Adopta a un andaluz
Los andaluces son
pequeños, peludos, suaves, tan blandos por fuera que se diría todo de
algodón. Ténganlo en cuenta para sus deseos navideños: adopten a un
andaluz, como se adopta a un tamagochi, a un bonsái, a uno de esos niños
de Asia que, como los de Andalucía según Ana Mato, estudian en el
suelo, aunque uno se pregunta todavía si tanto le preocupaba por qué no
les envió a los payasos que sobraban de sus fiestas de la Gürtel.
No cuidan sus símbolos: su padre de la patria, un simple notario, lleva
ocho décadas desparecido en las fosas comunes y en los últimos cuarenta
años han sido incapaces de descubrir quién mató a su mártir.
Probablemente un merdellón de Málaga al que le dio por manifestarse un 4
de diciembre de 1977, sin saber que la transición democrática española
fue ejemplar, modélica, pacífica, sin daños colaterales.
Ni tienen ocho apellidos ni RH; los andaluces están tan
faltos de cariño que admiten a cualquiera que decida irse a sobrevivir
con ellos, sin preguntarle sus intenciones, su linaje ni su titulación.
Incluso se enfadan cuando encierran a los inmigrantes desharrapados, que
llegan a sus costas en barcas de juguete, en cárceles sin abrir o en
CIEs que sería mejor cerrar. No me extraña. Es el único sitio en el que
los gitanos se encontraron como en casa e incluso inventaron juntos un
idioma común, hecho de extraños jipíos, desplantes de baile y falsetas a
uña pelá.
No suelen hacer demasiadas cosas juntos,
así que no les sorprenda que acudan cada cual por separado a las
manifestaciones andalucistas, incluso convocadas en días diferentes: ellos son más del quejío en solitario que de los orfeones colectivos.
Ojú qué frío, los andaluces, les describió José Hierro. Son capaces de las mayores rebeliones, aseguró Antonio Gala,
de levantar barricadas, cortar puentes, ocupar fincas o declarar
cantones, pero llegando el 15 de julio dicen todos qué calor hace y se
van en tropel a la playa de Chipiona.
Se les imputa,
eso sí, algunos crímenes que no cometieron: la Feria de Sevilla la
inventaron un catalán y un vasco, pero es rigurosamente cierto que estos
especímenes son capaces de trasnochar bailando extrañas mudanzas y
madrugar al día siguiente con la precisión y entrega de cualquier siervo
de la gleba en los paraísos precarios del neoliberalismo.
Se dice que, de zagales, todos cayeron como Obelix en una marmita de
gazpacho, salmorejo, gazpachuelo o sobrehúsa. Pero su mayor secreto
probablemente consista en que salieron ilesos de todas las civilizaciones
e incluso conservaron la turbia esperanza en que, más temprano que
tarde, les dejen ser ellos mismos sin intentar convertirlos en
marionetas en serie.
Tragan carretas y carretones,
ténganlo en cuenta. No se enfadan si la carga de trabajo de los
astilleros de la Bahía de Cádiz decide el Gobierno de pronto que vaya a
otra comunidad más propensa a las gaviotas, ni por estar dos años sin
tren en Granada. Pero se toman muy a mal que sus equipos no rocen la
Champion y que tengan su acento todos los graciosos de la tele.
Son de muy buen conformar, debo decirlo antes de que formalicen su
adquisición. Seguro que harán chistes de catalanes, de vascos o incluso
de gallegos. Pero no les discutirán su legítimo
derecho a tener derecho, a ser naciones o lo que quieran ser, siempre y
cuando no quieran ser más que ellos: si decidieran declarar
unilateralmente su independencia, probablemente no habría demasiadas
empresas que se fueran porque ya se las esquilmaron en el siglo XIX o en
los trapicheos eléctricos del IBEX 35. Sus últimos bastiones se
rindieron con sus bodegas cuando llegó el Sir Francis Drake de la
globalización.
Eso sí, antes de adquirirlos,
consulten a un logopeda. Los andaluces hablan un español raro, al que le
faltan letras; una jerga que no es castellana, sino propia de la
germanía, una especie de virus que se encargaron de exportar a Canarias,
a América y a las telenovelas. El Centro Superior de Investigaciones
Científicas intenta averiguar qué les ocurre: son capaces de aprenderse
de carrerilla un trabalenguas antes que una sencilla oración compuesta
en inglés. Quizá sea porque les habitaron todas las lenguas del
Mediterráneo, porque fueron un imperio de tres religiones, y esas cosas
dejan huella, le estropean la genética a cualquier raza aria, les hacen
hablar cualquier lengua por señas o no les importa que su marca se la
apropie el resto del Estado, ya sea el catalán Picasso o el madrileño Joaquín Sabina.
Resulta sumamente extraño que siendo tan analfabetos como realmente
dicen que son, hayan fabricado a una legión de poetas, desde Fernando de Herrera a Javier Ruibal. Probablemente sea porque son flojos por naturaleza y escribir versos cuesta naturalmente menos que A la rechèrche tu temps perdu.
Tienen contraindicaciones, ya se lo digo. Apenas van a misa pero arrastran multitudes detrás de los santos. No conviene machacarles demasiado la dignidad
porque son capaces de darle la vuelta a cualquier referéndum,
contribuir a levantar cualquier lugar del mapa donde reciban un sueldo
justo o emigrar al otro extremo de los sueños para ensayar la melancolía
de descubrirse finalmente andaluces lejos de su tierra.
A la gente, en general, les resultan graciosos, pero en realidad no
despiertan grandes simpatías: andan todo el tiempo reprochándoles que
están subvencionados, que comen del pesebre, del PER, de la economía
sumergida, como si no tuvieran derecho a ser pobres de solemnidad, como
si no pudieran ni siquiera ser aquellos que no tienen nada y hasta la
tranquilidad de la nada se les niega, como gritaban Federico García Lorca y La Cuadra en su montaje “Los Palos”.
En el momento de formalizar la adopción, deberían registrarlos. A
primera vista, no lo parece, pero en cualquier lugar de su alma esconden
un pito de carnaval, un indalo, el dulce olor de la biznaga, aceitunas
de mesa indicadas para cualquier anti-dumping, cordobanes de siglos,
carabelas sin miedo o canciones de la vega. Y, a su vez, una pintoresca bandera escrita en blanca y verde. Cuando la sacan a la calle en muchedumbre suelen ser invencibles.
Adóptenlos, si quieren, pidan que les manden fotos a sus padrinos, vayan a visitarlos de tarde en tarde. Pero, a pesar de las apariencias, por su bien les pido que no se los tomen a broma. Jamás digan que no les he avisado. Yo mismo soy uno de ellos.
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