El enigma sin resolver de lo que nos hace humanos
Las editoriales se vuelcan en la cuestión profunda de la naturaleza humana con nuevos títulos que van más allá de la filosofía y buscan respuestas en la biología evolutiva
Con todas sus pendencias seculares, la filosofía y la ciencia comparten el objetivo central de entender el mundo y nuestra posición en él. Y, en nuestros tiempos, Kant nos conduce forzosamente a Darwin, porque si toda la filosofía cabe en las cuatro preguntas del pensador prusiano —qué puedo saber, qué debo hacer, qué me cabe esperar, qué es el ser humano— y las tres primeras se pueden reducir a la cuarta, como él mismo se apresuró a señalar, el problema central de la filosofía tiene un inconfundible aroma a biología evolutiva. Llámenlo cientificismo si quieren, pero las reclamaciones a Königsberg.
Cuando salió en inglés la primera edición de este libro, las teorías eran solo siete. La actual traducción española corresponde a la séptima edición en inglés. “El número de teorías consideradas asciende ahora a trece (¡no somos supersticiosos!)”, dice Stevenson en el prefacio. Aprendemos aquí, por ejemplo, que Confucio no era tan optimista como se presenta a veces, ya que dejó dicho: “Aunque todos los seres humanos son sabios en potencia, en realidad eso sucede raras veces. Casi todos los seres humanos existen en un estado lamentable”.Las editoriales se están volcando sobre la cuestión profunda y vital de la naturaleza humana, con libros muy distintos sobre el pasado de la especie (Edward O. Wilson, Alice Roberts, Sang-Hee Lee) y sobre sus posibles futuros (Max Tegmark). Veremos todo esto más adelante, pero vamos a empezar por una obra más abarcadora y singular, en cierto modo más académica pero destinada, en cualquier caso, a todo tipo de estudiantes y al lector general: Trece teorías de la naturaleza humana, editada por el filósofo Leslie Stevenson y escrita en colaboración con otros tres autores, recién publicada por Cátedra.
LECTURAS
Confucio es solo el principio. La obra pasa luego, de forma sistemática pero incruenta, por el hinduismo upanisádico, que identificó (correctamente) la unidad profunda de todos los seres vivos, humanidad incluida; el budismo, que considera falso que una persona consista en un yo autónomo, inmutable y permanente; Platón, con su estructura tripartita del alma inmortal; Aristóteles, la Biblia, el islam, la Edad Media, Kant, Marx, Freud, Sartre y Darwin (por ese orden).
La mayor novedad es un capítulo de la filósofa Charlotte Witt sobre las teorías feministas de la naturaleza humana. Ya sabemos de los riesgos de juzgar el pasado con las gafas del presente, pero lo cierto es que todo repaso de una autora feminista a la historia del pensamiento revela a cualquier filósofo clásico como un ceporro cegado por sus incomprensibles prejuicios. Ahí está Rousseau considerando “demostrado que los hombres y las mujeres no son, ni deben ser, formados de manera semejante en temperamento y carácter” y defendiendo por tanto la segregación educativa. O Aristóteles con su ocurrencia de que las hembras son “machos deformes”, y que las mujeres no pueden alcanzar la plena realización de sus capacidades humanas.
“Dado este bagaje histórico”, concluye Witt, “es razonable plantearse si el concepto de naturaleza humana tiene algo que ofrecerle a la teoría feminista”. Es razonable, desde luego. Al menos mientras sigamos considerando a Aristóteles la autoridad en este tema. En realidad, este pseudoproblema filosófico empezó a resolverse, ya en vida de Rousseau, por la pensadora ilustrada y pionera del feminismo Mary Wollstonecraft. En su libro de 1792 Vindicación de los derechos de la mujer, refutó a Rousseau y presentó sus argumentos a favor de la naturaleza racional de la mujer, pese a su deficiente educación, y por la igualdad de educación y derechos políticos con los hombres. Los conservadores la empezaron a llamar “la hiena con faldas”. Su hija fue la creadora de Frankenstein, el monstruoso sueño de la razón que cumple ahora 200 años.
