¿HÉROE O VILLANO?

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lunes, diciembre 20, 2010

ELECCIONES ARGENTINAS:Qué lugar tiene la reflexión estratégica




Por Alejandro Horowitz
Periodista, escritor y docente universitario.

La recuperación de la política no es, no puede ser, otra cosa que repensar los objetivos estratégicos. Con un añadido: estrategia hay siempre, se trata de saber si esta es la propia.

“El desprecio por la teoría. Eso es lo que fracasó.”
John William Cooke, “Universidad y País”. Conferencia dictada en Córdoba el 4 de diciembre de 1964, con motivo del fracaso del retorno al país del general Perón.

Qué lugar tiene la reflexión estratégica en la política nacional? ¿Tiene el mismo lugar en la oposición que en el gobierno? ¿Todos improvisan todo el tiempo? Arranquemos: las crisis no facilitan la reflexión, salvo para los que fueron capaces de preverlas. La crisis de 2001 (perfectamente evitable, bastaba salir de la convertibilidad a más tardar en el '99) le reventó en la cara a una cultura política que hizo de la improvisación diaria el valor supremo.

Es útil recordar a Carlos Vladimiro Corach, el ministro que más tiempo acompañó a Carlos Menem, enfrentando a una veintena de movileros, a las 7 de la mañana, en la puerta de su casa, para entender la improvisación como artefacto complejo. No sólo replicaba todo, sino que instalaba con ese sencillo método la agenda política del día. Conviene no equivocarse, Corach sobraba porque nadie calaba más hondo, porque la batalla ideológica había sido planetariamente ganada por el neoliberalismo. Entonces, la estrategia la fijaban los organismos financieros internacionales, el Consenso de Washington, y a Corach le quedaban las justificaciones de circunstancia. Esa era la división mundial del trabajo: estrategia en manos del poder global, táctica para los poderes subalternos.

El Muro de Berlín había caído, y Menem instauró el nuevo orden sin mayores matices en la sociedad argentina. Pocas veces el FMI y el Banco Mundial tuvieron un alumno más aplicado, y menos veces aun una sociedad acompañó tan catastrófico programa con mayor alegría. Era la época en que el menemismo todavía argumentaba, y sus sencillos apotegmas a lo Narosky ("agrandar el país es achicar el estado") sonaban a música celestial. Esa era toda la teoría.

El antiperonismo se volvió una práctica casi imposible, hasta Mariano Grondona explicaba entonces los pecados del liberalismo argentino. Decía en su programa de TV: El liberalismo estaba preocupado por la flotación sucia del dólar en 1976, sin percibir que en el Río de la Plata flotaban cadáveres. Por cierto, estoy citando de memoria, pero esa era la idea. La “autocrítica” –de algún modo hay que llamarla– era posible, porque los ejecutores materiales de la nueva política económica –que continuaba punto por punto a Martínez de Hoz, y al ingeniero Celestino Rodrigo– asombraron a los viejos gorilas. El cuarto peronismo había asumido la nueva orientación del bloque de clases dominantes como propia.

Adjudicarle alguna clase de orientación estratégica propia al gobierno de Fernando de la Rúa parece excesivo. Para salir de la Convertibilidad, convocó a Domingo Cavallo. La “madre de la criatura” –el padre era Menem– se haría cargo de ponerle fin. Y la operación tuvo tantas idas y venidas, el propio Cavallo actuó con tantos remilgos para garantizar el negocio de los bancos, que terminó explotándole en la cara. Entonces, esa estrategia global resultaba inaplicable y dibujó en los hechos otra cosa. Ni táctica, ni estrategia, la solución argentina, Eduardo Duhalde.

Una sociedad donde la compacta mayoría ha sido brutalmente dañada, no tiene ningún otro camino político que intentar recuperarla o, y la disyunción no es exactamente retórica, masacrarla. Entre estos dos topes osciló, y todavía oscila, la política nacional. La denominada política de seguridad cero, los enemigos estratégicos del garantismo jurídico, los integrantes naturales del partido del orden propician, lo digan o lo callen, el partido de la masacre. Con un especioso argumento: “la sociedad debe defenderse”; no sólo no se proponen revertir nada, sino hacerle saber al primero que proteste, y corte una ruta o una calle, que recibirá una pedagogía brutal.

Ese fue el comportamiento del 2001, esa es la lógica del discurso racista y xenófobo de Mauricio Macri, y en esa línea deben interpretarse las declaraciones de la doctora Elisa Carrió. La diputada no sólo sostuvo que era un “despropósito” que la Policía Federal enfrente desarmada las protestas –después de los sucesos de Villa Soldati, y el asesinato de Mariano Ferreyra–, además explicó: “Van a generar que los efectivos no hagan nada, y la gente avance sobre ellos.” Sólo la amenaza de muerte sostenida en el asesinato continuo garantiza –según Carrió– el contrato social. Y cada vez que la dinámica de la protesta amenace desbordar, en la realidad o la ficción, las fuerzas represivas actuarán. Es decir, volverán a matar pobres.

Y esa táctica miserable es el resultado de la más completa ausencia de estrategia colectiva.

Volvamos al inicio. El gobierno nacional desde el 2003 puso el eje en evitar la represión de la protesta social. Tan lejos llevó las cosas que frente al lock out patronal, que amenazó el abasto de los grandes centros urbanos, guardó una peligrosa pasividad. Para asegurarse del cumplimiento de sus instrucciones no represivas, la fuerza de control fue la Gendarmería. El ministro del Interior ya sabía que la Policía Federal no era un instrumento fiable. Depurar la Federal era, es, una necesidad sistémica; después de todo, se trata de la institución que mejor librada salió –por el momento– de la restructuración impuesta a las FF AA y la Bonaerense. Democratizar la Federal no equivale a dejar fuera de servicio a una camada de oficiales superiores. Un cambio de orden requiere algo más que un cambio de jefes. Dicho de un tirón: el control de la institución no puede evitar una inquisitiva mirada de la sociedad civil y de sus propios subalternos. Es decir, otra política de seguridad, como parte de otra política nacional.

Retomemos el hilo. La recuperación de la política no es, no puede ser, otra cosa que repensar los objetivos estratégicos. Con un añadido: estrategia hay siempre, se trata de saber si esta es la propia. Desde el momento en que el gobierno debió enfrentar la estrategia anterior, y efectivamente lo hizo, puede pensar que el enfrentamiento per se contiene una respuesta propia. Ese es el punto. Ganar las elecciones es la condición de posibilidad de una estrategia propia, pero no sustituye su existencia. Y por el momento, a lo sumo, podemos hablar de una en construcción.

El arco de partidos opositores firmó un pacto de no agresión entre sus miembros. El Peronismo Federal, el PRO, y todas las vertientes del radicalismo, lo integran. Ese pacto contiene una renuncia explícita: cambiar el viejo modelo. La estrategia propia es una mala palabra, y todos sus integrantes renuncian y denuncian a quien intente tan ambicioso proyecto. Por eso, entre los instrumentos requeridos para la victoria de 2011 está la enunciación de un nuevo proyecto sudamericano como soporte que articula la estrategia política nacional. Sin ese eje estratégico –donde la relación con los migrantes de los países limítrofes no es un asunto menor– la victoria electoral no aportará tanto. El oficialismo demostró que puede gobernar siendo minoría en el Congreso, incluir en el orden del día un programa estratégico cambiará la calidad del debate. Y de eso se trata.

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