¿HÉROE O VILLANO?

¿HÉROE O VILLANO?

viernes, enero 21, 2011

Macachines

Publicado el 21 de Enero de 2011
“Ño Ciriaco decía que allí, en las tierras bajas, no había hospitalidad ni familia, que el hombre era una fiera, y no me costaba trabajo creer en su afirmación: el aislamiento, indudablemente, embrutece.”

No obstante, en las tierras altas presencié una noche una escena que conmovió hasta mi última fibra: en ella vi de cuerpo entero al gaucho de mi tierra, noble y generoso, al que ha hecho la patria con su esfuerzo, altivo, al hijo modesto de nuestros campos, que “es el último en la paz y es el primero en la guerra”, como dice con amarga verdad uno de sus cantares melancólicos.
Allí estaba ante mí, de pie, y en su fisonomía enérgica y varonil le encontraba rasgos de aquellos caballeros nobles hidalgos que dieron a la palabra caballero la armonía y el prestigio que el mercantilismo moderno no ha podido empequeñecer.
Era una noche de luna, quieta, apacible y templada, en que hasta la brisa pasaba en silencio como si temiera turbar aquella calma imponente del campo desierto.
La luz tenue y azulada parecía cernirse sobre las cuchillas, cuyas laderas se veían como moteadas por el venenoso mío-mío, que crece en manchones y destaca su ramaje oscuro, sobre aquel manto de verdura, cuyos matices imperceptibles necesitan el sol para acentuarse y mostrar todo el esplendor de su variedad y su belleza.
En surcos que se retuercen y se ligan hasta fundirse en una masa homogénea, se la veía bajar silenciosa a las hondonadas, dando un tono común a las cuchillas, a las laderas y a los bajos, aumentando la inmovilidad del paisaje.
Por la puerta del rancho –que estaba abierta– veía allá a lo lejos un tala que recortaba su copa verdinegra sobre la llanura blanquizca, el cardal que rodeaba la casa y por entre lino de sus claros un ramblón del arroyo que brillaba sin reflejos, como un espejo que estuviera cubierto por una gasa, y luego mi caballo atado a soga, que habiendo dejado de comer, estaba con el cuello estirado, la cabeza levantada y una pata medio recogida, como con pereza.
Todo era inmovilidad, quietud, sopor, hasta la imaginación parecía influenciada por aquel medio, y permanecía tranquila, como para no interrumpir el concierto de la luz y de la brisa. Mis huéspedes -un matrimonio setentón y un muchacho huesudo y musculoso, que era su hijo rodeaban el fogón, formado por un hoyo desplayado, cavado en medio de la pieza que servía de cocina, y era habitáculo también de enormes cucarachas y ratones, que pasaban tranquilos sobre los tirantes, con esa despreocupación de los propietarios que ya no temen las veleidades de la suerte.
El mate circulaba de mano en mano con una precisión cronométrica, mientras en el asador chirriaba un medio costillar de vaca, cuya grasa, al destilar de a gotas sobre el fuego, levantaba pequeñas llamas azuladas que iban, fugaces, a alumbrar débilmente las paredes ennegrecidas por el hollín, quebrándose, ya en el cabo de una tijera de esquilar clavada en el quincho, ya en la argolla de un lazo que pendía de un tiento en unión de las boleadoras y del rebenque de cabo trenzado y con virolas de plata, que se conservaban como un tesoro.
A cada titilación del friego, el perro favorito que -previas unas diez vueltas circulares con la cabeza casi pegada a la cola- se había echado a la derecha de su amo, abría un ojo, lanzaba una mirada perezosa y soñolienta al asador y un gruñido a las pulgas que le fastidiaban y volvía a amodorrarse, esperando su parte en el asado.
De vez en cuando llegaba a nuestro oído el balido de alguna vaca que llamaba a su cría allá a lo lejos, el mugido perezoso de algún buey que buscaba a su compañero, echado en alguna hondonada pastosa, rumiando despacio las yerbas fragantes almacenadas durante el día, o bien el grito entrecortado de los teros alarmados por algún peludo, merodeador de macachines y bibíes, o por el trote disimulado y temeroso de algún zorrino o comadreja, grandes piratas de la maleza, siempre a caza de nidales sin vigilancia.
De repente el perro levantó la cabeza, movió las orejas, y se quedó inmóvil, mientras el viejo -su rival en buen oído- decía:
-¡Anda gente... viene para acá!
Y volvimos a caer en el silencio, a la espera de los viajeros nocturnos, raros por cierto en aquel rincón apartado.
El perro se puso de pie y silencioso salió a la carrera, con el pelo del lomo erizado y la cola gacha, para disimular su volumen a la vista de un observador cualquiera: iba de avanzada a hacer un reconocimiento y tomaba sus precauciones.
Pronto oímos sus ladridos furiosos y entrecortados, como si al lanzarlos saltara, y el galope apresurado de un caballo que venia jadeante.
Y salimos al patio, a tiempo para ver al nocturno visitante, que avanzaba impasible a todo lo que daba su caballo, mientras el perro corría a su lado ladrando y como queriendo cerrarle el camino.
Luego que llegó a nosotros se detuvo de golpe y exclamó:
-¡Güenas noches les dé Dios…, señores!
-¡Güenas noches, amigo -dijo mi huésped-, abajesé, si gusta!
El visitante afirmó una mano en la cruz de su caballo y se tiró al suelo, boleando el cuerpo y conservando en su mano una de sus riendas: el caballo, que era un oscuro, no tenía más que el bozal, el freno y un cuero de carnero, por todo apero.
