Diálogo con el politólogo Alain Rouquié
Paradojas y desmentidos sobre un hecho de masas
El gran estudioso francés vuelve su mirada al peronismo y su legado político. Llega para presentar “El siglo de Perón”.
No
le llama la atención que, siendo extranjero –y a la manera de los
historiadores Robert Potash y Joseph Page–, haya hecho algunos de los
aportes interpretativos fundamentales sobre el poder militar y la
política argentina del siglo XX. “Esto no es exclusivo de Argentina, se
da en todas partes –sostiene al comienzo de nuestra conversación, en
París–. La distancia permite decir cosas que cuando se es partícipe,
como ciudadano, de la vida nacional y política de un país no es posible.
No es que no se vea una parte de los fenómenos, sino que están
empapados de una ideología nacional que les impide ver algunas cosas o
decir otras, a no ser que alguien les muestre una visión, un rumbo
diferente”.
En la actualidad, presidente de la Maison de l’ Amerique Latine, en París, acaba de publicar y llega a Buenos Aires para presentar El siglo de Perón, ensayo sobre las democracias hegemónicas, un estudio sobre el peronismo que extiende su análisis a otros regímenes políticos comparables, aunque no asimilables, desde Putin y Erdogan o los gobiernos polaco y húngaro al régimen filipino y de otros países latinoamericanos. De hecho, en la segunda de nuestras conversaciones, no va a ahorrar su análisis sobre el caso venezolano, en cuyo pasado reciente se veía en espejo el kirchnerismo, la última de las acepciones que tomó el legado político de Perón.
–Sin embargo, en la Argentina parece que persistimos en generar antagonismos. En México, por ejemplo, no se asiste a peleas por acontecimientos ocurridos en el siglo XIX…
–Sin embargo, tendrían que tenerlas. La Revolución mexicana creó un mito nacional que merece ser criticado, desmenuzado, para entender lo que ha pasado en ese país. Por ejemplo, Porfirio Díaz no fue tan nefasto como lo pintan, ni Benito Juárez, tan revolucionario como se cree. Hay un relato nacional aceptado por todos porque México no fue un Estado democrático durante 70 años. La ideología se impuso a todo el mundo, a través de las escuelas, las universidades, los estudios y en los medios, por ser “la dictadura perfecta”, como le dijo Mario Vargas Llosa en un programa de TV a Enrique Krauze, una dictadura que no parecía una dictadura y que decía ser una democracia pluralista. Poco a poco hay gente e historiadores que intentan ver lo que fue realmente México antes de la Revolución, a finales del siglo XIX, la época modernizante de la dictadura de Porfirio Díaz. Los vencidos, Pancho Villa y Emiliano Zapata, se transformaron en los emblemas de la Revolución, emblemas que la Revolución mató. El proceso es tan complicado como en la Argentina. Pero ese proceso sigue tapado bajo una capa homogénea de historia oficial.
Antes de la tragedia. Perón en 1973, acompañado por Isabel y el Brujo José López Rega.Foto: AP
–¿Cómo es que se convirtió en uno de los mayores especialistas de Argentina y de América Latina?
–La elección del tema fue un proceso que duró años. Durante mis estudios cursé ciencias políticas, aprendí español, estudié sociología, un poco de economía y todo eso cuajó en que de repente tenía que encontrar un punto de aplicación para investigar. Y dio la casualidad de que todo eso pudo converger en una región que era América Latina. Además, se ve en algunos de mis trabajos lo que de manera altisonante se podría nombrar la razón comparativa. Creo que en ciencias sociales la comparación es esencial. Y América Latina me proporcionaba ese laboratorio para ver lo que es la identidad y la diferencia, lo que es excepcional y lo que es parecido o comparable. No hay otro continente que dé esa posibilidad. La homogeneidad aparente de la religión.
–Cuando comienza sus trabajos sobre Argentina, en los años 60, ¿pudo notar la resistencia que había de ser comparada con otros países de América Latina o ese período ya había pasado?
