Entrevista con Carlos Alonso.
El pintor que vuelve siempre del olvido
Después de años de ausencia en los museos, muestra en el Fortabat un centenar de obras en las que se reencuentra con sus grandes maestros.
Reencuentro. El artista en la Colección Fortabat, donde redescubrió obras suyas que no veía desde hacía décadas. Foto: Marcelo Carrol
Pocos artistas argentinos han trabajado tan profundamente la figuración –una figuración que desmenuza, atraviesa y crea su lenguaje propio– como Carlos Alonso. Reconocido por su magistral conocimiento de la figura humana y por su dibujo estructural a la vez sólido y expresivo –resultado de una búsqueda personal bajo la impronta de sus maestros Ramón Gómez Cornet y especialmente Lino Enea Spilimbergo– pero también por su compromiso ético y político con los derechos humanos, Alonso ahora presenta su exposición Vida de pintor en el museo Fortabat. Son 45 pinturas y 50 dibujos realizados a lo largo de décadas, desde fines de los años 60: la serie de los homenajes a los maestros que admira –como Egon Schiele, Pierre-Auguste Renoir, Van Gogh, Remdrandt–, un tópico al que Alonso vuelve una y otra vez de distintas maneras a lo largo de su vida; la serie de los años 90 sobre El pintor caminante (dedicada a Van Gogh); sus asombrosas mesas de trabajo e inventarios de los años 80; distintas pinturas y dibujos mostrando la figura humana, en especial el desnudo femenino; hasta “Manta salteña”, pintura de la primera década de los años 2000. Alonso les había perdido el rastro a muchos de esos trabajos, con los que ahora se reencuentra en la muestra, a los 89 años.
El pintor caminante, 1991. Óleo sobre tela, 200 x 200 cm. Foto: Estudio Pedro Roth.
–¿Qué sensación le produce ver todas estas obras suyas reunidas en el Fortabat? ¿Qué siente ante ellas?
–Había cuadros que me había olvidado que tenían un cierto tipo de belleza, hacía 30 o 40 años que no los veía, estaban en colecciones particulares... Siento que es reconfortante haber cumplido con algunas de las premisas que tenía cuando era un muchacho: recuerdo la primera vez que vi pinturas de Velázquez en directo. Pensé entonces: “Ni en mil años voy a poder pintar esto”. Sin embargo, me fui acercando a su obra y fui profundizando. Me di cuenta de que no era un pintor realista, ni descriptivo: era un pintor ilusionista. Todo lo que uno podía ver en sus trabajos eran manchas de pintura. No había afectación. Todo era de una frescura, de una vivacidad…Para mí fue un modelo.
Vincent. 1990. Acrílico sobre tela, 70 x 50 cm. Foto: Pablo Messil
–¿Por qué? ¿Qué tenía esa pintura?
–Por ejemplo, los tamaños: los que manejo en mis cuadros creo que nacieron ahí. Me gusta pintar en escala 1:1, que el personaje tenga la misma medida que yo. Que sea como un hombre común. Lo otro que me interesó fue que Velázquez no pintaba un collar: él creaba un collar. De cerca eran pintura, manchas, no perlitas ni brillitos. Era pintura, pincelada, trazo, color… Todo un lenguaje que te impedía irte: la obra te retenía. Ahí decidí que mis cuadros tenían que contener, también, algo que atrapara al espectador, que creara una conexión, ya sea por la sorpresa, lo inusitado o lo zafado, como pasa en los desnudos. O por el valor que a veces hay que poner, para pintar una realidad desnuda. Esto es lo que me pasa con esta muestra: que veo cumplidos los propósitos juveniles que tuve.
La oreja, 1972. Acrílico sobre tela, 112 x 189 cm. Foto: Estudio Pedro Roth.
–Me gustaría saber más sobre su serie de Spilimbergo, un maestro suyo tan querido, de quien pintó retratos que pueden verse ahora en el Fortabat.
–Yo ya estaba establecido en Buenos Aires, había sido discípulo de Spílimbergo en Tucumán del ’51 al ’52, cuando él estaba formando un equipo para pintar un mural en una iglesia. Ahí fuimos a ayudarlo desde todas las provincias, en esa obra mural, que era muy grande. Pero el trabajo fracasó porque un crítico de arte, José de España, escribió al Vaticano comentando que un pintor comunista iba a pintar una iglesia. Entonces el Vaticano retiró el encargo y se lo dio a otro pintor. Podría haber llegado a ser la Capilla Sixtina argentina, los dibujos que estaba haciendo Spilimbergo eran espectaculares…
Visita a Vincent Van Gogh, 1974. Acrílico sobre tela, 150 x 150 cm. Foto: Dolores Marimón. .
