El comunicado vaticano: el peor papelón diplomático del pontificado del Papa Francisco
Jorge Bergoglio decidió romper el silencio y oponerse a la constituyente venezolana cuando ya era demasiado tarde.
julio argañaraz
julio argañaraz
El Papa argentino ha cometido el peor papelón diplomático de sus más de cuatro años de pontificado, una gaffe exaltada por el apurón de querer romper su silencio sobre el régimen venezolano prácticamente a tiempo vencido.
La declaración de la Santa Sede reclamando al gobierno del presidente
Nicolás Maduro que suspendiera la asamblea constituyente solo unas horas
antes de que comenzara en Caracas la ceremonia de instalación y
juramento, tiene un fondo de torpeza que parece increíble en la diplomacia vaticana, considerada la mejor del mundo por su fineza y experiencia.
No se le puede echar la culpa al secretario de Estado, cardenal Pietro Parolín, que fue nuncio (embajador del Papa) en Caracas durante años, antes de ser llamado por Jorge Bergoglio al cargo de “primer ministro” en el gobierno de la Curia Romana, el gobierno central de la Iglesia. Parolín ha hecho un trabajo de alto nivel y en los últimos tiempos ha tenido que dedicarse a parar los golpes por la oleada de críticas hacia el silencio del pontífice. Hace dos días dijo que la diplomacia vaticana “no ha fracasado” en el caso venezolano.
El papelón demuestra al contrario y desprestigia a Francisco porque en el fondo fue él quién eligió los tiempos y los modos de esta inútil fuga hacia adelante de última hora para recuperar la iniciativa.
Mientras la Santa Sede difundía el comunicado, en Roma bastaba sintonizar el 540 de Skynews, para leer en las líneas móviles informativas del canal venezolano Telesur que “el pueblo acude en las calles a apoyar la instalación de la Asamblea Constituyente” y “el presidente boliviano envía su solidaridad a la Asamblea Constituyente”.
Este contraste hacía más chocante el papelón. ¡Qué sorpresa se debe haber llevado Maduro cuando leyó la declaración que no se esperaba!
El tropezón diplomático recuerda que la condición jurídica de Estado soberano que tiene la Iglesia Católica no siempre la beneficia. Ser un Estado reconocido por 200 naciones que tienen sus embajadores aquí en el Vaticano ha sido siempre una cómoda duplicidad para la Santa Sede. En muchos sentidos, el pequeño Estado de la Ciudad del Vaticano es una superpotencia diplomática que le da al Papa una formidable ventaja. Pero que también obliga a la Iglesia a aceptar las reglas en las relaciones con los otros Estados. Así ocurrió con el viaje del Papa a México el año pasado, cuando tuvo que aceptar la condición de no hablar de represiones, violencia y desaparecidos porque era un Jefe de Estado que no podía hacer injerencia en los asuntos internos de un Estado con el que mantiene relaciones, además de ser el líder espiritual de cien millones de católicos mexicanos.
En el embrollo venezolano también jugó el traspiés diplomático. El silencio del Papa mientras la Iglesia venezolana acusaba al régimen de Nicolás Maduro de dictatorial, comunista, marxista y opresivo. Los que critican la mudez pontificia no atacan una presunta debilidad de Francisco para proponer una seria mediación o “facilitación”, como dice la Iglesia, sino su omisión de denunciar la naturaleza antidemocrática y violenta del gobierno de Venezuela. El Papa no podía cometer esta transgresión como jefe de Estado. Un dilema mal resuelto que costará caro a Jorge Bergoglio.
No se le puede echar la culpa al secretario de Estado, cardenal Pietro Parolín, que fue nuncio (embajador del Papa) en Caracas durante años, antes de ser llamado por Jorge Bergoglio al cargo de “primer ministro” en el gobierno de la Curia Romana, el gobierno central de la Iglesia. Parolín ha hecho un trabajo de alto nivel y en los últimos tiempos ha tenido que dedicarse a parar los golpes por la oleada de críticas hacia el silencio del pontífice. Hace dos días dijo que la diplomacia vaticana “no ha fracasado” en el caso venezolano.
El papelón demuestra al contrario y desprestigia a Francisco porque en el fondo fue él quién eligió los tiempos y los modos de esta inútil fuga hacia adelante de última hora para recuperar la iniciativa.
Mientras la Santa Sede difundía el comunicado, en Roma bastaba sintonizar el 540 de Skynews, para leer en las líneas móviles informativas del canal venezolano Telesur que “el pueblo acude en las calles a apoyar la instalación de la Asamblea Constituyente” y “el presidente boliviano envía su solidaridad a la Asamblea Constituyente”.
Este contraste hacía más chocante el papelón. ¡Qué sorpresa se debe haber llevado Maduro cuando leyó la declaración que no se esperaba!
El tropezón diplomático recuerda que la condición jurídica de Estado soberano que tiene la Iglesia Católica no siempre la beneficia. Ser un Estado reconocido por 200 naciones que tienen sus embajadores aquí en el Vaticano ha sido siempre una cómoda duplicidad para la Santa Sede. En muchos sentidos, el pequeño Estado de la Ciudad del Vaticano es una superpotencia diplomática que le da al Papa una formidable ventaja. Pero que también obliga a la Iglesia a aceptar las reglas en las relaciones con los otros Estados. Así ocurrió con el viaje del Papa a México el año pasado, cuando tuvo que aceptar la condición de no hablar de represiones, violencia y desaparecidos porque era un Jefe de Estado que no podía hacer injerencia en los asuntos internos de un Estado con el que mantiene relaciones, además de ser el líder espiritual de cien millones de católicos mexicanos.
En el embrollo venezolano también jugó el traspiés diplomático. El silencio del Papa mientras la Iglesia venezolana acusaba al régimen de Nicolás Maduro de dictatorial, comunista, marxista y opresivo. Los que critican la mudez pontificia no atacan una presunta debilidad de Francisco para proponer una seria mediación o “facilitación”, como dice la Iglesia, sino su omisión de denunciar la naturaleza antidemocrática y violenta del gobierno de Venezuela. El Papa no podía cometer esta transgresión como jefe de Estado. Un dilema mal resuelto que costará caro a Jorge Bergoglio.
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