El discreto encanto de la clase media
Los sectores medios exhiben históricamente un rechazo cultural al ascenso social de los más pobres.
A los argentinos les encanta declararse
miembros de la clase media aunque sean sufridos ganapanes. O sostener
que "la Argentina es un país de clase media", lo cual se parece bastante
a decir que la Argentina es de la clase media. Arturo Jauretche
sostenía que decirse integrante del medio pelo, implica sostener "una
posición forzada", ya que tratan de aparentar un estatus superior al que
en realidad poseen.
Vapuleada por no ser “ni chicha ni limonada” y exaltada como el sector
social más dinámico de la sociedad, la clase media vive con temor a caer
en las cunetas sociales y aferrada a la ideología, la moral y la
estética del establishment. El marxismo la considera como una
excrecencia social, pero pocos economistas dudan hoy que es el motor
del consumo en todo el mundo.
La magnitud de este segmento social depende de los parámetros
socioeconómicos o culturales que se utilicen para medirlo. Para la
CEPAL, en la Argentina, constituye más de la mitad de la población, pero
un estudio del Banco Santander sostiene que supera el 70 por ciento.
Sean cuantos fueren, los individuos de clase media constituyen un actor
político central, ya que definen elecciones. Dicho de otro modo, no es
posible acceder al gobierno si no se consigue cooptar electoralmente, al
menos una parte de ese colectivo, lo cual plantea una enorme
contradicción a los procesos populares que se asientan en los sectores
más bajos de la pirámide social. Es lo que expresa Cristina Fernández
cuando dice que "con el peronismo no alcanza".
Si bien la clase media y la baja coinciden económicamente en la
necesidad de un mercado interno generoso –conveniente tanto para el que
compra como para el que vende– los sectores medios exhiben
históricamente un cerrado rechazo cultural al ascenso social de los más
pobres.
La aversión a la prosperidad de "los otros" quedó una vez más al desnudo
cuando el talentoso ex arquero de fútbol, José Luis Chilavert, se quejó
esta semana por la instalación de viviendas populares en Ezeiza. La
pelota quedó picando y Cristina Fernández remató al arco: “Pareciera
que algunos se sienten miembros de la dinastía Romanov". Pero Chilavert
no es descendiente del patriarca Filareto, fundador de la nobleza que
accedió al trono en Rusia en 1613 con Miguel I y rigió el país hasta la
abdicación de Nicolás II, con la revolución bolchevique de 1917, sino
que nació en un hogar humilde de la Ciudad de Luque, en el Departamento
Central de la República del Paraguay. En la Argentina, tuvo más fortuna
que muchos de sus compatriotas, que –al igual que bolivianos y peruanos"
son estigmatizados por su pobreza o por el color de la piel. Pero sus
orígenes fueron borrados a pelotazos y ahora está preocupado porque "se
nos desvalorizan las propiedades que tenemos, donde invertimos un montón
de dinero para poder tener un lugar de privilegio y vivir
tranquilamente". Está claro: Chilavert quiere conservar "un lugar de
privilegio". Y para ello está dispuesto a atajar al pobrerío.
La presidenta dijo que "hay argentinos que aspiran a progresar y lo que
tienen que entender los que ya llegaron a un determinado nivel
económico, de clase media, media alta, y alta, es que los que no
llegaron todavía, tienen el derecho de llegar a ser parte de esa clase
media y alta. ¿Por qué no?" El sayo le cae pintado a quienes
estigmatizaron el jueves 13, con ritmo de cacerola, a los "negros de
mierda".
La mayoría de los sociólogos coinciden en que la clase media se
corporizó en la Argentina bajo la presidencia de Hipólito Yrigoyen. Pero
los hijos doctores de los inmigrantes, se distanciaron muy pronto de
sus orígenes. La Unión Cívica Radical iría adoptando posiciones
político-ideológicas conservadoras alejadas de sus orígenes. Esa franja
social recibió el empujón definitivo a mediados de los ’40 con Juan
Domingo Perón, a quien el sentido común de clase media acusó por traer a
los "cabecitas negras" del interior a las ciudades y de estimular la
vagancia. Por entonces, miles de personas migraron a las grandes
ciudades, para entregar su fuerza de trabajo a la industrialización del
país. Poco tenían de vagos y malentretenidos.
En algo ha sido muy constante la veleidosa clase media: tarde o temprano
se opuso a los procesos populares. Prefieren defender los intereses de
los sectores más poderosos, antes que los de quienes pretenden ascender
en la pirámide social.
Al igual que en el primer peronismo, la clase media alcanzó mayores
niveles de consumo con el kirchnerismo, pero en dos oportunidades
sacaron sus cacerolas a las calles para expresar su rechazo por la
intervención del Estado para regular la voracidad de los poderosos y
equilibrar la distribución del ingreso: en 2008 contra las retenciones
móviles a las exportaciones agrícolas y el jueves antepasado, contra las
dificultades para atesorar dólares baratos y gastarlos en el exterior.
Las cuestiones culturales, y no económicas, parecen explicar mejor el
hecho de que pequeños comerciantes o industriales que salieron del
freezer de los ’90 y obtienen hoy jugosas ganancias con los estímulos al
consumo que promueve el gobierno, sean beneficiarios y opositores a la
vez.
Los caceroleros no reclamaron una medida económica puntual sino que
protestaron contra la política y contra el Estado al cual visualizan
como un estorbo en sus vidas, al tiempo que rechazaron rotundamente los
planes sociales. Aunque protestaron por la inflación, no se mostraron
particularmente preocupados por un eventual empobrecimiento sino por la
“diktadura”. Y dejaron en claro que no quieren que sus impuestos
subsidien a los “vagos que no quieren trabajar”. En suma, como
Chilavert, destilaron un individualismo y una clara matriz insolidaria,
que rechaza que los más pobres mejoren su situación, aunque ellos mismos
sean beneficiarios de otros subsidios. Al igual que los golpistas del
55, clamaron colectivamente por la libertad aunque, por el momento, la
única libertad relativamente limitada es la de cambio. “No quiero que
me persigan”, clamaba un ultraliberal en la barra de un boliche unos
días después del cacerolazo, seguramente preocupado por la AFIP. “Quiero
irme todos los años a Punta del Este”, bramaba por TV un joven poco
dispuesto a observar los problemas de millones de compatriotas. “Con mi
plata hago lo que quiero”, coinciden irritados los miembros de un vasto
sector medio que cree en el sálvese quien pueda. Buena parte de estas
ideas provienen de los sectores más concentrados de poder, permean hacia
la clase media que las adopta como propias y consiguen incluso ser
transmitidas hacia los más desposeídos. Pocos advierten que cuando la
política vire a la derecha, volverán a ser los patos de la boda como en
los ’90. Y deberán salir a cacerolear otra vez como lo hicieron en el
2001, cuando explotó el modelo neoliberal que votaron y sostuvieron
hasta el suicidio. Por entonces, una consigna pareció juntarlos con los
negros vagos: “Piquete y cacerola, la lucha es una sola”. Pero fue un
espejismo. Duró lo que una canasta de pasteles en la puerta de un
colegio.
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