–Empecé a estudiar Argentina porque justamente era distinta, porque era el país más europeo de América Latina, porque pensaba que tenía problemas que eran parecidos a los de algunos países europeos. Por otra parte, cuando hice el primer viaje después fui a Venezuela y a México, y eso me sirvió para darme cuenta de lo excepcional que era Argentina. En esa época yo venía con lo que se llamaba una misión. Seguía cursos, tomaba clases y era alumno de gente que trabajaba sobre el desarrollo. Y por razones nominales vi que había partidos, tanto en Argentina como en otros países, que llevaban como nombre el “desarrollo” y me propuse ver qué hacían por el desarrollo. Así presté atención al movimiento de Arturo Frondizi. Al poco tiempo entendí que les importaba un pepino el desarrollo... Lo que realmente contaba era el peronismo y las Fuerzas Armadas. Para mí fue fácil darme cuenta de cuáles eran los principales factores de poder porque lo veía a Frondizi todas las semanas y sólo me hablaba de eso, del peronismo y de las Fuerzas Armadas. Entendí muy bien que el poder no estaba en los partidos, ni en las elecciones, sino en otro sitio, y eso me resultó muy estimulante para elegir no lo que se hacía en Francia, sociología electoral, sino para ver dónde estaba el poder real y percibir que los mecanismos de poder eran diferentes a los de Francia y de Europa.
–¿Qué lo decidió a retomar la historia argentina, esta vez centrado en el peronismo? Usted comienza su libro recordando a Borges…
–Es que Gardel, Perón y Borges, con perdón de poetas y artistas, son los únicos argentinos realmente universales. En cualquier lugar la gente sabe quiénes son. Por otra parte, a pesar de haber escrito mucho sobre Argentina, nunca había abordado específicamente el peronismo. Hay muchos libros y una enorme documentación, pero yo quería dar mi punto de vista, incluso como experiencia personal, sin hacer ni una biografía de Perón, ni una historia del peronismo. Había que tratar de entender la singularidad del peronismo y también lo que no es singular y se encuentra en otros tipos de movimientos, en lo que he llamado “democracias hegemónicas”.
–¿Cómo ve usted el vínculo entre el peronismo y los sindicatos?
–El peronismo no puede entenderse sin el sindicalismo. Después de la caída de Perón, en 1955, ninguna cámara empresarial quiso tocar a los sindicatos. Cuando el peronismo político estaba proscripto siguió el peronismo burocrático sindical, en ocasiones bastante corrupto y brutal como para participar del lado de los victimarios. Incluso el dictador Onganía fortaleció a los sindicatos y decía que quería hacer desaparecer el peronismo sin tocar el movimiento sindical, lo cual es bastante paradójico. No hay que olvidar que ese tipo de sindicalismo fue una creación de Perón. Desde la Secretaría de Trabajo, bajo el gobierno militar de Farrell, hizo una depuración de los sindicatos y fue echando a comunistas, socialistas y anarquistas para poner a sus amiguitos, que eran laboristas, pero que a veces eran gángsters. Y esa gente, con la tutela y el control del Estado, con las nuevas leyes sociales que los beneficiaron, las obras sociales y todo eso, estaba más que contenta. Perón les regaló el poder sindical, un poder que nunca habían tenido. Los sindicatos eran pobres, perseguidos, más o menos clandestinos, eran combativos, y de repente se encontraron con la legalidad total, con una relación con el Estado y los empresarios que es la mejor del mundo. Los sindicatos recibieron una gran cantidad de bienes y llegaron a ser muy ricos con el peronismo y fueron aún más ricos después del peronismo. Y cada vez que hubo un gobierno que intentó abrir los sindicatos, democratizarlos, como intentó el pobre Raúl Alfonsín, alegaron que estaban quitando las conquistas de la clase obrera y que estaban haciendo una contrarrevolución. Fue esa la gran idea del peronismo, que permitió su supervivencia. Sin el sindicalismo, una vez volteado Perón, las cosas hubieran sido mucho más difíciles.
