SÃO PAULO — Vale la pena recorrer grandes distancias para poder presenciar la grandeza, y la exhibición Histórias Afro-Atlânticas es grandiosa. Con 450 obras de más de doscientos artistas repartidas en dos museos, es un cofre de tesoros hemisférico, una reformulación de narrativas conocidas y, pieza por pieza, uno de los espectáculos más fascinantes que he visto en años, con una detonación visual tras otra.
El momento de la exhibición es, para bien o para mal, apropiado. Jair Bolsonaro, candidato populista de derecha, tiene una gran probabilidad de convertirse en el siguiente presidente de Brasil en la segunda vuelta electoral de finales de octubre. Ha sido franco respecto a su hostilidad hacia la comunidad afrobrasileña del país y ha dicho que los inmigrantes actuales de Haití, África y Medio Oriente son “la escoria de la humanidad”.
La exhibición, que se enfoca en las culturas dinámicas del Nuevo Mundo a partir de sus influencias africanas y que surgieron a partir de tres siglos de esclavitud europea, presenta la óptica opuesta.
La historia de la diáspora africana hacia el oeste se ha contado muchas veces pero, en mi experiencia, nunca se ha hecho con este equilibrio geográfico ni con este alcance. El comercio europeo de personas de raza negra llegó a América del Sur a principios del siglo XVI y tardó en desaparecer. Para cuando la esclavitud se abolió de manera oficial en Brasil, en el año de 1888 —la exposición coincide con el aniversario número 130 de ese suceso—, el país había absorbido más del 40 por ciento de casi once millones de africanos desplazados. Actualmente, es hogar de la población negra más grande del mundo fuera de Nigeria.
Instalada en el Museo de Arte de São Paulo, conocido como MASP, y en el Instituto Tomie Ohtake (que es más pequeño), la exposición se divide en ocho secciones temáticas. El material afrobrasileño es dominante, lo cual está bien porque es material que casi no se ve en otras ciudades (como Nueva York) y además gran parte del contenido será nuevo para muchos asistentes en Brasil. La muestra tiene también una cantidad generosa de obras, viejas y nuevas, de otras partes de Suramérica, el Caribe, Norteamérica, Europa y África.
En la sección inicial, nos encontramos literalmente en el mar con una secuencia de la película Tierra en trance (Terra em transe, 1967), del cineasta brasileño Glauber Rocha, que tiene una toma aérea de un océano Atlántico desbordante, brillante y al parecer sin horizonte. Se trata del “Atlántico negro”, como lo definió el historiador Paul Gilroy: un terreno alquímico en el que África, América y Europa se unieron, se fusionaron y generaron nuevas identidades híbridas.
Las imágenes de botes son recurrentes en la exhibición. Rosana Paulino, artista contemporánea de São Paulo, incorpora diagramas del siglo XVIII de interiores de embarcaciones de esclavos en una tela parecida a una colcha de retazos. En una pieza de madera colgada en una pared, un artista local veterano, Emanoel Araújo, le da a una embarcación una silueta semiabstracta que sugiere tanto a un hombre encadenado como a un dios africano (Araújo es el director fundador del extraordinario y excéntrico Museu Afro Brasil en São Paulo).
En una pieza evocadora de José Alves de Olinda que está en el Instituto Tomie Ohtake, los dioses han tomado el control. Las figuras de dos decenas de divinidades yorubas, serias, armadas y alertas ocupan la cubierta de una embarcación en miniatura de esclavos. Ahora los dioses son la tripulación guía.
¿Van de regreso a África o van a realizar una misión de rescate en América? La exhibición promueve que haya interpretaciones creativas. Los organizadores —Adriano Pedrosa, director de MASP, dirige a un equipo que incluye a Lilia Scharcz, Ayrson Heráclito, Hélio Menezes y Tomás Toledo— señalan que la palabra en portugués histórias puede ser hecho o ficción, realidad o fantasía, y en el arte ese tipo de binarios a menudo se confunden, a veces con un propósito.
Se cree que el primer europeo que pintó el paisaje sudamericano fue el neerlandés del siglo XVII Frans Post. En la exposición, su Paisaje de Brasil con oso hormiguero es un objeto sutil; parece sugerir una “colonia apacible” con la inclusión de lo que parece ser un grupo de vecinos de raza mixta —blancos, negros y amerindios— que conversan. Nada parece indicar la realidad: cuando Post creó este idilio, los esclavos africanos trabajaban jornadas de veinte horas en plantaciones mientras los colonizadores exterminaban a los pueblos indígenas.
Un siglo después, con la fortuna que generaba el comercio de esclavos, la publicidad turística se hizo más extravagante. En un tapiz gobelino francés del siglo XVIII de la colección de MASP, el Nuevo Mundo es un sueño febril de fecundidad, con esclavos negros que se reproducen y se abren camino entre profusiones orgásmicas de frutas y flores.
