Una gran revolución astronómica
Este 10 de diciembre, como cada año, durante una deslumbrante ceremonia en Estocolmo, se entregan los Premios Nobel 2017
(salvo el de la Paz que tradicionalmente se entrega en Oslo). Para la
ocasión, la Fundación Nobel lleva meses de preparativos que culminan en
la llamada Semana Nobel, la previa al día de entrega, con los premiados
ya en Suecia participando en actos diversos. Más de 2.000 personas están
invitadas a la ceremonia final que tiene lugar en el Palacio de
Congresos de la capital sueca bajo la presidencia del rey Carlos Gustavo, quien entrega las medallas y diplomas a los premiados. Es la gran fiesta mundial de las letras y las ciencias.
El Premio Nobel de Física de este año, que se anunció en octubre, reviste un interés muy especial para los astrónomos y para los cosmólogos, pues viene a premiar las espectaculares detecciones de ondas gravitacionales, la primera de las cuales tuvo lugar el 14 de septiembre de 2015. Esa detección constituyó un hito científico histórico de primera magnitud al culminar unas búsquedas experimentales, que ya duraban más de medio siglo, en las que habían estado involucrados decenas de miles de investigadores e ingenieros.
Pero la historia de las ondas gravitacionales se remonta más atrás en el tiempo, concretamente al año 1915, momento en el que Einstein enunció su Teoría de la Relatividad General. Esta teoría prodigiosa, una de las obras más bellas y abstractas producidas en la historia de la humanidad, nos describe la realidad física como un intrincado entramado de espacio, tiempo, materia y energía en el que cada uno de estos ingredientes tiene un efecto sobre los otros. Se trata de un mundo físico de propiedades sorprendentes, muy diferente a aquél de Newton en el que espacio y tiempo eran unos marcos absolutos e inalterables en cuyo seno tienen lugar los movimientos de los cuerpos materiales.
En el universo de Einstein, una masa situada en una zona del espacio hace que, en su entorno, el tiempo transcurra más lentamente y que el espacio se deforme y, a su vez, esta deformación determina el movimiento de otros objetos próximos. Una consecuencia teórica e ineludible de la Relatividad General es que cuando las masas se mueven de manera acelerada deben producir unas ondulaciones o arrugas en el espacio-tiempo que son conocidas como ondas gravitacionales. Al propagarse, estas ondas comprimen el espacio en algunas zonas y lo estiran en otras. Es de destacar que, por esas maravillas que suceden en la Física, las ondas gravitacionales se propagan a la misma velocidad que las ondas electromagnéticas, esto es, la velocidad de la luz.
Las fluctuaciones producidas en el espacio por estas ondas tienen un tamaño típico que es una milésima parte del tamaño de un protón. Para llegar a detectarlas se necesitaban, por un lado, grandes masas en movimiento, como las contenidas en un sistema binario de agujeros negros. Y además, se precisaban unos detectores de altísima sensibilidad, como el LIGO (en Estados Unidos) o el VIRGO (en Italia), sistemas de detección que funcionan por el principio de interferometría láser y que representan un auténtico alarde tecnológico en la ingeniería óptica y mecánica. Como decíamos, son sistemas capaces de detectar distorsiones del orden de 10-18 metros en una longitud, la milésima parte del tamaño de un protón.
Tras la primera detección del 14 de septiembre de 2015, LIGO detectó otros tres episodios, todos ellos debidos a la fusión de dos agujeros negros con masas del orden de unas cuantas unidades o decenas de masas solares. Pero la comunidad astrofísica se revolucionó quizás más aún el 17 de agosto de 2017, cuando tanto LIGO como VIRGO detectaron un nuevo episodio de ondas gravitacionales. La detección fue comunicada inmediatamente a todos los observatorios del mundo. Tan solo dos segundos tras la detección gravitacional, un brote de rayos gamma fue detectado con los telescopios espaciales Fermi (NASA) e INTEGRAL (ESA) en una región en torno la galaxia elíptica NGC4993.
En la mayor campaña coordinada de observación de la historia de la astronomía, un gran número de telescopios terrestres y espaciales -entre los que se encontraban casi todos los mayores- apuntaron hacia esa zona del cielo. No se trataba de una búsqueda fácil, pues el área a explorar era unas 150 veces más extensa que la luna llena y se encontraba relativamente próxima al Sol, por lo que sólo era posible observarla en el óptico durante una hora tras el crepúsculo. Pero a pesar de ello, 11 horas después y en un intervalo de tan solo 90 minutos, media docena de telescopios de gran campo habían identificado la aparición de una nueva fuente luminosa en NGC4993 y, a continuación, los telescopios mayores del mundo (tanto desde tierra como desde el espacio) comenzaron observaciones detalladísimas de ese nuevo punto de luz.
