¿HÉROE O VILLANO?

¿HÉROE O VILLANO?

viernes, abril 09, 2010

IGLESIA MISOGINA

Ellas y la Iglesia


Por Lisa Miller

Aquí están, los miembros del club exclusivo para hombres más antiguo y selecto de la historia, tratando de manejar una crisis con final abierto. Durante décadas, sacerdotes de EE. UU., Europa, Irlanda, Brasil (y Dios sabe dónde más) abusaron —sexualmente o de otras formas— de niños y adolescentes, no en los salones decorados con frescos del Vaticano, sino en campamentos y autos, en residencias de estudiantes y en confesionarios. Los pocos niños y niñas lo suficientemente seguros como para revelar su secreto lo contaron a las mujeres en las que confiaban: madres, tías, abuelas. Las pocas mujeres lo suficientemente valientes para cuestionar a la autoridad o pedir justicia a los obispos fueron calladas. En este caso, Jesús se equivocó: los mansos no heredaron la Tierra. Recibieron un piadoso e interesado sermoneo.

“Ciertamente —escribió el cardenal de Boston, Humberto Medeiros, a una madre furiosa por el abuso sexual de siete chicos de su propia familia— no podemos aceptar el pecado, pero sabemos bien que debemos amar al pecador”.

Aun con una madre, María, en el centro de la historia cristiana, las mujeres de la Iglesia de hoy fueron marginadas y recibieron prédicas en medio de las interminables revelaciones de escándalos de abuso sexual. Sus oraciones a la Virgen, protectora de la humanidad, parecen haberse quedado sin respuesta.

No es de sorprender que los hombres encargados del control de daños enfrenten una falta de credibilidad, la sensación de que ellos —que leen disculpas prefabricadas— parecen no lo suficiente aterrados ante el daño provocado. El Domingo de Ramos en Nueva York, el cardenal Timothy Dolan condenó el abuso sexual desde su trono en la catedral de San Patricio luciendo ante todo el mundo como un bien alimentado director de una empresa de la lista Fortune 500. Un video de YouTube muestra a Sean Brady, cardenal de Irlanda, donde 15.000 niños sufrieron abusos durante 40 años, desestimando autoritariamente los pedidos para que renuncie. Después de que en un reportaje de The New York Times se informó que el papa Benedicto XVI (en ese entonces cardenal Joseph Ratzinger) no destituyó a un sacerdote que abusó de 200 niños sordos en Wisconsin, el Papa arremetió contra los medios. La fe, dijo, impide que una persona “se sienta intimidada por el insignificante chismorreo de la opinión dominante”. Una y otra vez, el Papa y sus representantes no logran convencernos de su pesar.

El problema no es el celibato, como afirman muchos progresistas. Ni sus atuendos —las mitras y capas—, aunque estas vanidades sirven como recordatorios de la enorme distancia entre los que tienen el poder y los que no. El problema es que los obispos y cardenales que dirigen la Iglesia institucional viven detrás de paredes custodiadas en un mundo anterior a la Ilustración. Dentro de su enclave, se quedaron en gran parte impasibles ante las revoluciones Francesa y de EE. UU. Con respecto a la moral, consideran al grupo —en este caso, a la Iglesia— por encima de la persona y ven la modernidad como una amenaza. En cambio, aquellos que en el Occidente democrático critican a la jerarquía por su terrible pasividad dan por sentada la supremacía del individuo. Los miembros del Vaticano que critican a los medios de comunicación por estar “sesgados contra el Papa” valoran la cohesión eclesiástica por encima de todo. La diferencia es real. No los entendemos. Y ellos no nos entienden a nosotros.

