El penúltimo misterio de la Transición
Un libro revela las actas de la comisión parlamentaria que investigó la muerte del estudiante García Caparrós en 1977
Es mediodía del 4 de diciembre de 1977 y un joven de 18 años se desangra en una acera de Málaga,
herido de bala. Dos millones de andaluces se manifestaban ese día, en
todas las ciudades, con los diputados de la legislatura constituyente.
El lema era Libertad, amnistía y Estatuto de Autonomía.
En la capital de la Costa del Sol, travestida por la lluvia, el
ambiente familiar de la marcha se desarma cuando un joven escala por la
fachada de la Diputación para colgar la bandera blanquiverde que había
prohibido su presidente, un franquista duro de miopía cerril. En ese
momento se da orden a los antidisturbios de lanzar una carga; y las
lecheras desatan el caos de sirenas entre humo y una lluvia de bolas de
goma por las aceras mojadas.
La estampida colisiona con el retorno de la cabecera en la Alameda. Frente al cuartel de la Policía Armada hay piedras e insultos y se responde con disparos al aire. Algunas balas, sin embargo, no apuntan al cielo encapotado. Así se inician dos días de furia en la ciudad, sitiada por los antidisturbios en estado de excepción. Pero una trama de silencios y complicidades iba a enterrar la verdad. La Mesa del Congreso acaba de vetar, transcurridas cuatro décadas, la difusión de las actas de la comisión parlamentaria; mientras la izquierda se disputa la fecha del 4-D con el legado moral del andalucismo.
Treinta años después de 1977, más allá del ritual de llevar flores al último lugar donde se vio con vida a Manuel José García Caparrós,
se había impuesto el olvido. Sin embargo, una secretaria judicial, al
esperar cada día el ascensor ante al archivo de los juzgados, sentía la
quemazón de investigar. Se llama Rosa Burgos, y era 2004: “Yo me
manifesté festivamente en Granada aquel día, siendo estudiante de
Derecho, y allí me sacudió el estupor de ver a un joven muerto por hacer
eso mismo…”.
Para ella no fue fácil obtener el permiso y durante meses se dedicó a buscar el expediente cada saliente de guardia en los sótanos insalubres del antiguo Hotel Miramar, en esos años Palacio de Justicia, siempre bajo vigilancia. Cuando logró dar con los legajos, se los arrebataron. Sólo pudo hacer una foto con el móvil para disponer de una prueba de su existencia. Y comenzó otro vía crucis para su entrega, no antes de dictarse auto de prescripción. Entretanto, viaje a viaje a Madrid, logra acceder a las actas de la comisión parlamentaria del caso. Sólo la tenacidad de esa mujer sin método de historiadora pero con una determinación a prueba de todo, sacó la muerte de García Caparrós del armario.
Su trabajo se prolongó tres años. Por primera vez se identifica el lugar del disparo, no donde lo recogen desangrándose para subirlo a un Simca, después desaparecido, en el que moriría antes de llegar al hospital; por primera vez se cuenta cómo se invalidó la prueba de la bala que había señalado a la Policía Armada; por primera vez se identifica a los testigos silenciados; por primera vez se muestra la laxitud investigadora que, entre inhibiciones, trató de liquidar todo por la vía rápida en las semanas siguientes; por primera vez, aunque con prudencia, se apunta la autoría. Y además se pone en evidencia la trama de complicidades que destaparía también la comisión de investigación hasta atribuir los hechos a la situación socioeconómica de Málaga, como recuerda irónicamente Carlos Sanjuán, diputado del PSOE. Cuando Rosa Burgos concluyó su libro, ninguna institución –ni Ayuntamiento, ni Diputación ni Junta de Andalucía, aunque todas han concedido a Caparrós los honores de Hijo Predilecto– se presta a publicarlo. Lo haría una pequeña revista de Málaga: El Observador. El caso seguía siendo tabú, más allá de la retórica oficial.
