¿HÉROE O VILLANO?

¿HÉROE O VILLANO?

sábado, septiembre 22, 2012

El discreto encanto de la clase media

Los sectores medios exhiben históricamente un rechazo cultural al ascenso social de los más pobres.

A los argentinos les encanta declararse miembros de la clase media aunque sean sufridos ganapanes. O sostener que "la Argentina es un país de clase media", lo cual se parece bastante a decir que la Argentina es de la clase media. Arturo Jauretche sostenía que decirse integrante del medio pelo, implica sostener "una posición forzada", ya que tratan de aparentar un estatus superior al que en realidad poseen.
Vapuleada por no ser “ni chicha ni limonada” y exaltada como el sector social más dinámico de la sociedad, la clase media vive con temor a caer en las cunetas sociales y aferrada a la ideología, la moral y la estética del establishment. El marxismo la considera como una excrecencia social, pero pocos economistas dudan hoy que es el motor del consumo en todo el mundo.
La magnitud de este segmento social depende de los parámetros socioeconómicos o culturales que se utilicen para medirlo. Para la CEPAL, en la Argentina, constituye más de la mitad de la población, pero un estudio del Banco Santander sostiene que supera el 70 por ciento.
Sean cuantos fueren, los individuos de clase media constituyen un actor político central, ya que definen elecciones. Dicho de otro modo, no es posible acceder al gobierno si no se consigue cooptar electoralmente, al menos una parte de ese colectivo, lo cual plantea una enorme contradicción a los procesos populares que se asientan en los sectores más bajos de la pirámide social. Es lo que expresa Cristina Fernández cuando dice que "con el peronismo no alcanza".
Si bien la clase media y la baja coinciden económicamente en la necesidad de un mercado interno generoso –conveniente tanto para el que compra como para el que vende– los sectores medios exhiben históricamente un cerrado rechazo cultural al ascenso social de los más pobres.
La aversión a la prosperidad de "los otros" quedó una vez más al desnudo cuando el talentoso ex arquero de fútbol, José Luis Chilavert, se quejó esta semana por la instalación de viviendas populares en Ezeiza. La pelota quedó picando y Cristina Fernández remató al arco: “Pareciera que algunos se sienten miembros de la dinastía Romanov". Pero Chilavert no es descendiente del patriarca Filareto, fundador de la nobleza que accedió al trono en Rusia en 1613 con Miguel I y rigió el país hasta la abdicación de Nicolás II, con la revolución bolchevique de 1917, sino que nació en un hogar humilde de la Ciudad de Luque, en el Departamento Central de la República del Paraguay. En la Argentina, tuvo más fortuna que muchos de sus compatriotas, que –al igual que bolivianos y peruanos" son estigmatizados por su pobreza o por el color de la piel. Pero sus orígenes fueron borrados a pelotazos y ahora está preocupado porque "se nos desvalorizan las propiedades que tenemos, donde invertimos un montón de dinero para poder tener un lugar de privilegio y vivir tranquilamente". Está claro: Chilavert quiere conservar "un lugar de privilegio". Y para ello está dispuesto a atajar al pobrerío.
La presidenta dijo que "hay argentinos que aspiran a progresar y lo que tienen que entender los que ya llegaron a un determinado nivel económico, de clase media, media alta, y alta, es que los que no llegaron todavía, tienen el derecho de llegar a ser parte de esa clase media y alta. ¿Por qué no?" El sayo le cae pintado a quienes estigmatizaron el jueves 13, con ritmo de cacerola, a los "negros de mierda".
La mayoría de los sociólogos coinciden en que la clase media se corporizó en la Argentina bajo la presidencia de Hipólito Yrigoyen. Pero los hijos doctores de los inmigrantes, se distanciaron muy pronto de sus orígenes. La Unión Cívica Radical iría adoptando posiciones político-ideológicas conservadoras alejadas de sus orígenes. Esa franja social recibió el empujón definitivo a mediados de los ’40 con Juan Domingo Perón, a quien el sentido común de clase media acusó por traer a los "cabecitas negras" del interior a las ciudades y de estimular la vagancia. Por entonces, miles de personas migraron a las grandes ciudades, para entregar su fuerza de trabajo a la industrialización del país. Poco tenían de vagos y malentretenidos.
En algo ha sido muy constante la veleidosa clase media: tarde o temprano se opuso a los procesos populares. Prefieren defender los intereses de los sectores más poderosos, antes que los de quienes pretenden ascender en la pirámide social.
Al igual que en el primer peronismo, la clase media alcanzó mayores niveles de consumo con el kirchnerismo, pero en dos oportunidades sacaron sus cacerolas a las calles para expresar su rechazo por la intervención del Estado para regular la voracidad de los poderosos y equilibrar la distribución del ingreso: en 2008 contra las retenciones móviles a las exportaciones agrícolas y el jueves antepasado, contra las dificultades para atesorar dólares baratos y gastarlos en el exterior. Las cuestiones culturales, y no económicas, parecen explicar mejor el hecho de que pequeños comerciantes o industriales que salieron del freezer de los ’90 y obtienen hoy jugosas ganancias con los estímulos al consumo que promueve el gobierno, sean beneficiarios y opositores a la vez.
Los caceroleros no reclamaron una medida económica puntual sino que protestaron contra la política y contra el Estado al cual visualizan como un estorbo en sus vidas, al tiempo que rechazaron rotundamente los planes sociales. Aunque protestaron por la inflación, no se mostraron particularmente preocupados por un eventual empobrecimiento sino por la “diktadura”. Y dejaron en claro que no quieren que sus impuestos subsidien a los “vagos que no quieren trabajar”. En suma, como Chilavert, destilaron un individualismo y una clara matriz insolidaria, que rechaza que los más pobres mejoren su situación, aunque ellos mismos sean beneficiarios de otros subsidios. Al igual que los golpistas del 55, clamaron colectivamente por la libertad aunque, por el momento, la única libertad relativamente limitada es la de cambio. “No quiero que me persigan”, clamaba un ultraliberal en la barra de un boliche unos días después del cacerolazo, seguramente preocupado por la AFIP. “Quiero irme todos los años a Punta del Este”, bramaba por TV un joven poco dispuesto a observar los problemas de millones de compatriotas. “Con mi plata hago lo que quiero”, coinciden irritados los miembros de un vasto sector medio que cree en el sálvese quien pueda. Buena parte de estas ideas provienen de los sectores más concentrados de poder, permean hacia la clase media que las adopta como propias y consiguen incluso ser transmitidas hacia los más desposeídos. Pocos advierten que cuando la política vire a la derecha, volverán a ser los patos de la boda como en los ’90. Y deberán salir a cacerolear otra vez como lo hicieron en el 2001, cuando explotó el modelo neoliberal que votaron y sostuvieron hasta el suicidio. Por entonces, una consigna pareció juntarlos con los negros vagos: “Piquete y cacerola, la lucha es una sola”. Pero fue un espejismo. Duró lo que una canasta de pasteles en la puerta de un colegio.

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