Sin embargo, al mantener la modernidad a raya, los hombres que dirigen la Iglesia Católica hicieron caso omiso de uno de los grandes logros de la era moderna: la integración de las mujeres en la vida pública y laboral. En EE. UU., 50 millones de mujeres trabajan full-time; en la Unión Europea, son 68 millones. En la mayoría de las principales naciones protestantes, estas luchas sobre la profesionalización de las mujeres fueron libradas, y perdidas, hace medio siglo. En Dinamarca, a las mujeres luteranas se les concedió los derechos de ordenación en 1948; en EE. UU., la primera sacerdotisa episcopal fue ordenada en 1976.
Pero en la corporación católica romana, los altos ejecutivos viven y trabajan, como lo hacen desde hace un milenio, evitando no sólo el matrimonio, sino también la intimidad y las relaciones profesionales con las mujeres, por no mencionar cualquier oportunidad de familiarizarse con los desórdenes terrenales y primarios de la familia y los hijos. De hecho, parece que cuanto más se aleja un sacerdote de la parroquia, más probable es que valore la conformidad y el orden por encima del caos de la vida real.
“Veo que la jerarquía se muestra escandalosamente indiferente ante el bienestar de los niños”, dice una furiosa Elaine Pagels, catedrática de religión en Princeton. “Para usted y para mí, esto es difícil de comprender. Nos parece algo fuera del ritmo del mundo. Pero ellos no quieren ir al ritmo del mundo”.
Si hubiera habido un padre en la habitación donde un obispo decidía el destino de un sacerdote abusador, se habría ahorrado toda una vida de dolor a incontables familias. “Es muy probable que no estuviéramos en este mismo aprieto si las mujeres pudieran participar”, señala Frank Butler, presidente de FADICA, un grupo de fundaciones de familia católicas. “Seguramente”, subraya.
Por lo tanto, es un momento de reforma, una oportunidad de que los hombres del Vaticano lleven a la práctica la sabiduría de sus propias palabras. El Concilio Vaticano Segundo, realizado a comienzos de la década de 1960, fue un esfuerzo de integrar mejor a la antigua Iglesia con el mundo moderno, y en sus documentos se aborda el lugar cambiante de las mujeres. “Se acerca la hora —se lee en los documentos finales del concilio— en la que las mujeres adquirirán una influencia, un efecto y un poder en el mundo como el que nunca lograron hasta ahora. Es por ello que, en este momento… las mujeres, imbuidas del espíritu del Evangelio pueden hacer tanto para ayudar a la humanidad a no caer”. El papa Juan Pablo II habló sobre la situación primordial de las mujeres en la Iglesia en su encíclica de 1988 titulada Mulieris Dignitatem (“Sobre la dignidad de las mujeres”), aunque reiteró la negativa de la Iglesia de considerar su ordenación sacerdotal seis años después.
Existe un gran abismo entre los principios establecidos de la Iglesia y su realidad funcional. En EE. UU., el 60 por ciento de los asistentes a las misas dominicales son mujeres; por lo tanto, la mayoría de las limosnas, US$ 6.000 millones por año, es aportada por mujeres. Y con todo, la presencia de mujeres en cualquier sitio dentro de la estructura de poder institucional es prácticamente nula. El número de mujeres que ocupan puestos de primer nivel en alguno de los dicasterios, o comités, que conforman la estructura del Vaticano puede ser contado con los dedos de una mano. Pocas mujeres ocupan puestos de dirección prominentes, como el de canciller, dentro de las diócesis. Y aunque en todo el mundo las monjas superan notablemente en número a los sacerdotes, son tan invisibles que cuando un grupo de ellas se manifiesta, como lo hicieron hace poco sobre la reforma del sistema de salud en EE. UU., todos se dan cuenta.
Ocho años después de los escándalos de Boston, “sólo son hombres que escuchan a otros hombres” acerca del abuso sexual, dice Kathleen McChesney, ex oficial del FBI encargada de estudiar y remediar el problema del abuso sexual en las diócesis estadounidenses después de 2002.
Kerry Robinson viajó a Roma el mes pasado para hablar con los cardenales sobre ascender a más mujeres. Como director ejecutivo de National Leadership Roundtable, un grupo de empresarios estadounidenses que espera incorporar las mejores prácticas corporativas en la Iglesia, Robinson, con un grupo de colegas mujeres, esperaba demostrar su punto de vista. “Una joven mira el mundo corporativo y ve que puede llegar a los niveles más altos del liderazgo”, dice Robinson. “Pero se ve frustrada ante la falta de oportunidades de vivir su liderazgo en la Iglesia. La consecuencia de ello es que la Iglesia se vuelve cada vez menos relevante para las mujeres. Y, así, se vuelve cada vez menos relevante para sus hijos”.
“Es importante —añade Robinson— la forma en que la Iglesia es vista. Ahora mismo, se la ve como los pecados y los crímenes cometidos por hombres, encubiertos por hombres y mantenidos por hombres. Para superar eso, la Iglesia debe incluir a más mujeres”, exhorta.