En nuestros tiempos hay toda una estirpe nueva de polímatas que provienen de la ciencia, pero tal vez el decano de todos ellos sea Edward O. Wilson (la O. es de Osborne, aunque eso no suele citarse). Cumplió 89 años el mes pasado, pero es obvio que sigue en buena forma. Nacido en Birmingham, Alabama, y referencia de la biología de Harvard durante casi toda su vida, Wilson se hizo famoso en círculos científicos en 1975, cuando publicó Sociobiología: la nueva síntesis,una nueva disciplina que investigaba la base genética del comportamiento humano.
Allí se proponía por primera vez que los principios biológicos esenciales en que se fundamentan las sociedades animales son extrapolables a los humanos. Eso no gustó nada al establishment académico, menos aún en la margen izquierda del espectro científico (Gould, Lewontin). Pero el tiempo y, sobre todo, la realidad le han dado la razón. La ideología sirve para alcanzar objetivos políticos, pero no para hacer ciencia. El mundo es como es, no como queremos que sea, y cerrar los ojos a la evidencia científica es la vía más segura hacia el fracaso de nuestros mejores ideales. Sin aceptar la realidad, nunca vamos a saber cómo arreglarla.
El último libro de Wilson, publicado en español el mismo año que en inglés, se llama Los orígenes de la creatividad humana (Crítica) y — puede que esto sorprenda a sus críticos— pone en igualdad de condiciones a las ciencias y a las humanidades para explorar y explicar el fenómeno. El genio de Alabama argumenta que la creatividad es elúnico rasgo biológico que separa a nuestra especie del resto de la biología, y lo aborda desde la ciencia, que se ocupa de todo lo que es posible, y las humanidades, que tratan de todo lo que resulta concebible para la mente humana.
También hay que tener presente que, como dijo Milton, “una mente es su propio lugar, y por sí sola / puede hacer un cielo del infierno, y un infierno del cielo”. “Al coevolucionar con la estructura del cerebro”, dice Wilson, “el lenguaje liberó a la mente del animal para ser creativa, y por tanto para imaginar otros mundos infinitos en el tiempo y en el espacio, y para entrar en ellos”. El biólogo polímata también advierte, sin embargo, de que nuestra flamante creatividad humana se construyó sobre las mismas emociones exactas que experimentaban nuestros ancestros homínidos y primates, y que de esa combinación surge lo mejor y lo peor de nuestra especie paradójica.Puede que el lector esté pensando que las humanidades, entonces, ocupan un espacio intelectual infinitamente más amplio que las ciencias. Esto no es así. Uno de los pilares fundamentales de la física actual, la mecánica cuántica, va mucho, mucho más allá de lo que nuestra pobre mente es capaz de concebir. De hecho, es casi por definición inaprehensible para la intuición humana. Solo las matemáticas y la observación rigurosa del mundo nos han conducido allí, pese a todo lo cual la teoría funciona mejor que cualquier otra cosa que hayamos concebido, y es el fundamento de nuestro mundo de tecnología, computación y comunicaciones globales.
Desde tiempos de Copérnico, la ciencia no hace más que expulsarnos cada vez más lejos del paraíso terrenal imaginado por los chamanes antiguos. A nuestra especie le ha encantado siempre considerarse el núcleo puntual de la creación, pero hoy sabemos que ni la Tierra está en el centro del sistema solar, ni este está en el centro de la Vía Láctea, ni la Vía Láctea es nada más que una vulgar galaxia entre la infinidad de las que vagan por el cosmos. Ni siquiera el cosmos parece ser único, sino tan solo una versión posible de un multiverso tal vez infinito. Todo esto no solo hace volar la cabeza, sino que constituye una indudable humillación para nuestra trascendencia, ya cósmica o metafísica.
Pero siempre queda un asidero, y a menudo consiste en percibir la improbabilidad de que hayamos evolucionado. Es la vía que ha elegido la anatomista y antropóloga británica Alice Roberts en La increíble improbabilidad del ser (Pasado & Presente). Para producir un ser humano se ha tenido que dar tal concatenación de sucesos contingentes que la probabilidad combinada de todos ellos es ínfima. Roberts repasa los más importantes con minuciosidad de anatomista.