–Desde 1930 la participación de Argentina en el Producto Bruto Mundial no ha dejado de disminuir. ¿Cuánto ha contribuido el peronismo en esta larga decadencia?
–¡Esa es la gran pregunta histórica! Es uno de los mayores misterios... ¿Será por culpa de Perón o por otros factores? En la década del 30, hubo una fuerte intervención estatal pero para reproducir el modelo económico. El mismo peronismo también mantuvo el modelo. Hubiera podido cambiarlo porque tenía la autoridad para eso, pero no lo hizo. Agregó beneficiarios. El modelo exportador de materias primas hubiera podido ser cambiado por Perón. Había una coyuntura muy favorable para eso porque disponía de suficiente capital. Nunca hubo una verdadera decisión de industrializar el país. Perón soñó con una burguesía nacional, con una industria nacional, pero no hizo nada, sino adaptarse a la coyuntura del sistema agroexportador. Eso no cambió ni siquiera ahora. Ni va a cambiar, creo.
–Hace unos pocos años se hizo un mapa genético de Argentina, donde se establecía, para la gran sorpresa de muchos, que el 51% de la población del país tenía por lo menos un gen prehispánico. En los orígenes del peronismo, ¿el rechazo que suscitaba tenía un componente racial o sólo social?
–Sin ninguna duda, el rechazo era socio-rracial. El término la “negrada” resume bien este aspecto, pues tiene una connotación racista indudable. Acuérdese cuando Lanusse decía “la negrada nos quiere dar un golpe”. Lo que pasó es que hasta 1940, cuando se aceleraron la migración urbana y el auge industrial, la zona de Buenos Aires y la región pampeana tenían una población mayoritariamente blanca. A la Argentina le gustaba decir que era el único país blanco de América, además de Canadá. Parece que la historia argentina comienza con la Conquista del Desierto, como si antes no hubiera habido nadie.
–En este sentido, ¿no nota usted cierta fragilidad identitaria?
–La cuestión de la identidad es uno de los mayores problemas de Argentina, que ni México ni Brasil tienen. El flujo migratorio siempre ha sido fuerte, además del fenómeno de los “trabajadores golondrinas” de comienzos del siglo XX. Y por otra parte, hay muchos argentinos en el exterior, sobre todo a partir de la dictadura del 76. Mucha gente ha vuelto a los lugares de donde emigraron sus padres o abuelos.
El devenir venezolano
–Este año la situación venezolana se agravó. Dado que considera el chavismo en su libro, ¿cómo ve usted la evolución y el deterioro?
–En uno de los capítulos defino un tipo de dispositivo político que no es un régimen totalitario ni autoritario, tampoco una democracia liberal, sino que accede al poder por medio de elecciones legítimas, honestas y transparentes, y que una vez en el poder destruye poco a poco los contrapoderes, las instituciones que equilibran el Ejecutivo. Pero hay un límite entre una democracia hegemónica y un régimen autoritario, que consiste en aceptar el resultado de las elecciones. Las democracias hegemónicas son democracias plebiscitarias, como bien lo sabía Chávez, que hizo elecciones una vez al año durante 13 años. En cuanto a la situación actual, hay que ver dos cosas. Primero, Nicolás Maduro rechazó los resultados de las elecciones legislativas y decidió que la Corte iba a sustituir a la Asamblea Legislativa y que no era el caso compartir el poder con la oposición, así que hizo todo lo posible por ahogarla y gobernar por decreto. Segundo, postergó todas las elecciones posibles y montó una elección poco seria, eligiendo a los grupos que iban a votar para reemplazar a la otra, algo que sólo hubiera podido hacer por referéndum. En síntesis, ha violado la Constitución de su maestro Chávez y está tomando sus distancias con el tipo de régimen anterior. O sea, está pasando de un régimen democrático con cierta tendencia autoritaria a un sistema meramente autoritario.
–A la luz de los acontecimientos recientes, ¿se está transformando lisa y llanamente en una dictadura?