Desde luego, las mujeres no son una panacea. La historia muestra que ellas en el poder pueden ser tan despiadadas y egoístas como los hombres. Y evidentemente, la simple presencia de mujeres no inocula una organización contra la criminalidad o la corrupción. Además, es difícil demostrar que la atmósfera dominada por hombres de la Iglesia Católica Romana genere un invernadero único para depredadores sexuales; y de hecho, la mayoría de los buenos sacerdotes de todo el mundo sigue cuidando a sus fieles (en algunos de los casos europeos recientes, las perpetradoras fueron mujeres). De hecho, los investigadores piensan que los índices de abuso dentro de la Iglesia probablemente se pueden comparar con los de otras denominaciones, y organizaciones juveniles, escuelas y familias. “Las encuestas indican que una de cada tres niñas experimentaron un contacto sexual no deseado por parte de un adulto antes de los 18 años”, señala Margaret Leland Smith, investigadora de la Universidad John Jay de Derecho Penal, que analizó los datos de los casos de abuso sexual en EE. UU. Entre los niños varones, dice, el índice es de uno en cinco.
Sin embargo, es indiscutible que la jerarquía católica, compuesta sólo por hombres, respondió a la crisis con demasiada lentitud y —aun después de las revelaciones en EE. UU.— en una forma que protegió instintivamente sus propios intereses por encima de los de los niños. “La Iglesia Católica podría haber destituido a estas personas en cuanto lo hubiera deseado”, dice la reverenda Marie M. Fortune, ministra de la Iglesia Unida de Cristo y fundadora del Instituto FaithTrust, una organización ecuménica cuyo objetivo es terminar con la violencia sexual. “Puede demostrarse que parte del problema es la jerarquía, que es un club exclusivo para hombres, una institución anquilosada, conservadora y sin contacto con la gente”.
Los estudios muestran lo que sabemos intuitivamente: sin supervisión y equilibrio, los grupos cerrados de hombres hacen cosas malas. Nicholas Syrett, historiador y autor de “The Company He Keeps: A History of White College Fraternities” afirma que los estudios indican que entre el 70 y el 90 por ciento de las violaciones múltiples en los campus universitarios son cometidas por hombres que pertenecen a clubes estudiantiles masculinos. Obviamente, añade, hay diferencias importantes entre la jerarquía católica romana y las fraternidades masculinas de las universidades: “Los miembros de las fraternidades son alentados a tener relaciones sexuales con muchas mujeres. Evidentemente, no es así en el caso de los sacerdotes”. Pero en ambos casos, “los hombres son alentados a creer que están en una posición de poder por una razón… Pienso que si la jerarquía de la Iglesia Católica no disciplina a estas personas porque está preocupada por su reputación, genera un espacio donde aquellos que abusan de los niños son llevados a creer que todo lo que hagan está bien”.
Richard Sipe está de acuerdo. Es un ex sacerdote que dedicó los últimos 30 años de su vida a investigar las enseñanzas sexuales de la Iglesia y sus efectos sobre el comportamiento del clero. “El clero —señala— es un grupo que se considera muy privilegiado. Tiene un sentido de derecho innato. ¿Qué otra cultura existe que sea completamente masculina en la teoría y en la práctica?”.
Desde luego, Jesús no dijo nada sobre el papel que las mujeres debían tener en su futura Iglesia. Como líder de un movimiento pequeño y radical, invitó a todos a unirse, incluyendo a mujeres casadas, solteras y prostitutas; y los relatos evangélicos asignan una función especial a las mujeres. Son ellas quienes encuentran al Señor resucitado e informan a los hombres sobre este hecho sobrenatural.
Las mujeres trabajaron en la iglesia primitiva. En su Epístola a los Romanos, que data de cerca del año 50 d.C., el apóstol Pablo escribió sobre una diaconisa llamada Febe, una “compañera de trabajo” de nombre Prisca, y las “trabajadoras en el Señor” Trifena y Trifosa. Incluso menciona a una “apóstol” llamada Junia, un hecho tan terrible para varias generaciones de escritores que imaginaron que los apóstoles sólo podían ser hombres, y que “malinterpretaron” deliberadamente la intención de Pablo. “Con mucha frecuencia, Junia se transforma en un nombre de varón”, señala el autor Diarmaid MacCulloch, cuya obra más reciente es “Christianity: The First Three Thousand Years”. Con esas deformaciones del texto original, indica, “se tiene la sensación de que la iglesia temprana rehúye el hecho de que las mujeres tengan puestos de poder”.
Pero también sería un error considerar los primeros siglos del cristianismo como un apogeo del feminismo. Las mujeres eran consideradas casi universalmente como seres inferiores, a las que un buen hombre cristiano debía controlar. “Nuestro ideal —declaró Clemente de Alejandría en el siglo II— es no experimentar ningún deseo en absoluto”. Y, a pesar de que los clérigos e incluso los Papas solían estar casados, la capacidad de las mujeres de despertar el deseo sexual en los varones cristianos las relegaba al papel de la tentadoras Evas, en contubernio con Satanás. Para las mujeres, el celibato era una forma de adquirir poder en el mundo de los hombres; al imitar a María, una mujer podía encontrar independencia y fortaleza.
