La prueba sirve para convencer a los demás a través de los medios aportados. Según la doctrina jurídica (Carrara) la prueba es «Todo aquello que sirva para darnos certeza de la verdad de una proposición». Su importancia radica en que sin ella, los derechos serían apariencias. No habría posibilidad de reclamar. No habría procesos ni jueces. Sin la prueba del derecho que se reclama el daño es irreparable. No habría seguridad jurídica que ampare la convivencia armónica. Sin pruebas el Estado no podría establecer el derecho posible de los que reclaman justicia.
Una figura cumbre del Derecho, el célebre profesor italiano Carnelutti, afirmó con razón: «El juez está en medio de un minúsculo cerco de luces, fuera de lo cual todo es tinieblas, detrás del Juez el enigma del pasado, y delante, el enigma del futuro. Ese minúsculo cerco es la prueba. La prueba es el corazón del problema del juicio».
Claro está en que no basta con alegar un derecho, o haber sufrido un daño causado por otro, sino que es necesario probar la ocurrencia del hecho que genera el derecho por el daño causado, y la responsabilidad de quien cometió el acto o tenía la obligación de impedirlo. Esa obligación de probar lo alegado constituye la llamada carga de la prueba.
De manera que quien afirma en su beneficio o perjuicio la existencia de un hecho o de un derecho, está en la obligación de presentar las pruebas que lo demuestren porque de lo contrario queda absuelto el demandado.
La carga de la prueba es un principio que data de la antigüedad. No es un invento moderno ni una doctrina del Derecho socialista. Suele citarse la compilación del Emperador Justiniano (Constantinopla 527-565) como quien actualizara en la Edad Media la ya vieja fórmula que ordenaba a presentar las pruebas al reclamante.
Por su parte, el Código de Napoleón, ejemplo clásico del auge de la codificación que trajo consigo siglos más tarde la Revolución Francesa (1789), incluyó un principio similar, que es receptado después por diversas legislaciones (Colombia, Chile, Italia y España, entre otras), que coinciden en sentido general, es decir, exigen que corresponde probar los hechos y sus consecuencias a quien los afirma, e igualmente disponen la absolución del demandado si quien reclama no prueba los hechos en que fundamenta su demanda.
La carga de la prueba viene establecida en el Derecho cubano desde la época colonial. El viejo Código Civil español de 1888, hecho extensivo a Cuba por Real Decreto de 1889, establecía: «Incumbe la prueba de las obligaciones al que reclama su cumplimiento y la de su extinción al que la opone» (Artículo 1214).
Una regla similar rige la institución de la carga de la prueba en nuestra legislación actualmente, cuando la Ley No. 7, de 1977 (Ley de Procedimiento Civil, Administrativo, Económico y Laboral) establece: «A cada parte incumbe probar los hechos que afirme y los que opone a los alegados por las otras... Solo los hechos notorios por su publicidad y evidencia serán apreciados sin necesidad de prueba» (Artículo 244).
Este principio general y clásico sobre la carga de la prueba se expresa en la mayoría de los códigos al disponer que a la parte que alega un determinado hecho le corresponda la carga de probarlo. Trasladado este concepto de Derecho común al Derecho internacional cabe señalar que, igualmente, la parte que alegare un hecho está en la obligación de probarlo. «El Juez y Profesor español J.M. Suárez Robledano dice al respecto: La valoración de la prueba, desde el punto de vista judicial internacional, se atiene a la lógica, se infiere del conjunto de pruebas documentales, que son esenciales, así como de las posibles pruebas testifícales complementarias y de las periciales, incluyendo en estas los dictámenes jurídicos internacionales o nacionales».
Es así que el Derecho internacional consuetudinario mantiene el principio de que si un sujeto de Derecho internacional (un Estado u Organismo internacional) alega un hecho, está en la obligación de probarlo, lo que generalmente sucede en los foros internacionales; sin perjuicio que otro Estado requerido, cuando esté en condiciones, pueda contribuir al esclarecimiento del hecho alegado supuestamente ocurrido en su territorio, aun cuando no lo hubiese alegado,ni fuere responsable. Como regla general, todo lo alegado ante cualquier Corte internacional debe ser probado, incluyendo la Corte Internacional de Justicia, cuyos Estatutos establecen reglas al efecto (Artículo 48).