–Está caminando hacia eso, aunque no sé si va a llegar hasta allá porque todavía hay unos pocos resquicios de equilibrio, publicaciones que no dependen del gobierno, pero lo que pasó con la Procuradora muestra que no aceptan ni una voz disidente, ni siquiera dentro de su propio partido. Maduro sabe que si convoca a elecciones las perdería como ya perdió las legislativas. Y aquí me permito efectuar una distinción entre el gobierno de Maduro y el de Cristina Kirchner. Aquí se trata de una democracia hegemónica de tipo plebiscitaria, del mismo tipo que las de Perón y de otros regímenes inspirados en él, pero cuando pierden las elecciones lo aceptan. Aun cuando Cristina Kirchner quiso limitar el funcionamiento de la prensa, de la justicia y de otras instituciones, aceptó el punto esencial: se ganan o se pierden las elecciones. El pueblo tiene la última palabra. Con Maduro el pueblo ya no tiene la última palabra, es la estructura del poder quien la tiene, lo que hace que ya no sea un régimen chavista.
–Y a su juicio, ¿cuál es la realidad o la especulación acerca de la presencia cubana en Venezuela y de su profunda influencia en el aparato del Estado venezolano?
–Las influencias se compran o se exigen. Cuba no es un país ni tan rico ni tan poderoso como para tener una influencia directa sobre Venezuela, un país con una larga tradición democrática, que tiene una capacidad política y económica enorme. Cuando estaba Chávez había cubanos en la parte médica, en los servicios secretos, que no eran tan secretos, pero si Cuba hubiera tenido una influencia importante hubieran desaparecido los empresarios adictos al régimen, que por otra parte no se quejan ni mucho menos. La boliburguesía existe de verdad. En Cuba esto no existe porque no hay capitalismo.
–¿Ve alguna similitud con Argentina? Algunos analistas piensan que los empresarios argentinos aliados al régimen kirchnerista se han resistido a efectuar inversiones y ampliar sus negocios, ya que han partido del supuesto que ningún régimen que no sea peronista puede resistir mucho en el gobierno. ¿Lo considera plausible?
–Yo no creo que los empresarios argentinos sean politólogos y hagan ese tipo de análisis. Son gente que se adapta a cualquier régimen. La patria financiera no esperaba al peronismo como la salvación del capitalismo argentino, ¿no? Consideraban que los militares eran muy buenos y que aplicaban una política excelente para sus intereses. Eso por una parte. Y por la otra, no esperaron que apareciera el peronismo para que se creara alrededor del Estado todo tipo de clientelismo, clientelismo social, más propio del peronismo, y clientelismo empresarial. Además, mientras más tiempo se queda un hombre o una familia en el poder más clientelismo existe.
En la actualidad, presidente de la Maison de l’ Amerique Latine, en París, acaba de publicar y llega a Buenos Aires para presentar El siglo de Perón, ensayo sobre las democracias hegemónicas, un estudio sobre el peronismo que extiende su análisis a otros regímenes políticos comparables, aunque no asimilables, desde Putin y Erdogan o los gobiernos polaco y húngaro al régimen filipino y de otros países latinoamericanos. De hecho, en la segunda de nuestras conversaciones, no va a ahorrar su análisis sobre el caso venezolano, en cuyo pasado reciente se veía en espejo el kirchnerismo, la última de las acepciones que tomó el legado político de Perón.
–Sin embargo, en la Argentina parece que persistimos en generar antagonismos. En México, por ejemplo, no se asiste a peleas por acontecimientos ocurridos en el siglo XIX…
–Sin embargo, tendrían que tenerlas. La Revolución mexicana creó un mito nacional que merece ser criticado, desmenuzado, para entender lo que ha pasado en ese país. Por ejemplo, Porfirio Díaz no fue tan nefasto como lo pintan, ni Benito Juárez, tan revolucionario como se cree. Hay un relato nacional aceptado por todos porque México no fue un Estado democrático durante 70 años. La ideología se impuso a todo el mundo, a través de las escuelas, las universidades, los estudios y en los medios, por ser “la dictadura perfecta”, como le dijo Mario Vargas Llosa en un programa de TV a Enrique Krauze, una dictadura que no parecía una dictadura y que decía ser una democracia pluralista. Poco a poco hay gente e historiadores que intentan ver lo que fue realmente México antes de la Revolución, a finales del siglo XIX, la época modernizante de la dictadura de Porfirio Díaz. Los vencidos, Pancho Villa y Emiliano Zapata, se transformaron en los emblemas de la Revolución, emblemas que la Revolución mató. El proceso es tan complicado como en la Argentina. Pero ese proceso sigue tapado bajo una capa homogénea de historia oficial.