“Quizá parezca una pregunta extraña”, escribe la autora, “pero ¿te has parado alguna vez a pensar por qué tienes una cabeza? (…) Parece que tener una cabeza es un prerrequisito si eres algún tipo de vertebrado: un pez, un anfibio, un reptil, un ave o un mamífero. También tienen cabeza muchos invertebrados, pero algunos no. Para responder a la pregunta ¿por qué tenemos cabeza?, nos resultará útil saber en qué momento nuestros antepasados desarrollaron este elemento anatómico”. He aquí de nuevo el enfoque evolucionista de las cuestiones filosóficas más elementales.
El libro de Roberts está organizado como un recorrido por el cuerpo humano, que a la vez es un viaje en el tiempo, pues cada parte de nuestro cuerpo tiene un origen evolutivo, o en realidad varios, en acumulación uno detrás de otro hasta generar un resultado de exquisita improbabilidad. El origen del cráneo y de los sentidos; la forma en que un grupo de arcos branquiales se transformó en la laringe y las articulaciones maxilares que hoy nos permiten hablar; la organización segmentada del cuerpo (como se revela en las vértebras y las costillas) y nuestra relación profunda con las moscas y demás insectos y artrópodos; el pulmón y el corazón, el tubo digestivo, los genitales, las extremidades y todo lo demás.
Todo ello permeado por una sensación reconfortante de improbabilidad. “Da igual lo bien adaptado que estés si te cae un meteorito encima”, escribe Roberts en referencia al asteroide Chicxulub que cayó hace 66 millones de años sobre la península del Yucatán y causó la extinción de los dinosaurios, dejando de paso la vía libre para la diversificación de los hasta entonces marginales mamíferos primitivos. “Si Chicxulub no hubiera chocado con la Tierra, es muy poco probable que hubieran aparecido humanos en el planeta”. En todo caso, solo conocemos una historia de la vida en el universo, la de la Tierra, y en esas condiciones no hay manera de calcular la probabilidad de que haya ocurrido. Solo el tiempo dirá si la vida —y en particular la vida inteligente— es un suceso probable o si, como nos parece ahora, se trata casi de un milagro.
Hasta aquí el pasado. Del futuro, o al menos de uno de los futuros posibles, se ocupa el físico del MIT (Massachusetts Institute of Technology) Max Tegmark en Vida 3.0. Ser humano en la era de la Inteligencia Artificial (Taurus). Cualquiera que haya leído un periódico en los últimos años se habrá preguntado por las implicaciones, tanto económicas y sociales como filosóficas, del acelerado avance de la inteligencia artificial, un conjunto de sistemas destinados no ya a sustituir a las personas en sus ámbitos intelectuales, sino a superarlas. Tegmark, director del Future of Life Institute y “una de las diez personas que podrían cambiar el mundo” según la revista Forbes, es un guía de ensueño para este viaje trascendental. Cualquiera de estos libros puede ser el último que escriba un humano. Léalos.
FUTUROS POSIBLES
Lo que en la jerga ultramoderna se llama singularidad —un punto de no retorno en que las máquinas inteligentes toman el control— se remonta en realidad al matemático británico Irving Good, que escribió hace más de medio siglo: “Definamos una máquina ultrainteligente como aquella capaz de superar ampliamente todas las actividades intelectuales de cualquier hombre, por inteligente que este sea. Puesto que el diseño de máquinas es una de esas actividades intelectuales, una máquina ultrainteligente podría diseñar otras máquinas aún mejores; se produciría entonces indudablemente una ‘explosión de inteligencia”. Esa es la singularidad. “Así”, prosigue Good, “la primera máquina ultrainteligente sería lo último que el hombre necesitaría inventar, siempre que la máquina fuese lo bastante dócil para decirnos cómo mantenerla bajo nuestro control”. En esta sola frase del matemático se encierra un mundo de futurismo y mil de ciencia-ficción. Max Tegmark no cree fanáticamente en esa posibilidad, pero tampoco la descarta en absoluto. Su libro es un análisis de esos futuros posibles.
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