo se trata de una pequeña metáfora oficializada y compartida.
Con la palabra «mogólico» pasa exactamente lo mismo: nos referimos a un pavote que reincide en equívocos como si le faltara un golpecito de horno. (En este caso hay metáfora sobre metáfora, porque «golpecito de horno» es también una comparación poética coloquial, al igual que «le faltan fósforos en la caja» y «está jugando con nueve».)
La diferencia entre «boludo» y «mogólico» es que el segundo vocablo —a pesar de ser compartido— no está aún del todo oficializado. Compartido significa, en este contexto, que todo el mundo entiende que no hay una referencia literal ni, por ende, peyorativa. Mientras que no oficializado representa que algunos no quieren que exista la metáfora. Se niegan a que se utilice, a que se propague y, sobre todo, a que quede por fin libre de malos entendidos.
Hace unos días un grupo de diputados del Bloque Nacionalista de Galicia (BNG) descubrió que, en el habla coloquial de Costa Rica, se le llama «gallego» a una persona un poco tonta; mientras que en ciertas zonas de El Salvador le dicen así a los tartamudos.

A los diputados, antes que nada, les molestó la noticia:
—¡Los gallegos no somos tontos ni tartamudos! —dijeron a coro.
En realidad, debieron decir "no somos necesariamente tontos ni tartamudos" puesto que sí hay gallegos que son una, la otra, y hasta ambas cosas a la vez.
Lo que hicieron estos funcionarios nacionalistas es interesantísimo y grafica muy bien de lo que vengo hablando: presentaron un proyecto en el Congreso (proyecto aprobado, además) para pedir a la Real Academia de las Letras que elimine esas dos acepciones del diccionario. Es decir, no les molesta que se continúe llamado «gallegos» a los tontos de Costa Rica: les molesta que la información se difunda y oficialice.
Los diputados nacionalistas gallegos (como ciertos familiares de personas enanas, o con down, o algunos calvos y un grupo de futbolistas millonarios negros) no están interesados en cambiar la percepción coloquial de su gentilicio o calificativo, no señor: sólo les importa que esta percepción no se vea reflejada en los archivos del habla.
Les importa un carajo que el objetivo de un diccionario sea reflejar lo que ocurre con la lengua, y nunca imponer o dictaminar qué debe ocurrir con ella. Ni siquiera es autoritario este proceder: es imbécil. Los diputados gallegos se merecen que la Asociación de Tartamudos de El Salvador (ATEL) le aconseje a la Real Academia que no se los llame «gallegos», porque los ofende.
Aquí en España hubo un pequeño debate (pequeño por infantil, no por conciso) sobre otros usos y abusos del vocablo «gallego» en América latina; llegué a escuchar por la televisión a un erudito (eso ponía el cartel) decir que "en la Argentina, por ignorancia, se le llama gallego a la totalidad de los españoles". Y, por más extraño que parezca, después de decir semejante barbaridad el cartel seguía poniendo "erudito".
Argentinos y uruguayos, sólo en el ámbito coloquial, nombramos «gallegos» a todos los españoles porque somos propensos a la sinécdoque, que es una metáfora muy bonita que tiende a nombrar el todo usando sólo una de sus partes. Y somos tan conscientes de ello como aquel que dice «el pan de cada día» refiriéndose a los alimentos en general, y no puntualmente la segunda baguette del supermercado. No es costumbre ni ignorancia, señor erudito de la lengua: es, si se me permite el romanticismo, poesía urbana rioplatense.
Muchas veces todos nosotros, todos y en cualquier región, recurrimos a la metáfora y a cierto tipo de comparación informal en el habla y el discurrir cotidianos. Y lo que decimos es sólo una representación libre de aquello que pretendemos señalar. Entre otras muchas cosas, de esta práctica nacen el poema, el piropo, la promesa política y, sobre todo, el apodo o sobrenombre (tan festivo en Latinoamérica como ofensivo en España).
Como es sabido, en la península no se le puede decir «negro» a un negro. No porque ese color sea un insulto en sí mismo, sino porque no hay costumbre acariciadora en el uso del mote. En España los compañeros de escuela no se llaman a sí mismos chino, negro, colorado, ruso, vasco, rubio o petiso. Y si alguno lo hace, el otro le rompe la crisma. Al no ser capaz la sociedad de ese cariño grupal no excluyente, cualquier descripción —de color, altura, extensión, religión o raza— es provocación o racismo.
En "Cartas de color", una parodia de Les Luthiers escrita por Roberto Fontanarrosa, nos decía el presentador respecto de una comunidad africana:
Yogurtu Mnghe era el joven más apuesto y hermoso de la tribu; su piel era tan oscura que en la aldea le decían «el negro».
Este gran chiste será siempre muy festejado en el Cono Sur, pero mucho menos en culturas donde la palabra «negro» no haya sido nunca un apodo cotidiano que se usa también (y sobre todo) con los blancos tostados, y casi con cualquier representante de la raza aria que tenga el pelo castaño.
Es de suponer que no debe valorarse la intención desde la perspectiva de la minoría doliente, cuando hacemos una metáfora referencial. Podemos decir y escribir, mientras el contexto nos lo permita y el espectador lo comprenda, de la forma que se nos antoje. De lo contrario, deberíamos enmudecer. Imaginemos, si no, la segunda acepción para la palabra «mogólico» en el Diccionario de la Real Academia de Mongolia:

¡Eso sí que es peyorativo!
Yo creo que tiene mucho más derecho a queja un diputado nacionalista mogólico de Mongolia sobre la utilización de su gentilicio en Occidente, que no un diputado gallego sobre cómo tartamudea la gente tonta en América Central.

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