–La elección del tema fue un proceso que duró años. Durante mis estudios cursé ciencias políticas, aprendí español, estudié sociología, un poco de economía y todo eso cuajó en que de repente tenía que encontrar un punto de aplicación para investigar. Y dio la casualidad de que todo eso pudo converger en una región que era América Latina. Además, se ve en algunos de mis trabajos lo que de manera altisonante se podría nombrar la razón comparativa. Creo que en ciencias sociales la comparación es esencial. Y América Latina me proporcionaba ese laboratorio para ver lo que es la identidad y la diferencia, lo que es excepcional y lo que es parecido o comparable. No hay otro continente que dé esa posibilidad. La homogeneidad aparente de la religión.
–Cuando comienza sus trabajos sobre Argentina, en los años 60, ¿pudo notar la resistencia que había de ser comparada con otros países de América Latina o ese período ya había pasado?
–Empecé a estudiar Argentina porque justamente era distinta, porque era el país más europeo de América Latina, porque pensaba que tenía problemas que eran parecidos a los de algunos países europeos. Por otra parte, cuando hice el primer viaje después fui a Venezuela y a México, y eso me sirvió para darme cuenta de lo excepcional que era Argentina. En esa época yo venía con lo que se llamaba una misión. Seguía cursos, tomaba clases y era alumno de gente que trabajaba sobre el desarrollo. Y por razones nominales vi que había partidos, tanto en Argentina como en otros países, que llevaban como nombre el “desarrollo” y me propuse ver qué hacían por el desarrollo. Así presté atención al movimiento de Arturo Frondizi. Al poco tiempo entendí que les importaba un pepino el desarrollo... Lo que realmente contaba era el peronismo y las Fuerzas Armadas. Para mí fue fácil darme cuenta de cuáles eran los principales factores de poder porque lo veía a Frondizi todas las semanas y sólo me hablaba de eso, del peronismo y de las Fuerzas Armadas. Entendí muy bien que el poder no estaba en los partidos, ni en las elecciones, sino en otro sitio, y eso me resultó muy estimulante para elegir no lo que se hacía en Francia, sociología electoral, sino para ver dónde estaba el poder real y percibir que los mecanismos de poder eran diferentes a los de Francia y de Europa.
–¿Qué lo decidió a retomar la historia argentina, esta vez centrado en el peronismo? Usted comienza su libro recordando a Borges…
–Es que Gardel, Perón y Borges, con perdón de poetas y artistas, son los únicos argentinos realmente universales. En cualquier lugar la gente sabe quiénes son. Por otra parte, a pesar de haber escrito mucho sobre Argentina, nunca había abordado específicamente el peronismo. Hay muchos libros y una enorme documentación, pero yo quería dar mi punto de vista, incluso como experiencia personal, sin hacer ni una biografía de Perón, ni una historia del peronismo. Había que tratar de entender la singularidad del peronismo y también lo que no es singular y se encuentra en otros tipos de movimientos, en lo que he llamado “democracias hegemónicas”.
–¿Cómo ve usted el vínculo entre el peronismo y los sindicatos?