Diez años después de La muerte de García Caparrós, Rosa Burgos ha publicado Las muertes de García Caparrós, ahora en plural, de nuevo con El Observador,
que se presenta este miércoles en víspera del 40 aniversario. “El
plural se debe al sentimiento de que Manuel José sigue muriendo por
dejación institucional”. Le indigna ver la placa colocada en 2002 de "La
Ciudad de Málaga en recuerdo de D. José Manuel García Caparrós" con el
nombre equivocado y en el sitio equivocado –paradójicamente hoy
convertido en Lugar de la Memoria Democrática– sin aludir siquiera a los
hechos. “Esa placa lo mismo podría recordar a un médico ilustre”, se
lamenta. También le entristecen las declaraciones oportunistas de
dirigentes políticos siempre apelando a la verdad que nunca les ha
interesado. Como recuerda Fernando Rivas, editor de El Observador,
“ningún partido ha hecho nada, aunque unos han hecho aún menos que
otros. A la derecha se le supone, pero el PSOE ha estado en todas las
instituciones, y también IU en la Diputación y la Junta”.
Del trabajo de Rosa Burgos queda un relato muy alejado de la comisión parlamentaria demasiado complaciente. La investigación a cargo del superior del autor del disparo se saldó rápidamente con un escrito al juzgado: “No se puede determinar qué persona causó la muerte por el desorden y agresividad de los manifestantes”. Un testigo contó cómo el actual alcalde de Málaga, entonces diputado de UCD, vio a policías con la pistola en la mano y les conminó a enfundarlas al haber mujeres y niños; pero el cabo primero M.P.R. replicó “también los policías tenemos mujeres y niños”. Poco después de la muerte de Caparrós, su pistola fue dada de baja y a él se les trasladó a otra localidad. Con el tiempo se limpiará la bala. “La muerte de Caparrós fue consecuencia de la persistencia del franquismo en las fuerzas del orden durante la Transición”, apunta el historiador Fernando Arcas. El día 9 de aquel diciembre, el ministro Martín Villa visita Málaga y el diario Sur publica una frase suya estremecedora: “Tratamos de crear un cuerpo de orden público al que únicamente tengan que temer los delincuentes”.
Lo asombroso es que el secretismo y las complicidades se mantuvieran tantos años. Como la investigación judicial, tampoco la comisión parlamentaria, cuyas actas secretas publica El Observador en su web, quiso responsables. Todo parece dar la razón a quienes, como la diputada Eva García Sempere, hablan de “pacto de silencio en la época para que nada empañara la Transición”. También Rafael Escuredo evoca esas sombras. Hoy las actas están protegida, y cuando Rosa Burgos interroga a los funcionarios que a ella sí le permitieron acceder a esa documentación, la respuesta es “eran otros tiempos”. De 2005 a 2017, ella siente que la democracia ha dudado de sí misma.
“Se llamaba Manuel, tenía dieciocho años y era de Málaga. (Todo eso me ha pasado a mí). Le han asesinado de un balazo por la espalda. (Si a mí me sucediera eso, posibilidad que ningún español debe descartar)…”, comenzaba un día después su columna de Arriba el poeta y articulista Manuel Alcántara, nacido en Málaga. Al borde de cumplir noventa, aún recuerda la furibunda reacción de El Alcázar contra él. La policía era intocable, y había que proteger a aquel cabo de la Policía Armada del que repetir sus iniciales no consuela a nadie. Murió hace pocos años, mientras García Caparrós sigue muriendo en la misma esquina equivocada donde se cruzó con el destino, de calibre 9mm.
La estampida colisiona con el retorno de la cabecera en la Alameda. Frente al cuartel de la Policía Armada hay piedras e insultos y se responde con disparos al aire. Algunas balas, sin embargo, no apuntan al cielo encapotado. Así se inician dos días de furia en la ciudad, sitiada por los antidisturbios en estado de excepción. Pero una trama de silencios y complicidades iba a enterrar la verdad. La Mesa del Congreso acaba de vetar, transcurridas cuatro décadas, la difusión de las actas de la comisión parlamentaria; mientras la izquierda se disputa la fecha del 4-D con el legado moral del andalucismo.