-Señores -dijo con voz segura-, soy un mozo que anda en desgracia y busco un hombre que me ayude… -¡Mande, amigo, y si se puede...!
-¡Mi caballo está aplastao y me sigue una partida!
-¡Che! -dijo el viejo dirigiéndose al muchacho y con un sentimiento de delicadeza y previsión de que después me di cuenta -andá, monta en aquel que está a soga -y señaló mi caballo- y tráite el colorao grande.
-¡Qué muente en éste, señor!
-¡No, amigo: un hombre en la mala no debe quedarse a pie...!
Y el viejo gaucho me miró, como diciendo: “esto no es nuevo para mí; ¿quién no ha sido medio matrero en su tiempo?”, mientras apaciguaba al perro que, con el lomo erizado y la cola enhiesta, daba vueltas a nuestro alrededor, gruñendo.
Luego entramos los tres a la cocina, después de haber el matrero acercado su caballo a la puerta del rancho, poniéndole las riendas en el pescuezo para evitarse demoras en caso de una sorpresa, y la dueña de casa, previa la contestación a su saludo, le alcanzó el mate, que el hombre tomó con verdadera fruición.
A la escasa luz del fogón, yo lo veía.
Era un hombre alto y delgado, ancho de pecho y espalda, a estar a lo que diseñaba el poncho de lana con pretensiones de vicuña que lo cubría. Por bajo del sombrero chambergo de felpa -medio verde por el uso- brillaban dos ojos negros, chiquitos y vivos, más bien de expresión picaresca, sombreados por unas cejas negras y pobladas que se unían sobre la nariz fina, de corte aguileño no muy pronunciado, que era la mayor prominencia en una cara más bien larga, angulosa y encuadrada en una barba escasa y descuidada.
Sus pies descalzos se revelaban de domador: combados hacia adentro y con los dos primeros dedos, gordos y macizos, separados a fuerza de apretar la estribera; una de las piernas la cubría un calzoncillo de puño prendido sobre el tobillo, mientras la otra lo ostentaba arremangado sobre la rodilla.
Concluyó el mate y dijo mirando al asado:
-Hace dos días que no como ni duermo. ¡Me ha tenido mal la polecía!
-¡Hum...! -dijo mi huésped, qiie parecía no gustaba saber de vidas ajenas.
-Estábamos en un baile y pelié con un sargento. ¡Pobre... quedó junto a unas vizcacheras!
-¿Lo dejó boca arriba? -dijo el viejo lentamente, como temeroso de haber dicho una imprudencia.
-¡No, señor, lo di güelta! -y el gaucho bajó la vista como por modestia.
-¡Más vale así! -y encarándose conmigo para darme una lección- el que deja un dijunto boca arriba es al ñudo que matreree: ¡tiene que cáir! ¿Y aura qué va a hacer, amigo?... ¡y perdone!
-¡A matreriar, señor..., hasta que me compongan!
El asado estaba a punto y la dueña de casa, inclinándose sobre el fuego, desclavó el asador y lo dio a su marido que vino a clavarlo cerca de la puerta mientras ella alcanzaba el viejo porrón que contenta la salmuera y el plato de lata con unas cuantas galletas.
Rodeamos el asador, y el viejo, viendo que el matrero no hacia ademán de cortar, se fijó en él y habló algo con su mujer, que, a poco, volvió con una cuchilla enorme metida en su vaina correspondiente: tomándola él, se la pasó al hombre desarmado, diciéndole:
-¡Tome amigo y que sea pa güeno! Una chispa brilló en los ojos del gaucho, que exclamó:
-¡Bien aiga, don...! ¡Con ésta y el flete, ni aunque sea contra el ejército e liña...! ¡Porque, eso sí..., a mí no me agarran vivo!
Se conocía que el hombre habla criado confianza en el porvenir al sentir entre sus dedos aquella hoja de acero: el arma era para él la vida.
Llegó el muchacho con el caballo: nuestra cena había concluido.
El campo seguía silencioso y tranquilo: no se movían ni las pajas.
Salimos al patio y el matrero miró de reojo el caballo que se le daba: con una mirada conoció sus cualidades.
-¡Este pingo -que le dejo, don…, es güeno, mejorando lo presente! Tengameló sin cuidado que naides lo conoce... yo he de volver alguna vez y... ¡que Dios le pague lo que ha hecho hoy por mi...!
El hombre estaba emocionado y para disimular su emoción saltó al caballo y partió al trote, sin decir ni adiós: quizás llevaba en la garganta uno de esos sollozos que son verdadera angustia.
El viejo volvió a la cocina seguido por mí y luego que estuvimos sentados, dijo, con calma, sereno:
-¡Es triste tener que juir y buscar la soledá...! ¡El hombre se hace una fiera!
-¿Por qué no le preguntó el nombre?
-¿Pa qué...? ¡Con saber que es un hombre... ya está!
-¡Convenido! ¡Pero ayudar así a un desconocido, quizás un pillo...!
-¡Una mano lava la otra y las dos lavan la cara...! ¡Yo sé lo que es eso, señor... no siempre he sido osamenta!
Y miró a su vieja compañera, como evocando cuadros de una vida ya lejana, perdidos, borrados por el tiempo, pero siempre queridos.
Y volvimos a caer en el silencio dominador de la llanura, mientras, allá a lo lejos, se oía el grito de un chajá dando quizás el quién vive al gaucho que, cauteloso, vadeaba el arroyo que serpenteaba entre las colinas, manso y callado.

2 comentarios:

JCG dijo...

Alf te faltó decir que este es un cuento de Fray Mocho (José S. Alvarez 1858-1903) Fundador de Caras y Caretas.

Alfredo Moles dijo...

Es verdad,corrijo y pido disculpas.