Carne humana
David Torres
TI VOGLIO TANTO BENE PAPPO |
El pasado enero, el líder de la Liga Norte, Matteo Salvini, afirmó que el fascismo había hecho muchas cosas por Italia. Ahora él, desde su cargo de ministro del Interior, está haciendo muchas cosas similares. Mussolini y Salvini se parecen no sólo en la ideología y la desinencia del apellido sino en la desfachatez, la soberbia, la confianza absoluta de que nacer italiano y tener la piel blanca es una conexión directa con el pasado glorioso del imperio romano, un signo de superioridad innata sobre esas criaturas de segunda que se caracterizan por tener la piel negra y por ponerse a estorbar allí donde se plantan. Mussolini tuvo que ir a colonizarlos a cañonazos en Etiopía y Eritrea mientras que Salvini les ha prohibido que toquen puerto.
En aquellos tiempos, a mediados de los años veinte, Mussolini había dicho que la emigración era “una necesidad del pueblo italiano”. Un concepto similar al “espacio vital” de Hitler, sólo que con macarrones en lugar de fusiles y familias hacinadas por centenares en mercantes rumbo a la Patagonia argentina. Más que una necesidad, el montarse en un navío a la buena de Dios y encomendarse a la hospitalidad de una tierra extranjera era una vieja tradición italiana. En Sudamérica se dice que los mexicanos descienden de los mayas, los peruanos de los incas y los argentinos de los barcos. Hay tantos apellidos italianos en ese lejano país del cono Sur que pueden formarse varias selecciones históricas contando sólo con apellidos de descendientes italianos: Messi, Di Stefano, Caniggia, Mascherano, Maradona, Ruggeri, Bianchi, Batistuta, Di Maria. No todos iban a jugar al fútbol o a fundar restaurantes porque, un poco más arriba, también destacaron varias familias de brillantes italoamericanos que transplantaron sus costumbres al Nuevo Mundo: Capone, Luciano, Costello, Gotti, Bonanno, Gambino.
Es difícil elucidar si uno de los niños extranjeros confinados en jaulas por la administración de Donald Trump o abandonados en alta mar por la sevicia de Salvini acabaría un día dirigiendo un imperio criminal, como Lucky Luciano, o consiguiendo un Premio Nobel de Física, como Enrico Fermi. Es imposible saberlo, pero el fascismo consiste precisamente en la certidumbre de que hay seres humanos cuya vida no vale la pena salvar, en juzgar de antemano por el color de la piel o el país de origen, en considerar unas etnias inferiores a otras.
Hace sólo tres días Matteo Salvini, después de comprobar cómo las encuestas apoyaban su veto al Aquarius, lanzó la propuesta de un censo anticonstitucional con la intención de expulsar a todos los gitanos que no tuviesen regularizada su situación en el país. “A los gitanos italianos, desafortunadamente, habrá que quedárselos” ha dicho Salvini, sin reparar que, con sus pintas y sus barbas él mismo podría pasar por uno de los patriarcas de los Gipsy Kings, ese infame reality de Cuatro que insiste en los tópicos más repugnantes y xenófobos que revisten el imaginario sobre el pueblo gitano.
Lo más terrible de todo no es escuchar a gente que sostiene con argumentos lógicos y éticos (“hay que acabar con las mafias que trafican con personas”) la triste necesidad de que miles de personas se ahoguen en el mar. Lo más terrible de todo es que esta tragedia ya ha sucedido montones de veces, aunque quizá no bajo la dudosa salvaguarda de ese papel higiénico llamado Declaración de los Derechos Humanos. No es que la historia se repita o que los historiadores se copien unos a otros, sino que el fascismo nunca se fue y va a traernos de nuevo grandes cosas. Grandes, sobre todo.
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