La iglesia pederasta
Con los pederastas católicos sucede lo mismo que con las cucarachas, que cuando ves una correteando por el suelo de la cocina, puedes jurar que ya hay centenares infestando el baño y la cocina. El escalofriante informe de 1.356 páginas realizado por un gran jurado de Pensilvania confirma una vez más lo que era un secreto a voces: que la iglesia católica está podrida de arriba abajo y que el abuso a niños se trata de una práctica generalizada, institucionalizada y organizada desde las más altas instancias; un crimen inmundo que compete a sacristanes, curas, obispos, cardenales y que llega hasta la grotesca figura del Papa Bergoglio, ese tentetieso con tiara que asegura que no habrá perdón para los pederastas y que ha sido amigo, encubridor y protector de violadores infantiles desde su época de arzobispo de Buenos Aires hasta sus tenebrosos tejemanejes en la silla de Pedro.
El relato de los setenta años de abusos sexuales en seis diócesis de Pensilvania se lee como una Biblia negra que muestra la verdadera cara del catolicismo. Más de un millar de niños destrozados, más de trescientos sacerdotes culpables, una trama mafiosa que actuaba con completa impunidad gracias a una maquinaria de terror perfectamente engrasada que funcionaba a base de encubrimientos, silencio y amenazas. Sin embargo, la palabra “violación”, la palabra “abusos”, se queda muy corta. Como advirtió John Barth, “lo único real son los detalles”. Y los detalles que salieron a la luz durante el proceso provocan tales arcadas que uno se pregunta cómo a Bergoglio no se le cae la cae de vergüenza, si la tuviera. Un sacerdote obligando a un niño desnudo a que posara como el niño Jesús. Otro que violó a una niña de siete años mientras la visitaba en el hospital después de que la operaran de anginas. Otro que, tras un rosario de denuncias por abusos infantiles, acabó trabajando en Disney World gracias a una carta de recomendación de la iglesia.
Aparte de una rabia y un asco infinitos, lo que emerge de la lectura esa Biblia monstruosa es la certidumbre de que la pederastia en la iglesia católica nunca es la excepción, sino la regla. Lo demuestra el hecho de que, durante siete décadas, no sólo se cometieron allí violaciones y asquerosidades sin límite, sino que se desarrolló también un protocolo de emergencia que se aplicaba en el caso de que saltara algún escándalo, una especie de manual de instrucciones para intentar distraer la atención y echar tierra al asunto. El punto uno señala que nunca hay que decir las cosas por su nombre (“no diga violación, sino contactos inapropiados”); el cuarto, que si un cura debe ser trasladado de diócesis, nunca debe especificarse el motivo sino decir, por ejemplo, que está de baja por “fatiga nerviosa”. El último, verdaderamente repugnante, revela la auténtica dimensión del crimen: “Finalmente y, sobre todo, no diga nada a la policía. El abuso sexual, aunque sin penetración, siempre ha sido un delito. Pero no lo trate de ese modo, sino como un asunto personal, dentro de casa”.
En todas partes cuecen habas y en todos los ámbitos hay criminales, pero este último punto muestra la familiaridad con que la iglesia católica, desde hace siglos, no sólo disculpa sino que fomenta la pederastia. “Un asunto personal, dentro de casa”. El propio Bergoglio tiene un amplio historial de mirar para otro lado: encubrió personalmente el escándalo de los abusos a niños sordomudos en la iglesia de Mendoza, ha protegido a violadores de niños por todo el mundo, de Francia a la República Dominicana y de Chile a España, y tampoco ha movido un dedo ante las más de 1.200 denuncias de curas pederastas desde que entró al Vaticano. Sí, lo mismo que con las cucarachas.
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