–Usted tuvo un problema con el Partido Comunista, en el que militaba, cuando realizó la serie de retratos últimos de Spilimbergo. ¿Qué pasó?
-El partido no sólo me criticó sino que me tiró a la basura.
–¿Pero por qué, si son pinturas excepcionales…?
–Yo escribí algo en ese momento que decía: “Vi a Spilimbergo en Unquillo azotado por la enfermedad. Con las manos y las piernas vendadas. Lo vi sufriente, casi olvidado. Me impresionó mucho. Sentí que alguien tenía que decir eso, que no estaba el gran maestro adorado por sus discípulos, consagrado por la crítica y comprado por los coleccionistas. No. Había una ruina. Algo que es, finalmente, el propio destino de cada uno de nosotros”. Después de escribir esto salió una crítica escrita por Leónidas Barletta en el periódico del Partido Comunista, que decía: “Mostrar un Spilimbergo hecho una piltrafa, borrachín, sucio, con asquerosas vendas en las manos y los pies, revolcándose en la cama con modelos de grotescas nalgas, no es tarea que pueda ennoblecer la obra de un artista joven por más ansia de notoriedad que tenga”.
Hubo un quiebre en la vida de Carlos Alonso, cuando desapareció su hija Paloma durante la dictadura, estando él exiliado en Roma con su mujer y su hijo.
Retrato de Spilimbergo. Collage y acrílico sobre tela, 150 x 100 cm. Foto: Dolores Marimón
–Le llevó muchos años volver a pintar, a dibujar, después de la tragedia...
–Tuve que esperar 6 años antes de volver a hacer un dibujo. Porque eso que nos pasó fue totalmente paralizante; te rompe todo el orden interior que te hace un ser vivo. Te convierte en un ser ambulante, vacilante, que no puede encontrar su equilibrio porque ha sido transgredido. Por lo cual necesitás empezar de nuevo.
–¿Ese nuevo comienzo lo realizó en vínculo con el paisaje?
–Sí, pero no pintándolo, sino que yo llevaba la tela, en Unquillo, y la ponía en el suelo debajo de un árbol, como si fuera una cama. Y sobre esa tela caían las hojas, cagaban los pájaros, pasaba un conejito por arriba... Había un rastro, polvo… Y yo iba creando ahí un movimiento que era un dejo del paisaje. Hasta que pasado un tiempo levanté la tela y decidí crear sobre esa superficie. O sea: no fui y me puse a pintar en un caballete, como cuando tenía 20 años y me iba a pintar los montes, los alrededores de Mendoza. Era una forma de hacer el paisaje pero principalmente, de volver a tener los pies en la tierra.
Años después, en 2007, el Museo de Bellas Artes Evita-Palacio Ferreyra, en Córdoba, dedicó una sala permanente a 45 obras de la serie Manos anónimas. en la que Alonso expone el horror vivido en la dictadura. Los trabajos que habían sido adquiridos por el Estado en 2005, son un punto de inflexión en la producción y vida del artista. “Cuando fui al museo y vi todo eso colgado, 45 cuadros míos sobre el proceso militar, en la inauguración de la sala pero también del museo, me di cuenta de que fue un acierto volver del exilio a principios de los 80”, dice Alonso. “Recuerdo que estábamos con mi familia allí, abrazados, contemplando. Y me reconfortó que el Estado se interesara por una obra que había estado durmiendo en un cajón. No me había pasado nunca. Ocurrió otra vez ahora, en el Fortabat: hacía muchos años que no me llamaban de un museo; porque llega un momento en que te dejan de costado. Yo había quedado descartado. En realidad, estuve descartado siempre.
Mesa de trabajo, 1980. Óleo sobre tela, 100 x 100 cm. Foto: Estudio Pedro Roth
–¿Qué quiere decir?
–Bueno, que fui descartado por el Di Tella en su momento, pero también por una elección mía, porque yo no quería estar ahí; iba contra la corriente. Por eso pasaron al lado mío el Informalismo y una cantidad de movimientos importantes (y otros no tanto), y yo nunca me enganché en ninguno.
–¿Por qué cree que no se enganchaba en estos otros movimientos artísticos?
–Porque desde muy joven entendí que tenía otro destino, que tenía otra relación con la pintura, con mi país y con la gente. No me preocupaba estar enganchado en esos movimientos artísticos. Pero eso me costó un exilio interno. Me costó también un exilio externo. Y me costó mi hija. Me costó mucho. Y en parte, el olvido.
Desnudo, 1986. Óleo sobre madera, 100 x 150 cm. Foto: Gio Croatto
Carlos Alonso. Vida de pintor.
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