Desde agosto hasta ahora, miles de astrónomos han estado trabajando en el análisis de las masivas observaciones. La conclusión es que el evento del 17 de agosto de 2017 se produjo mediante la fusión catastrófica de dos estrellas de neutrones cuya masa conjunta era de 2,8 veces la masa del Sol. Evidentemente, estas observaciones pioneras abren posibilidades completamente nuevas y están llamadas a originar una auténtica revolución astrofísica. Ahora ya es posible estudiar el comportamiento y composición de objetos sumamente masivos y compactos como las estrellas de neutrones, que concentran una masa mayor que la del Sol en una esfera de diámetro comparable al tamaño de una gran ciudad. Las ondas gravitacionales nos proporcionan una nueva herramienta para observar fenómenos que no eran observables previamente, nos abren una nueva ventana al universo.
Para la entrega de los Nobel, se eligió la fecha del 10 de diciembre por conmemorar el fallecimiento de Alfred Nobel, el inventor de la dinamita y poseedor de 355 patentes, quien llegó a amasar esa inmensa fortuna con la que puso en marcha su Fundación. Aunque relacionado con los explosivos, Nobel fue un pacifista y hombre de letras, además de ingeniero. En el invento de la dinamita, a Alfred Nobel le debió mover la muerte accidental de su propio hermano Emil cuando manejaba nitroglicerina. La dinamita constituyó una gran innovación: al absorber la nitroglicerina en un material poroso se disminuían los riesgos en el manejo de los explosivos, facilitando su manejo y las operaciones para la detonación.
Vemos pues que las motivaciones de la invención de la dinamita y de la detección de ondas gravitacionales fueron de índole muy diferente. Sin embargo, como en el caso de la dinamita, la detección de ondas gravitacionales conlleva una gran dosis de innovación tecnológica. Las décadas de ingeniería invertidas en los observatorios gravitacionales han supuesto crear sistemas tecnológicos de altísima precisión en los que, por ejemplo, los mecanismos de aislamiento y de suspensión de los espejos protegen los experimentos de todas las perturbaciones imaginables, aunque sean mínimas, como las debidas a la agitación térmica de los átomos en los detectores, o a los microseísmos, por citar algunas. Naturalmente, estos desarrollos tecnológicos son una dinamita innovadora que puede ser utilizada, ahora y en el futuro, en muchísimas otras aplicaciones. La inversión en ciencia puede tardar décadas en dar sus frutos, pero nunca defrauda.
El Premio Nobel de Física de este año, que se anunció en octubre, reviste un interés muy especial para los astrónomos y para los cosmólogos, pues viene a premiar las espectaculares detecciones de ondas gravitacionales, la primera de las cuales tuvo lugar el 14 de septiembre de 2015. Esa detección constituyó un hito científico histórico de primera magnitud al culminar unas búsquedas experimentales, que ya duraban más de medio siglo, en las que habían estado involucrados decenas de miles de investigadores e ingenieros.
Pero la historia de las ondas gravitacionales se remonta más atrás en el tiempo, concretamente al año 1915, momento en el que Einstein enunció su Teoría de la Relatividad General. Esta teoría prodigiosa, una de las obras más bellas y abstractas producidas en la historia de la humanidad, nos describe la realidad física como un intrincado entramado de espacio, tiempo, materia y energía en el que cada uno de estos ingredientes tiene un efecto sobre los otros. Se trata de un mundo físico de propiedades sorprendentes, muy diferente a aquél de Newton en el que espacio y tiempo eran unos marcos absolutos e inalterables en cuyo seno tienen lugar los movimientos de los cuerpos materiales.
En el universo de Einstein, una masa situada en una zona del espacio hace que, en su entorno, el tiempo transcurra más lentamente y que el espacio se deforme y, a su vez, esta deformación determina el movimiento de otros objetos próximos. Una consecuencia teórica e ineludible de la Relatividad General es que cuando las masas se mueven de manera acelerada deben producir unas ondulaciones o arrugas en el espacio-tiempo que son conocidas como ondas gravitacionales. Al propagarse, estas ondas comprimen el espacio en algunas zonas y lo estiran en otras. Es de destacar que, por esas maravillas que suceden en la Física, las ondas gravitacionales se propagan a la misma velocidad que las ondas electromagnéticas, esto es, la velocidad de la luz.