Para el siglo XII, la separación de hombres y mujeres en la Iglesia estaba completada. El celibato del clero se volvió obligatorio en 1139, y en las grandes universidades de Europa, donde los intelectuales cristianos establecían las bases de la filosofía, las matemáticas, la astronomía, la ciencia, la literatura y la teología modernas, las mujeres fueron excluidas del todo. A partir de entonces, la única forma de que una mujer cristiana adquiriera prominencia era como profetisa o mística, observa MacCulloch, y luego sus hermanos podrían considerarla loca.
Hacía falta otro ladrillo para que los clérigos del Vaticano se separaran de sus fieles para siempre. Kevin Schultz, historiador de la Universidad de Illinois en Chicago, explica que Roma se opuso enérgicamente al individualismo que condujo a la Revolución Francesa (1789) y a la de EE. UU. (1776). Como reacción, los intelectuales católicos revivieron algunas de las ideas de Tomás de Aquino, en especial su insistencia de mantener a la comunidad por encima del individuo. La preeminencia de estas ideas constituyó una “oposición a lo que la Iglesia considera como la modernidad”, explica Schultz. “Esto crea una situación de ‘nosotros contra ellos’ y alcanza este nivel de secretismo. Los Papas se vuelve mucho más poderosos”.
Ninguna explicación esclarece mejor la desconexión actual entre los hombres del Papa y los fieles progresistas. En un mundo donde el todo importa más que las partes, reina una rígida moralidad, a veces brillante, a veces cruel. Esta elevación de la Iglesia por encima de todo explica cómo una institución dedicada a servir a enfermos y pobres también niega condones a las personas en riesgo de contraer SIDA. Permite entender cómo una organización comprometida con la institución de la familia puede negar píldoras anticonceptivas a las madres. Y explica, tristemente, cómo un obispo confrontado con un pederasta en una parroquia podría decidir no llamar a la policía.
Para romper los viejos hábitos de la insularidad y el pensamiento de grupo, el abrazo de la modernidad que empezó con el Concilio Vaticano II debe comenzar de nuevo. “Quiero abrir las ventanas de la Iglesia para que podamos ver hacia afuera y que las personas puedan ver hacia dentro”, dijo el papa Juan XXIII al referirse a ese esfuerzo. El primer lugar para empezar, y quizás el más fácil, es con las mujeres.
Más del 60 por ciento de los católicos estadounidenses apoya la ordenación de mujeres, y aunque los tradicionalistas insisten en que es un sueño imposible, los realistas piensan lo contrario. Con la creciente reducción de las vocaciones sacerdotales en EE. UU. y con el 80 por ciento de los ministerios parroquiales dirigidos por mujeres, la ordenación de sacerdotisas parece inevitable. Un pequeño grupo de unas 100 mujeres renegadas ya fue ordenado “por un obispo de prestigio”, afirma Eileen McCafferty DiFranco, que es una de ellas. Aunque excomulgada, DiFranco se mantiene firme. “Jesús nunca dijo que sólo los hombres podían ser sacerdotes”.
En EE. UU., los incidentes de abuso sexual en las diócesis católicas disminuyeron gracias, en gran parte, al trabajo de McChesney y su equipo. Ahora, cada diócesis debe establecer un comité asesor sobre abuso sexual, un grupo que se ocupe de manera profesional y personal del bienestar de los niños. McChesney piensa que estos comités asesores tienen que crearse en todas las diócesis, y también en el Vaticano. “Benedicto XVI debe establecer un grupo que no esté formado sólo por clérigos. Necesita un comité asesor de personas expertas en el abuso infantil, en temas de investigación, en resolución de problemas. Se requiere la participación de profesionales laicos”. Y si estas personas son mujeres, tanto mejor.
En su misión diplomática al Vaticano, Kerry Robinson tenía otro objetivo más espiritual. Año tras año, las historias de los Evangelios y del Antiguo Testamento sobre las mujeres desaparecieron lentamente del calendario litúrgico, que indica las lecturas bíblicas que los fieles escuchan cada domingo. Robinson señaló este hecho a los cardenales y descubrió que algunos no habían notado que las historias habían desaparecido. “Siempre se trata de los hombres”, dice Robinson. “Van a misa constantemente y no distinguen, no piensan en esto desde la perspectiva de una mujer que va a misa el domingo”. María, la madre de Jesús, era humana. Siendo una mujer tradicional, sacó el mayor provecho de una situación extraordinaria y luego miró estoicamente el sufrimiento de su hijo. Es una historia universal. Si las historias de las mujeres y niñas de la Biblia no se cuentan, las madres e hijas dejarán de verse a sí mismas como parte del cuerpo de Cristo. Se alejarán. Y se llevarán a sus hijos con ellas. n

Con Pat Wingert, Jessica Ramirez, Ian Yarett, y Daniel Stone.

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