Erotizar lo desconocido era una manera de controlarlo para poder domesticarlo. Negro Man, una pintura casi de tamaño real de un indígena brasileño de tez oscura creada por el artista neerlandés Albert Eckhout es un ejemplo típico del pánico sexual etnográfico. Todo —una lanza, un árbol, un colmillo de elefante, la cabeza del hombre— es fálico.
La pintura de Eckhout de 1641 se encuentra en una sección de la exposición de MASP llamada Retratos, una muestra que está tan llena de ambientes distintos y de información nueva, así como de matices en sus opiniones críticas sobre la otredad, que es perfecta para llevarla intacta a viajar por el mundo.
Casi todas las imágenes (más de sesenta), todas de personas de raza negra, son cautivadoras. Algunos de los individuos retratados en las pinturas parecen estar atrapados en convenciones europeas. Don Miguel de Castro, un enviado del reino del Congo a la corte neerlandesa, nos observa paciente con un absurdo sombrero que recuerda a las pinturas de Rembrandt. Cuatro pinturas al óleo de hombres negros creadas por Theodore Gericault son hermosas, según cualquier estándar formal, pero también perturbadoras: todos excepto uno de los hombres retratados son personajes secundarios en un drama romántico francés.
Una enorme pintura del siglo XIX titulada Mujer de Bahía contrasta con todo esto. No sabemos quién es ella ni quién la pintó ni cuándo (se indica que fue aproximadamente en 1850). Sin embargo, con sus guantes blancos, un vestido azul marino y collares de cuentas de oro, es una presencia independiente. Tiene vida y pensamientos propios. Quizá es una antigua esclava; también es una reina.
En el contexto de este momento racialmente tenso en Brasil, tal obra puede interpretarse como una declaración política. Sucede lo mismo con muchas imágenes de la exhibición. Esa es la intención original de algunas. Una imagen es de João de Deus Nascimento quien, en 1798, encabezó una rebelión predominantemente negra con la que se exigió el fin de la esclavitud y del dominio de Portugal. La otra es de una mujer conocida solo como Zeferina quien, traída a Brasil desde Angola, estableció una comunidad de esclavos fugitivos en Bahía y organizó un levantamiento armado contra la población blanca.
Para los afrobrasileños ambos son héroes y mártires, aunque los libros oficiales de historia apenas los mencionan. Representan una larga tradición de resistencia al racismo que está conectada con la estructura política y social del país, así como la del resto del mundo afroatlántico. La exposición fundamentalmente se trata de la resistencia y de la soberanía negras; se trata del cambio, no de las cadenas.
Relatada desde distintas perspectivas que coinciden, vemos esa dinámica en imágenes de la vida afroatlántica cotidiana, urbana y rural, en obras de artistas como Castera Bazile, de Haití; Gerard Sekoto, de Sudáfrica, y Benny Andrews, de Estados Unidos. En la parte mostrada en el Instituto Tomie Ohtake también hay obras del artista Sidney Amaral (1973-2017), promotor del Poder Negro.
No todas las ocho secciones tienen la misma fuerza. Una llamada Modernismos Afroatlánticos es pequeña e insípida, pero incluso ahí encontramos sorpresas con obras de pintores nacidos en África —como Alexander “Skunder” Boghossian, Ibrahim el Salahi o Ernest Mancoba— que rara vez están en museos de estilo occidental, como usualmente lo es el MASP.
O lo era. Desde que Pedrosa es el director artístico en 2014, ha convertido una institución que dice tener la colección más importante en el hemisferio sur de arte europeo creado por los viejos maestros en un laboratorio cultural. El cambio comenzó al restaurar el diseño de la colección permanente de 1968 creado por la arquitecta radical Lina Bo Bardi, el cual exponía objetos del periodo griego clásico hasta el presente en caballetes transparentes, como si flotaran, a lo largo de una sola galería abierta.
Desde entonces Pedrosa ha iniciado una ambiciosa serie de estudios temáticos en distintas salas: Historias de sexualidad en 2017; Historias afroatlánticas ahora; tendrá Historias feministas en 2019 e Historias indígenas en 2020. Con ellos, establece un parámetro para otros institutos artísticos con enfoque global en Norteamérica y Europa, muchos de los cuales están trabajando con recursos financieros mucho más abundantes que los que tiene él.
Además, podría contar con mucho menos dinero dependiendo de los resultados de la elección presidencial del 28 de octubre. La premisa de Historias afroatlánticas —que toda la cultura en cierto nivel es inmigrante— se opone al discurso de Bolsonaro y sus simpatizantes. Por lo menos una obra de la exposición, del artista negro Hank Willis Thomas, quien vive en Nueva York, podría confirmar sus más profundos temores. Titulada A Place to Call Home, es un mapa de color negro del tamaño de un muro con la silueta del hemisferio occidental y, en él, África remplaza a Suramérica.
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