La sola alegación, sin pruebas, no es admitida en la Cortes internacionales. Por ello el incumplimiento del deber de probar, e incluso el de cooperar en la obtención o práctica de las pruebas, en algunos casos suele dar origen no solo a que las Cortes dispongan de oficio la práctica de las pruebas (Artículo 49 del Estatuto de la CIJ), sino, además, a pronunciamientos o sanciones en contra de la parte que se haya negado a suministrar las pruebas, o a cooperar en el esclarecimiento del hecho denunciado.
La carga de la prueba constituye pues, la forma y vía de la confirmación de la verdad jurídica. Está claro que, sin la obligación de probar, decir, alegar, criticar y acusar fuera muy fácil, por ello se requiere aportar los elementos probatorios que demuestren la autenticidad y veracidad de lo alegado. Lo que no está probado no existe en el mundo jurídicamente hablando.
Lo anterior nos permite razonar que si el Gobierno de EE. UU. alegó hace ya más de un año, en marzo del 2017, un hecho ocurrido en noviembre del 2016 (lo que de por sí ya viola el principio de inmediatez) que causó un daño a uno de sus agentes diplomáticos, debió aportar las pruebas del hecho o del daño, y así debió hacerlo en cada uno de los sucesivos casos en que repitió la alegación (o acusación) de los supuestos ataques sónicos.
Pero el Gobierno de EE. UU. no se limitó a incumplir con el deber que significa la carga de la prueba para poder demostrar la veracidad de los hechos alegados, sino que ni siquiera permitió o facilitó a las autoridades del Gobierno cubano comprobarlos al no poder realizarse el examen físico y médico-legal de los presuntos afectados, ni la inspección del lugar de los hechos, por lo que su actuación adquiere matices de hecho ilícito internacional,
teniendo en cuenta que su alegación no era un simple pedido o reclamo, sino prácticamente una acusación, y adoptó medidas de represalias (la determinación unilateral de reducción del personal diplomático de las respectivas embajadas en Cuba y EE. UU.).
teniendo en cuenta que su alegación no era un simple pedido o reclamo, sino prácticamente una acusación, y adoptó medidas de represalias (la determinación unilateral de reducción del personal diplomático de las respectivas embajadas en Cuba y EE. UU.).
Después fue celebrada una audiencia en el Comité de Relaciones Exteriores del Senado, organizada con el deliberado propósito de hacer ruido, espaviento y, a falta de pruebas que presentar, «imponer por la fuerza y sin evidencia alguna una acusación que no han podido demostrar» (como dijera la entonces Directora para Estados Unidos de la Cancillería cubana, Josefina Vidal), en ella altos funcionarios del Departamento de Estado de EE. UU. se prestaron a hacer declaraciones sobre hechos que no les consta, fueron suposiciones «inaceptables» e «irresponsables» que solo buscan politizar el asunto cuando transcurridos varios meses no han podido aportar prueba alguna.
Ahora vuelven «a sonar» los cacareados ataques sónicos. Aclaro, no es «sonando en Cuba», sino en EE. UU. Es así que estamos en presencia de un acto que puede calificarse como una calumnia (acusación o imputación falsa hecha contra alguien con la intención de causarle daño o de perjudicarle), es evidente la denuncia o acusación falsa al haber realizado una queja oficial y pública, a sabiendas de la imposibilidad de probarlo porque el hecho imputado no existe. Todo ello permite pensar en un deliberado propósito de dañar la imagen de Cuba, o de enrarecer el ambiente de normalidad por el que se pretendía marcharan las nuevas relaciones.
Se trata de una actuación inusitada en materia de Relaciones internacionales: alegar sin probar y con evidente falta de cooperación en el esclarecimiento del propio hecho alegado, que en lo casos que sucede en el ámbito internacional la doctrina jurídica califica categóricamente: cuando la prueba no existe, acaso solo se trata de una ficción, o de una parodia.
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