–El peronismo no puede entenderse sin el sindicalismo. Después de la caída de Perón, en 1955, ninguna cámara empresarial quiso tocar a los sindicatos. Cuando el peronismo político estaba proscripto siguió el peronismo burocrático sindical, en ocasiones bastante corrupto y brutal como para participar del lado de los victimarios. Incluso el dictador Onganía fortaleció a los sindicatos y decía que quería hacer desaparecer el peronismo sin tocar el movimiento sindical, lo cual es bastante paradójico. No hay que olvidar que ese tipo de sindicalismo fue una creación de Perón. Desde la Secretaría de Trabajo, bajo el gobierno militar de Farrell, hizo una depuración de los sindicatos y fue echando a comunistas, socialistas y anarquistas para poner a sus amiguitos, que eran laboristas, pero que a veces eran gángsters. Y esa gente, con la tutela y el control del Estado, con las nuevas leyes sociales que los beneficiaron, las obras sociales y todo eso, estaba más que contenta. Perón les regaló el poder sindical, un poder que nunca habían tenido. Los sindicatos eran pobres, perseguidos, más o menos clandestinos, eran combativos, y de repente se encontraron con la legalidad total, con una relación con el Estado y los empresarios que es la mejor del mundo. Los sindicatos recibieron una gran cantidad de bienes y llegaron a ser muy ricos con el peronismo y fueron aún más ricos después del peronismo. Y cada vez que hubo un gobierno que intentó abrir los sindicatos, democratizarlos, como intentó el pobre Raúl Alfonsín, alegaron que estaban quitando las conquistas de la clase obrera y que estaban haciendo una contrarrevolución. Fue esa la gran idea del peronismo, que permitió su supervivencia. Sin el sindicalismo, una vez volteado Perón, las cosas hubieran sido mucho más difíciles.
–Desde 1930 la participación de Argentina en el Producto Bruto Mundial no ha dejado de disminuir. ¿Cuánto ha contribuido el peronismo en esta larga decadencia?
–¡Esa es la gran pregunta histórica! Es uno de los mayores misterios... ¿Será por culpa de Perón o por otros factores? En la década del 30, hubo una fuerte intervención estatal pero para reproducir el modelo económico. El mismo peronismo también mantuvo el modelo. Hubiera podido cambiarlo porque tenía la autoridad para eso, pero no lo hizo. Agregó beneficiarios. El modelo exportador de materias primas hubiera podido ser cambiado por Perón. Había una coyuntura muy favorable para eso porque disponía de suficiente capital. Nunca hubo una verdadera decisión de industrializar el país. Perón soñó con una burguesía nacional, con una industria nacional, pero no hizo nada, sino adaptarse a la coyuntura del sistema agroexportador. Eso no cambió ni siquiera ahora. Ni va a cambiar, creo.
–Hace unos pocos años se hizo un mapa genético de Argentina, donde se establecía, para la gran sorpresa de muchos, que el 51% de la población del país tenía por lo menos un gen prehispánico. En los orígenes del peronismo, ¿el rechazo que suscitaba tenía un componente racial o sólo social?
–Sin ninguna duda, el rechazo era socio-rracial. El término la “negrada” resume bien este aspecto, pues tiene una connotación racista indudable. Acuérdese cuando Lanusse decía “la negrada nos quiere dar un golpe”. Lo que pasó es que hasta 1940, cuando se aceleraron la migración urbana y el auge industrial, la zona de Buenos Aires y la región pampeana tenían una población mayoritariamente blanca. A la Argentina le gustaba decir que era el único país blanco de América, además de Canadá. Parece que la historia argentina comienza con la Conquista del Desierto, como si antes no hubiera habido nadie.
–En este sentido, ¿no nota usted cierta fragilidad identitaria?
–La cuestión de la identidad es uno de los mayores problemas de Argentina, que ni México ni Brasil tienen. El flujo migratorio siempre ha sido fuerte, además del fenómeno de los “trabajadores golondrinas” de comienzos del siglo XX. Y por otra parte, hay muchos argentinos en el exterior, sobre todo a partir de la dictadura del 76. Mucha gente ha vuelto a los lugares de donde emigraron sus padres o abuelos.
El devenir venezolano
–Este año la situación venezolana se agravó. Dado que considera el chavismo en su libro, ¿cómo ve usted la evolución y el deterioro?
