Detrás del acoso sexual se esconde el abuso de poder
El escándalo que sacude a Hollywood desnuda un problema mundial que se nutre de la desigualdad y la hipocresía
Si
el terapeuta con el que Harvey Weinstein piensa tratarse, tal como lo
ha anunciado, por su adicción al sexo, fuera un profesional honesto,
admitiría que la adicción sufrida por su paciente es otra: no al sexo
sino al poder. Desde aquel famoso "derecho de pernada" que al señor
feudal le permitía, literalmente, levantarle la pierna a toda
campesinita de sus comarcas, algunos jefes, directores o patrones se
siguen considerando en posesión de ese antiguo derecho. Siglos de poder
que a ciertos hombres, si no a muchos, los lleva a identificar el placer
con la dominación.
Es lo que manifiesta la psiquiatra francesa
Marie-France Hirigoyen, coincidiendo, acaso sin saberlo, con la
antropóloga argentina Rita Segato, frente al debate sobre los acosadores
poderosos que hoy moviliza, por suerte, el mundo: la amplia gama que
abarca desde el "simple" toqueteo hasta el crimen sexual tienen que ver
con la desigualdad. Si el hombre repite la conducta del cazador frente a
su presa, la mujer acosada es presa, en efecto, de una parálisis y una
sensación de encierro y soledad que la dejan sin voz.La importancia de esta discusión consiste justamente en aclarar ese punto: no decir que no, por miedo a no perder un empleo o un papel en una película, no significa decir que sí. Una idea tan fundamental que la Universidad de Harvard ha llegado a reglamentar las relaciones sexuales dentro de su ámbito, definiendo el consentimiento como un acuerdo no tácito sino expreso, consciente y voluntario.
Carol Galand es una joven emprendedora francesa que tras el escándalo Harvey ha lanzado por las redes sociales un llamamiento intitulado Balance ton porc, denunciá o "buchoneá" a tu cerdo. Los 150.000 mensajes recibidos por Facebook durante la primera semana la convencieron de llevar el movimiento a la calle o a la "verdadera vida". La primera manifestación, unida a otra denominada Meetoo ("yo también" o "a mí también me pasó"), tuvo lugar el 29 de octubre en el escenario donde se desarrollan los grandes acontecimientos de la política francesa, la Place de la République. Varias otras ciudades de Francia respondieron presente. Al principio la idea fue denunciar al acosador o al violador con pelos y señales, pero después se decidió llevar a la marcha un cartelito con la descripción de la situación y del lugar del acoso, por ahora sin nombre ni apellido del agresor y a la espera del momento en que cada víctima pueda llevar su caso ante la justicia. Algunos hombres participaron diciendo: "Vengo porque en mi familia o entre mis amigas no conozco a nadie que no lo haya sufrido". Pero, además, ¿cómo encontrar un modo de ser hombres que no encaje con el viejo papel? Las dudas de un muchacho interrogado al azar por el diario Libération ya representan un éxito para Balance ton porc: "Uno se hace preguntas sobre su propia falta de delicadeza. ¿En qué momento sobrepasé los límites? A lo mejor no me doy cuenta de cuando me pongo pesado, pero esta oleada de testimonios demuestra que hay un problema".
Y sin embargo hay que cuidarse de las palabras. Un hombre adicto al poder sexual no es un cerdo, sigue siendo un hombre aunque su cara nos caiga gorda. Habría que erradicar el hábito de bestializar al otro llamándolo perro, caballo o simplemente animal. Ser nuestro enemigo no significa perder la condición humana. La palabra "denunciar" tampoco es un hallazgo: aunque denunciar a un acosador no sea lo mismo que denunciar a un judío durante el nazismo, más vale buscar algo menos cargado y con menos resonancias. Pero el término menos adecuado de todos en mi opinión es "consentir", empleado por los acosadores para referirse a relaciones sexuales, según ellos, no forzosas, que el periodismo repite y hasta la citada universidad utiliza: "Yo no la obligué, ella consintió". Desde el punto de vista de una igualdad real, hablar de consentimiento implica negar el carácter activo del deseo de la mujer, un deseo propio que no se limita a una aceptación pasiva, sino que decide y actúa. De lo contrario estamos volviendo a aquella caricatura típica del pacato siglo XIX, la de la honesta esposa que no amaba el sexo porque su época se lo prohibía, pero que, abnegada, "consentía" en plegarse al ardor de su cónyuge. La mujer que no desea sino que "consiente" también es una mujer violada.
Estas torpezas verbales características de un movimiento aún en sus comienzos no ocultan lo esencial: la extraordinaria revolución de las costumbres que hoy estamos viviendo. Casi habría que agradecerle a ese "cerdo" llamado Harvey, al que esta vez, literalmente, se le fue la mano, por haber destapado la olla a escala mundial. En EE.UU., el célebre fotógrafo Terry Richardson expulsado por la empresa Condé Nast; en Quebec, el "rey de la risa" Gilbert Rozon, obligado a volverse a su casa con la cara como un tomate, sin olvidar, por supuesto, a Dominique Strauss-Kahn, la lista se alarga y el común denominador siempre es el mismo, un hombre que abusa de su poder. Todo esto siempre se ha sabido, lo nuevo es la amplitud del fenómeno y el haber roto con la ley de omertà.
El año pasado publiqué en estas páginas una nota sobre el ecologista francés Denis Baupin, acusado de lo mismo por varias de sus colaboradoras. Baupin alegó lo que muchos, que no se trataba de acoso sino de la tradición francesa del badinage, una broma ligera. (Francesa o internacional: hasta George Bush padre explicó que cuando les plantaba la palma entera a sus subordinadas en salva sea la parte, era para "ponerlas cómodas"). Pero Baupin no tuvo suerte con su alegato. Al contrario, provocó la primera reacción en cadena de la historia: diez mujeres políticas de primera línea decidieron hacer juicio a sus jefes o a sus compañeros de trabajo, en sitios tan honorables como el Parlamento. En ese momento recibí el mensaje de una lectora argentina que trabajaba en un sitio no menos prestigioso: "Lo que usted cuenta es mi drama de cada día. Vivo dudando entre renunciar porque no los soporto o en denunciarlos ante la ley".
¿Y el piropo? Ya en los años 30, Raúl Scalabrini Ortiz escribió acerca de esa tradición de origen hispánico mantenida hasta hoy, a la que claramente definía como un acoso: "Toda referencia de un porteño sobre la mujer es rencillosa? el hombre porteño en ninguna ocasión depone su perversidad verbal". Hay piropos de apariencia menos agresiva, es cierto, pero para que nos entendamos sugiero un ejercicio imaginario que consiste en pasar momentáneamente de un bando al otro. Usted es un hombre que camina distraído por la calle y una mujer le dice: "Qué lindos ojos". De manera inconsciente, usted se arregla el pelo, incómodo. Lo han elogiado pero también, al dirigirle una observación que usted no ha solicitado, lo han invadido. ¿Hay algo más intrusivo que una evaluación de sus atributos, aunque pase el examen? ¿Y el resto qué le habrá parecido a esa chica, qué nota le habrá puesto, 10, 9, menos? Ya está, el ejercicio ha terminado, sólo se trataba de experimentar en carne propia la persecución, el hostigamiento de una mirada y una palabra que, aprobatorias o denigrantes, al ponerlo en exposición dentro de una vidriera también le quitan su condición humana.
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