Hace unas semanas, coincidiendo con una nueva encuesta de El País para Metroscopia, donde el PSOE aparecía como cuarta fuerza política –un caño al periodismo de calidad-, detecté que, en el entorno orgánico de Pedro Sánchez, había movimientos para reposicionarse de cara a una eventual nueva caída en desgracia del secretario general.
Los tres o cuatro voceros críticos lo estaban ya incluso pregonando por las cuatro esquinas del patio del Congreso, hábitat donde estos correveidiles socialistas se han dedicado al arte del quintacolumnismo con descaro y muy poca vergüenza.
Pero mira por dónde, la sentencia del caso Gürtel, gracias a la rasgada de vestiduras del niño Rivera, que dijo aquello de que “Ciudadanos se replanteará la relación con el PP”, le dio a Pedro Sánchez la oportunidad que pacientemente estaba esperando: una moción de censura para echar a un Gobierno marcado por la corrupción y por la incapacidad para arreglar el grave problema territorial que tiene España.
En definitiva, una moción de censura justificada por la sentencia, demoledora para el PP y para el propio Rajoy, y por el callejón sin salida en que se encuentra Cataluña, responsabilidad también de un partido que, como ocurriera con ETA, es más dado a rentabilizar electoralmente los problemas de Estado que a solucionarlos.
Con un discurso bien hilvanado y un tono grave, moderado y presidencial, Pedro Sánchez se llevó por delante a Rajoy, que optó por la socarronería y la displicencia, con sus habituales ramalazos faltones, para despedirse del Congreso.
Una suma de chascarrillos que le condujeron directamente a un restaurante cercano donde se despidió con un café, copa y puro de ocho horas, haciendo mutis por el foro. Por la gatera salió el gallego.
Con sus eventuales socios, Pedro Sánchez cumplió con la claridad para sumarlos a la causa, sobre todo con el PNV, que estaba muy pendiente de los Presupuestos y de otros muchos detalles.
Aprovecho para destacar el papel de los nacionalistas vascos, que vienen siendo, con Aitor Esteban, lo mejor y lo más serio del Parlamento español desde hace ya muchos años.
A Albert Rivera, el otro gran perdedor de la moción, le dio lo suyo: ya era hora. Y a Pablo Iglesias le pasó la mano por el lomo político, aliviándole los dolores casi de parto del ‘casoplón’. Está bien que la izquierda esté unidad; al menos, yo lo celebro sin prejuicios ni recelos.
A los independentistas les ofreció lo mínimo que se despacha en estos casos: diálogo y a ver hasta dónde llegamos. Pero que se vayan olvidando de romper el chiringuito patrio, y de pasarse la Constitución por el forro de los pantalones.
En fin, me alegro por Pedro Sánchez y por su familia. Hoy será presidente del Gobierno, y llegará para quedarse mucho tiempo, para poner a España en el mapa de la decencia.
Se lo ha ganado a pulso. Lo han ninguneado, lo han insultado, lo han vituperado, lo han menospreciado; muchas veces, demasiadas veces, hasta con el dinero de los suyos.
Pero no ha desesperado, no ha perdido la compostura y los golpes le han creado una piel de cocodrilo impenetrable al desaliento y una resistencia titánica.
Ahora, como presidente del Gobierno, le toca unificar el partido, acabar con el susanismo y el pedrismo que tanto daño le ha hecho al PSOE.
Y tiene que formar un Gobierno sólido y fuerte, aunque tenga que buscar los ministros en la calle.
Lo demás vendrá rodado. Los nuevos amigos y pelotas llegarán a miles al calor de los dineros del Presupuesto. Quienes hace nada le llamaban calamidad tardarán poco o nada en encumbrarlo como hombre de Estado.
Y lo acompañarán desde la portada, por todo el real de la feria de Sevilla, manadas de alcaldes, concejales, consejeros y demás prebostes del socialismo hasta ubicarlo al lado de un plato de jamón y media botella de manzanilla.