–En uno de los capítulos defino un tipo de dispositivo político que no es un régimen totalitario ni autoritario, tampoco una democracia liberal, sino que accede al poder por medio de elecciones legítimas, honestas y transparentes, y que una vez en el poder destruye poco a poco los contrapoderes, las instituciones que equilibran el Ejecutivo. Pero hay un límite entre una democracia hegemónica y un régimen autoritario, que consiste en aceptar el resultado de las elecciones. Las democracias hegemónicas son democracias plebiscitarias, como bien lo sabía Chávez, que hizo elecciones una vez al año durante 13 años. En cuanto a la situación actual, hay que ver dos cosas. Primero, Nicolás Maduro rechazó los resultados de las elecciones legislativas y decidió que la Corte iba a sustituir a la Asamblea Legislativa y que no era el caso compartir el poder con la oposición, así que hizo todo lo posible por ahogarla y gobernar por decreto. Segundo, postergó todas las elecciones posibles y montó una elección poco seria, eligiendo a los grupos que iban a votar para reemplazar a la otra, algo que sólo hubiera podido hacer por referéndum. En síntesis, ha violado la Constitución de su maestro Chávez y está tomando sus distancias con el tipo de régimen anterior. O sea, está pasando de un régimen democrático con cierta tendencia autoritaria a un sistema meramente autoritario.
–A la luz de los acontecimientos recientes, ¿se está transformando lisa y llanamente en una dictadura?
–Está caminando hacia eso, aunque no sé si va a llegar hasta allá porque todavía hay unos pocos resquicios de equilibrio, publicaciones que no dependen del gobierno, pero lo que pasó con la Procuradora muestra que no aceptan ni una voz disidente, ni siquiera dentro de su propio partido. Maduro sabe que si convoca a elecciones las perdería como ya perdió las legislativas. Y aquí me permito efectuar una distinción entre el gobierno de Maduro y el de Cristina Kirchner. Aquí se trata de una democracia hegemónica de tipo plebiscitaria, del mismo tipo que las de Perón y de otros regímenes inspirados en él, pero cuando pierden las elecciones lo aceptan. Aun cuando Cristina Kirchner quiso limitar el funcionamiento de la prensa, de la justicia y de otras instituciones, aceptó el punto esencial: se ganan o se pierden las elecciones. El pueblo tiene la última palabra. Con Maduro el pueblo ya no tiene la última palabra, es la estructura del poder quien la tiene, lo que hace que ya no sea un régimen chavista.
–Y a su juicio, ¿cuál es la realidad o la especulación acerca de la presencia cubana en Venezuela y de su profunda influencia en el aparato del Estado venezolano?
–Las influencias se compran o se exigen. Cuba no es un país ni tan rico ni tan poderoso como para tener una influencia directa sobre Venezuela, un país con una larga tradición democrática, que tiene una capacidad política y económica enorme. Cuando estaba Chávez había cubanos en la parte médica, en los servicios secretos, que no eran tan secretos, pero si Cuba hubiera tenido una influencia importante hubieran desaparecido los empresarios adictos al régimen, que por otra parte no se quejan ni mucho menos. La boliburguesía existe de verdad. En Cuba esto no existe porque no hay capitalismo.
–¿Ve alguna similitud con Argentina? Algunos analistas piensan que los empresarios argentinos aliados al régimen kirchnerista se han resistido a efectuar inversiones y ampliar sus negocios, ya que han partido del supuesto que ningún régimen que no sea peronista puede resistir mucho en el gobierno. ¿Lo considera plausible?
–Yo no creo que los empresarios argentinos sean politólogos y hagan ese tipo de análisis. Son gente que se adapta a cualquier régimen. La patria financiera no esperaba al peronismo como la salvación del capitalismo argentino, ¿no? Consideraban que los militares eran muy buenos y que aplicaban una política excelente para sus intereses. Eso por una parte. Y por la otra, no esperaron que apareciera el peronismo para que se creara alrededor del Estado todo tipo de clientelismo, clientelismo social, más propio del peronismo, y clientelismo empresarial. Además, mientras más tiempo se queda un hombre o una familia en el poder más clientelismo existe.
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