La columna El mundo Mundial de Martín Caparrós comenta día tras día lo que sucede en Rusia 2018.
BUENOS AIRES — La gran época de las Internacionales ha pasado. La Tercera Internacional, la Cuarta Internacional, la Internacional Psicoanalítica, la Organización Internacional del Trabajo y otros entes más o menos dinosaurios agonizan. Solo siguen pujantes la Federación Internacional del Fútbol Asociación (FIFA) y la Internacional del Chiste, esos señores encerrados en el sótano de un edificio de los años veinte de una calle arbolada que inventan sin parar los chistes que después distribuirán por todo el mundo.
Los chistes son los mismos en todos los países; solo cambian sus protagonistas. Los argentinos los contarán sobre gallegos, los españoles sobre leperos, los italianos sobre meridionales, los colombianos sobre pastusos, los franceses sobre belgas. (“Escuchen, muchachos, me acaban de contar el último de belgas —anuncia el bromista consuetudinario cuando llega—. Pero hombre, yo soy belga —lo interrumpe uno—. No se preocupe, se lo cuento dos veces”, reza el más cruel, el metachiste).
Hoy, en la antigua Leningrado, la Bélgica infinitamente chistada tenía su mejor oportunidad de vengarse de Francia desde hace siglo y medio, cuando su rey Leopoldo le sopló media Congo. Y su partido fue un chiste.
Pero un chiste malo: hoy Bélgica fue una Argentina que sí hubiera funcionado. Una defensa vacilante, un mediocampo ríspido, una delantera amenazante pero inane y un jugador extraordinario que se cansó de cambiar de ritmo y dirección y gambetear y deslumbrar con la pelota. El problema fue que Eden Hazard no encontró en De Bruyne y Lukaku –“el artillero belga de origen congolés”– la compañía que precisaba y peleó solo. Así que, pese a controlar largos pasajes, Bélgica llevó poco peligro. Y el poco que llevó chocó contra un arquero soberbio: Lloris hizo dos o tres atajadas que lo consagran. Entre él y Subasic, el penalista croata, estará el mejor del Mundial.
Mientras tanto Francia, con Pogba, Matuidi, Mbappé y Griezmann, consiguió circular mejor la pelota, tocar con elegancia y eficacia, pero tampoco pudo acercarse franco al arco belga. Para eso, por supuesto, estaba el córner.
El córner ha sido tan despreciado últimamente. El Barcelona, por ejemplo, impuso esa forma boba de desperdiciar los corners que consiste en salir jugando desde la esquina —y, muchas veces, terminar dándole la pelota a tu cinco o tu arquero—. Últimamente llegó a ser levemente antiguo, casi vulgar, echar un buen centro a la olla. Este Mundial se rebeló.
Esta es, en general y con perdón, la copa de la pelota parada. De sus 158 goles, 69 vinieron de penales, tiros libres, corners, laterales. Es casi el 44 por ciento, mucho más que lo habitual en Mundiales anteriores y en cualquier campeonato nacional. Si no fuéramos, por naturaleza, extremadamente prudentes, diríamos que es un asquito: la prueba más clara de un fútbol que no sabe cómo cocinar y ahora compra comida congelada.
De los cuatro partidos de cuartos, tres se abrieron con goles de córner y la semifinal de esta tarde encontró así su único gol: al empezar el segundo tiempo Griezmann centró con su precisión habitual y Umtiti fue a cabecear, como mandan las reglas, buscando la pelota, adelantándose a toda la defensa.
Así que Francia ya tenía su gol, su mejor chiste. A Bélgica le quedaban 40 minutos para empatar y salvar la semi: no estuvo ni cerca. En cambio los franceses armaron un par de jugadas de una belleza casi Sèvres, porcelana antigua. Mbappé empeñado en tirar tacos, Griezmann caracoleando, Giroud perdiéndose algunos de los mejores goles del Mundial con su pesadez perfectamente gala.
Mientras, el pobre espectador sudaca sufre: es duro ver fútbol como experiencia puramente estética. Intenta tomar partido —por Francia o por Bélgica, digamos, para sentir el cosquilleo— pero no funciona. No encuentra la manera de apasionarse por uno o por otro. Entonces se transforma en un espectador tontamente exigente, uno que quiere que la violonchelista entre exactamente donde debe, que el gordo de los timbales no les pegue muy fuerte, que el director no insista con esos gestos excesivos, que los goles no sean de tiro libre: uno insoportable.
Son los problemas de venir de un país con ínfulas futboleras pero malo. Uno que, ahora, empieza a jactarse de que fue eliminado por el futuro campeón, y que “somos los únicos que le hicimos tres goles” y que entonces tan malos no debemos ser.
Todo muy bonito. Mientras ciertos periodistas se transmutan en sirenas y cantan en falsete, los dirigentes de la Asociación del Fútbol Argentino quieren echar a su empleado Jorge Sampaoli pero prefieren no pagarle el despido desmesurado que ellos mismos pactaron, así que no lo despiden sino que arman operaciones de prensa para desprestigiarlo más aún. No es fácil; lo intentan. Una selección con un director técnico que sus dirigentes quieren difamar a toda costa podría considerarse una rareza o, incluso, un chiste. Nada que la Argentina, orgullosa productora de esas cosas, no consiga sin esfuerzo aparente. La Francia, mientras tanto, se sigue riendo en un rincón: si quiere, dice, se lo cuento de nuevo.
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