¿HÉROE O VILLANO?

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miércoles, septiembre 07, 2011

Los límites del relato kirchnerista

Las batallas culturales del peronismo

Por Luis Alberto Romero | Para LA NACION

La batalla cultural está de moda. La competencia política se habría dirimido, al menos parcialmente, en un terreno donde compitieron dos versiones míticas del pasado y del presente, dos "relatos". En esos términos, se asegura que los Kirchner habrían ganado la batalla e inclusive la guerra, a juzgar por el último resultado electoral.

La importancia de las batallas culturales es indudable. En la era de las masas, la política ha incorporado muchos elementos que concurren a dar forma a las emociones, creencias y sentimientos: definiciones identitarias y alteridades, liderazgos carismáticos, mitos de origen, símbolos, ritos, escenografías. Todo va más allá de la razón utilitaria. Hoy la palabra "relato" resume estas dimensiones y a la vez recuerda que alguien escribe los relatos. Mitos, símbolos y ritos son producidos por intelectuales, mediadores o publicistas.

Es tentador adjudicar a su pericia los resultados políticos, sobre todo a la hora de la verdad: las elecciones. Los mismos intelectuales suelen alentar esta idea. Pero un resultado electoral no basta para asegurar la eficiencia del discurso que lo acompañó. Algunos artefactos discursivos dieron forma a movimientos profundos de la sociedad y otros sólo fueron juegos intelectuales, interesaron a pocos y tuvieron eficacia limitada. La mejor manera de entender la dimensión de una batalla cultural es compararla con otras similares. El peronismo mismo nos ofrece dos o tres ejemplos adecuados.

La batalla cultural del primer peronismo se libró en una Argentina muy distinta de la actual: relativamente próspera, con una sociedad móvil y fuertemente integrativa y un Estado potente, capaz de desarrollar políticas de aliento. Una de ellas fue la "nacionalización de las masas". La incorporación de los trabajadores a la comunidad nacional como un sector de pleno derecho se combinó con el acceso popular al consumo. La justicia social -señaló José Luis Romero- empalmó sin conflicto con la vigente ideología espontánea de la movilidad y el ascenso, pues se trataba de disfrutar en un pie de igualdad de los bienes materiales y simbólicos de la sociedad establecida.

No todo fue integración y conformismo. Hubo también una dura batalla, política y cultural. El régimen peronista, autoritario y faccioso, silenció y descalificó a la oposición, que actuó a la recíproca. En el frente cultural, la sensibilidad "popular y peronista" se contrapuso a la "oligárquica", y la democratización social acelerada fue vivida conflictivamente: de un lado, como el asalto a la ciudadela enemiga; del otro, como la invasión sufrida en territorios propios.

El embate cultural se expresó con violencia en la voz popular y jacobina de Eva Perón, denostando a la "oligarquía egoísta" que acechaba "en sus madrigueras". Así, el discurso peronista, machacado por el aparato propagandístico oficial, tuvo dos voces, la de la armonía y la del conflicto. No fue muy complejo, pero caló hondo, pues supo expresar cabalmente las aspiraciones y los reclamos populares de aquella sociedad móvil e integrativa.

La segunda batalla cultural se libró en los años 70, dentro y fuera del peronismo. La Argentina había cambiado bastante. El desarrollo más profundo del capitalismo, la proscripción del peronismo, la presencia de los militares, la fuerte puja distributiva generada por la inflación y la debilidad del Estado colonizado exacerbaron los conflictos. A fines de los años 60, todos los reclamos convergieron en un clamor único y apasionado contra el imperialismo y la dictadura, y en muchos casos por la vuelta de Perón.

La movilización social y política fue entonces amplia y extendida. Recogió todas las tensiones de la vida social, grandes o pequeñas, y las amasó con un discurso revolucionario, que no tuvo un solo autor. Sus insumos vinieron de las izquierdas, del catolicismo, del nacionalismo o simplemente del peronismo. El revisionismo histórico sumó los motivos del nacionalismo popular, en sus variadas versiones, y le dio al relato una épica histórica en la que Facundo Quiroga encabalgaba con el "Che" Guevara. Para esta subjetividad revolucionaria, ampliamente difundida, un futuro mejor estaba al alcance de la mano, con liberación nacional y social, y quizá con Perón. Sólo era necesario que el pueblo derrotara a sus enemigos y tomara el poder, como fuera. Finalmente, la diversidad inicial se canalizó tras la "tendencia revolucionaria" y Montoneros.

Mientras sus esperanzas se convertían en asesinatos, la movilización que se imaginaba revolucionaria generó su resistencia. Inicialmente sus actores principales no fueron ni los militares, ni las fuerzas políticas opositoras, ni las corporaciones propietarias, sino la fracción del peronismo agrupada por el sindicalismo tradicional. No fue una alternativa sino una variante: el discurso de la "patria peronista", que se contrapuso al de la "patria socialista", compartía con aquel muchos motivos, empezando por la reivindicación de Perón. También compartieron las prácticas políticas violentas, que la sociedad toda naturalizó. Esta segunda batalla política y cultural tuvo como epicentro el peronismo, aunque de un modo u otro envolvió a todo el mundo. Su resolución, es sabido, vino de afuera del peronismo.