Las fluctuaciones producidas en el espacio por estas ondas tienen un tamaño típico que es una milésima parte del tamaño de un protón. Para llegar a detectarlas se necesitaban, por un lado, grandes masas en movimiento, como las contenidas en un sistema binario de agujeros negros. Y además, se precisaban unos detectores de altísima sensibilidad, como el LIGO (en Estados Unidos) o el VIRGO (en Italia), sistemas de detección que funcionan por el principio de interferometría láser y que representan un auténtico alarde tecnológico en la ingeniería óptica y mecánica. Como decíamos, son sistemas capaces de detectar distorsiones del orden de 10-18 metros en una longitud, la milésima parte del tamaño de un protón.
Tras la primera detección del 14 de septiembre de 2015, LIGO detectó otros tres episodios, todos ellos debidos a la fusión de dos agujeros negros con masas del orden de unas cuantas unidades o decenas de masas solares. Pero la comunidad astrofísica se revolucionó quizás más aún el 17 de agosto de 2017, cuando tanto LIGO como VIRGO detectaron un nuevo episodio de ondas gravitacionales. La detección fue comunicada inmediatamente a todos los observatorios del mundo. Tan solo dos segundos tras la detección gravitacional, un brote de rayos gamma fue detectado con los telescopios espaciales Fermi (NASA) e INTEGRAL (ESA) en una región en torno la galaxia elíptica NGC4993.
En la mayor campaña coordinada de observación de la historia de la astronomía, un gran número de telescopios terrestres y espaciales -entre los que se encontraban casi todos los mayores- apuntaron hacia esa zona del cielo. No se trataba de una búsqueda fácil, pues el área a explorar era unas 150 veces más extensa que la luna llena y se encontraba relativamente próxima al Sol, por lo que sólo era posible observarla en el óptico durante una hora tras el crepúsculo. Pero a pesar de ello, 11 horas después y en un intervalo de tan solo 90 minutos, media docena de telescopios de gran campo habían identificado la aparición de una nueva fuente luminosa en NGC4993 y, a continuación, los telescopios mayores del mundo (tanto desde tierra como desde el espacio) comenzaron observaciones detalladísimas de ese nuevo punto de luz.
Desde agosto hasta ahora, miles de astrónomos han estado trabajando en el análisis de las masivas observaciones. La conclusión es que el evento del 17 de agosto de 2017 se produjo mediante la fusión catastrófica de dos estrellas de neutrones cuya masa conjunta era de 2,8 veces la masa del Sol. Evidentemente, estas observaciones pioneras abren posibilidades completamente nuevas y están llamadas a originar una auténtica revolución astrofísica. Ahora ya es posible estudiar el comportamiento y composición de objetos sumamente masivos y compactos como las estrellas de neutrones, que concentran una masa mayor que la del Sol en una esfera de diámetro comparable al tamaño de una gran ciudad. Las ondas gravitacionales nos proporcionan una nueva herramienta para observar fenómenos que no eran observables previamente, nos abren una nueva ventana al universo.
Para la entrega de los Nobel, se eligió la fecha del 10 de diciembre por conmemorar el fallecimiento de Alfred Nobel, el inventor de la dinamita y poseedor de 355 patentes, quien llegó a amasar esa inmensa fortuna con la que puso en marcha su Fundación. Aunque relacionado con los explosivos, Nobel fue un pacifista y hombre de letras, además de ingeniero. En el invento de la dinamita, a Alfred Nobel le debió mover la muerte accidental de su propio hermano Emil cuando manejaba nitroglicerina. La dinamita constituyó una gran innovación: al absorber la nitroglicerina en un material poroso se disminuían los riesgos en el manejo de los explosivos, facilitando su manejo y las operaciones para la detonación.
Vemos pues que las motivaciones de la invención de la dinamita y de la detección de ondas gravitacionales fueron de índole muy diferente. Sin embargo, como en el caso de la dinamita, la detección de ondas gravitacionales conlleva una gran dosis de innovación tecnológica. Las décadas de ingeniería invertidas en los observatorios gravitacionales han supuesto crear sistemas tecnológicos de altísima precisión en los que, por ejemplo, los mecanismos de aislamiento y de suspensión de los espejos protegen los experimentos de todas las perturbaciones imaginables, aunque sean mínimas, como las debidas a la agitación térmica de los átomos en los detectores, o a los microseísmos, por citar algunas. Naturalmente, estos desarrollos tecnológicos son una dinamita innovadora que puede ser utilizada, ahora y en el futuro, en muchísimas otras aplicaciones. La inversión en ciencia puede tardar décadas en dar sus frutos, pero nunca defrauda.
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