Para ella no fue fácil obtener el permiso y durante meses se dedicó a buscar el expediente cada saliente de guardia en los sótanos insalubres del antiguo Hotel Miramar, en esos años Palacio de Justicia, siempre bajo vigilancia. Cuando logró dar con los legajos, se los arrebataron. Sólo pudo hacer una foto con el móvil para disponer de una prueba de su existencia. Y comenzó otro vía crucis para su entrega, no antes de dictarse auto de prescripción. Entretanto, viaje a viaje a Madrid, logra acceder a las actas de la comisión parlamentaria del caso. Sólo la tenacidad de esa mujer sin método de historiadora pero con una determinación a prueba de todo, sacó la muerte de García Caparrós del armario.
Su trabajo se prolongó tres años. Por primera vez se identifica el lugar del disparo, no donde lo recogen desangrándose para subirlo a un Simca, después desaparecido, en el que moriría antes de llegar al hospital; por primera vez se cuenta cómo se invalidó la prueba de la bala que había señalado a la Policía Armada; por primera vez se identifica a los testigos silenciados; por primera vez se muestra la laxitud investigadora que, entre inhibiciones, trató de liquidar todo por la vía rápida en las semanas siguientes; por primera vez, aunque con prudencia, se apunta la autoría. Y además se pone en evidencia la trama de complicidades que destaparía también la comisión de investigación hasta atribuir los hechos a la situación socioeconómica de Málaga, como recuerda irónicamente Carlos Sanjuán, diputado del PSOE. Cuando Rosa Burgos concluyó su libro, ninguna institución –ni Ayuntamiento, ni Diputación ni Junta de Andalucía, aunque todas han concedido a Caparrós los honores de Hijo Predilecto– se presta a publicarlo. Lo haría una pequeña revista de Málaga: El Observador. El caso seguía siendo tabú, más allá de la retórica oficial.
Del trabajo de Rosa Burgos queda un relato muy alejado de la comisión parlamentaria demasiado complaciente. La investigación a cargo del superior del autor del disparo se saldó rápidamente con un escrito al juzgado: “No se puede determinar qué persona causó la muerte por el desorden y agresividad de los manifestantes”. Un testigo contó cómo el actual alcalde de Málaga, entonces diputado de UCD, vio a policías con la pistola en la mano y les conminó a enfundarlas al haber mujeres y niños; pero el cabo primero M.P.R. replicó “también los policías tenemos mujeres y niños”. Poco después de la muerte de Caparrós, su pistola fue dada de baja y a él se les trasladó a otra localidad. Con el tiempo se limpiará la bala. “La muerte de Caparrós fue consecuencia de la persistencia del franquismo en las fuerzas del orden durante la Transición”, apunta el historiador Fernando Arcas. El día 9 de aquel diciembre, el ministro Martín Villa visita Málaga y el diario Sur publica una frase suya estremecedora: “Tratamos de crear un cuerpo de orden público al que únicamente tengan que temer los delincuentes”.
Lo asombroso es que el secretismo y las complicidades se mantuvieran tantos años. Como la investigación judicial, tampoco la comisión parlamentaria, cuyas actas secretas publica El Observador en su web, quiso responsables. Todo parece dar la razón a quienes, como la diputada Eva García Sempere, hablan de “pacto de silencio en la época para que nada empañara la Transición”. También Rafael Escuredo evoca esas sombras. Hoy las actas están protegida, y cuando Rosa Burgos interroga a los funcionarios que a ella sí le permitieron acceder a esa documentación, la respuesta es “eran otros tiempos”. De 2005 a 2017, ella siente que la democracia ha dudado de sí misma.
“Se llamaba Manuel, tenía dieciocho años y era de Málaga. (Todo eso me ha pasado a mí). Le han asesinado de un balazo por la espalda. (Si a mí me sucediera eso, posibilidad que ningún español debe descartar)…”, comenzaba un día después su columna de Arriba el poeta y articulista Manuel Alcántara, nacido en Málaga. Al borde de cumplir noventa, aún recuerda la furibunda reacción de El Alcázar contra él. La policía era intocable, y había que proteger a aquel cabo de la Policía Armada del que repetir sus iniciales no consuela a nadie. Murió hace pocos años, mientras García Caparrós sigue muriendo en la misma esquina equivocada donde se cruzó con el destino, de calibre 9mm.
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