En los años de Menem, hubo un cambio cultural, menos dramático, aunque con alguna épica: la travesía del desierto, la cirugía mayor y, al final, el paraíso neoliberal. Para el peronismo tradicional no fue fácil adecuarse al nuevo discurso, pero Menem lo logró, usando el poder de un modo muy peronista y muy poco liberal. Hubo una revolución pública de las políticas del Estado y un cambio cultural profundo: la dirigencia peronista en pleno aceptó la nueva versión del peronismo. Hubo otra transformación, más silenciosa: la adecuación del gobierno peronista a las nuevas condiciones del país, con pocas fábricas, muchos pobres y un estado descalabrado. En los 90, el peronismo comenzó a montar la red que permitió transformar las migajas asistenciales en votos. La elección de 1995 dio prueba de su éxito. Fue una revolución profunda, sin batalla cultural ni discursos: por entonces, sus votantes no hacían mucho caso de ellos.

Los Kirchner son singularmente batalladores, sobre todo, para diferenciarse de Menem, tan parecido en muchos aspectos: alta concentración de las decisiones, uso discrecional del Estado desde el gobierno, perfeccionamiento de la producción de sufragios entre los pobres y utilización de los recursos públicos en beneficio de los "capitalistas amigos". La gran diferencia está, naturalmente, en la magnitud de los recursos disponibles, acrecidos por la onda de prosperidad generalizada.

Las continuidades prácticas se contraponen con las diferencias en los relatos. El de Menem había empalmado, un poco toscamente, los motivos de su tiempo con la tradición peronista. Los Kirchner han logrado una compleja articulación de experiencias y discursos previos y vigentes. Del primer peronismo vienen tanto la imagen del Estado providente y redistribuidor como la concepción antagónica y facciosa de la política. De los años 70, son la revaloración de la experiencia militante y la construcción de un relato nacional y popular de la historia, que culmina con ellos. De 1983 se tomó la reivindicación de los derechos humanos, pero separados del Estado de Derecho y centrados en el juicio y castigo a los responsables. De los aborrecidos años 90 viene, por contraposición, la condena del "neoliberalismo" y la reivindicación del estatismo. De la crisis de 2001 recogió el tema de la injusticia social y el derecho a la protesta, la crítica a los partidos y la idea la de transversalidad. La muerte de Kirchner terminó de dar forma al relato épico y le agregó una dimensión trascendente, casi religiosa, que no se cultivaba desde los tiempos de Eva Perón. Por un tiempo, logró renacer las llamas de entre las cenizas del escepticismo.

En suma, una construcción que empalma elementos a menudo contradictorios, muchas veces a contrapelo de una realidad obstinadamente rebelde. Fue obra de intelectuales ingeniosos, mediadores esforzados, un contundente aparato oficialista de difusión y un toque del estilo persecutorio de 1946. Es un discurso mucho más complejo que el de entonces, y mucho más elaborado que el de los 70, lleno de contradicciones. Fue altamente eficiente en la confrontación con el discurso opositor, centrado en tópicos de poca resonancia masiva, como la república o la corrupción, o en cuestiones de estilo, más personales.

Ciertamente hay hoy una batalla cultural, más enconada en algunos sectores generacionales y en círculos intelectuales o artísticos. Pero no le asigno la densidad y dimensión social de las batallas de 1946 o 1970. Encuentro poca consistencia en el fervor post mórtem. Tampoco creo que la mayoría tome como referencia, así sea distante, esos clivajes: son sus prácticas, más que sus discursos, las que aportan votos al gobierno. La reciente elección recuerda mucho más a la de Menem en 1995 que a los triunfos electorales de Perón en 1946 o 1973. Ninguna movilización social tiene hoy la densidad dramática e identitaria del Cabildo Abierto de 1954 o de las movilizaciones peronistas de 1973. Falta ese mensaje tan profundamente en sintonía con sus receptores, como el que en 1950 transmitía "Mordisquito" o en 1973 El Descamisado . La mayoría que acompaña al Gobierno lo hace, me parece, por motivos bastante distintos de los proclamados en el discurso oficial, aunque ciertamente no encuentran en él mucho de objetable.

La épica kirchnerista interesa mucho a un grupo más acotado de personas. Algunos viven de ella: otros la utilizan para dirimir disputas en territorios muy competitivos. Parafraseando a Tulio Halperin Donghi, también hay intelectuales que encuentran en esta guerra otra oportunidad para hacer notar su importancia. Algo que el común de la gente no suele reconocerles.

El autor es historiador e investigador principal del Conicet/UBA

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