Piratas en la costa
La desmesura de los nacionalismos.
Es maravilloso el poder de la imaginación, capaz de conseguir, entre otras cosas, que enormes cantidades de seres humanos que no se conocen compartan la fantasía de que todos pertenecen a un mismo colectivo que llaman “nación”. Que sea una fantasía no significa que no sea real. Con tal de que millones de personas se creean que el hecho de vivir o de haber nacido dentro de un territorio geográfico delimitado de cierta manera, por ciertas circunstancias históricas, les permite identificarse como mexicanos, o españoles, o chinos, o argentinos o ingleses entonces la ficción deja de ser mentira.
La primera ministra británica, Theresa May, se enfrenta a la catástrofe nacional de un “Brexit duro” debido precisamente al peso que tiene la noción de ser inglés en el imaginario de mucha de la gente que habita la isla donde se dio la casualidad biológica de que ella también nació. El presidente argentino, Mauricio Macri, se enfrenta todos los días a la catástrofe, duro destino que comparte con sus antecesores en el cargo durante los ultimos 50 años, o más. Pero esto no impidió que cuando se reunieron May y Macri en el G20 hablaran sobre las Malvinas, unas islas cuyos 3.000 habitantes se creen que son británicos. Macri y los demás argentinos consideran que esto no es verdad. Aprendieron en el colegio que “las Malvinas son argentinas”. Y con tal fe se lo creen que ,cuando unos asesinos en serie las conquistaron por la vía militar durante unos días en 1982, el gran pueblo argentino aplaudió.Tendrá sus méritos esto de la identidad nacional pero cuando entra en juego la fantasía asociada de que determinado pedazo de tierra no debe llamarse “x” sino “y”, se tienden a crear problemas, como por ejemplo guerras. Y muchas tonterías. Los extremos absurdos a los que puede llegar la fantasía nacionalista no tiene muchos mejores ejemplos que las Islas Malvinas Y Gibraltar. Entre tantos problemas planetarios de mayor urgencia, ambos terrenitos fueron temas de conversación en la cumbre de líderes mundiales conocida como el G20 que se ha celebrado este fin de semana en Buenos Aires.
El argumento geográfico no favorece a los piratas ingleses.Las islas están a 1.900 kilómetros de Buenos Aires y a 12.500 kilómetros de Londres. Favorece también a España en su reclamo por Gibraltar, a cero kilómetros de un gran territorio donde vive gente que se cree española, y a 1.750 kilómetros de Londres.
Pedro Sánchez, el jefe de gobierno español, montó un lío por Gibraltar la semana pasada, amenazando con complicarle la vida aún más a la pobre May si no hacía ciertas concesiones respecto al reclamo soberanista español. May respondió como alguien que está ante un pelotón de fusilamiento cuando de repente aparece un funcionario y la amenaza con que la va a multar por no haber pagado sus impuestos. “Sí, sí” le dijo a Sánchez. Lo que quieras. Dejá que me muera en paz.
Tanto en el caso gibraltareño como en el malvinense, la cuestión hoy es: ¿Qué debe pesar más en estas cuestiones de soberanía nacional, la posición geográfica o el imaginario colectivo de la gente?. Si partimos de la premisa que a la tierra le da lo mismo pero a las personas les importa mucho, entonces la respuesta está clara. Y más si otra ficción en la que insistimos en creer, la democracia, tiene un valor más sagrado para más habitantes de estas naciones que la religión, por ejemplo. Dos referéndums que se han celebrado en Gibraltar y las Malvinas hace no mucho indican que en cada caso alrededor del 99 por ciento de la población se ha convencido de que el único nombre por el que se desean conocer es “británicos”.
La dictadura argentina intentó pisotear la voluntad democrática de los malvinenses, jugada que les salió mal. Muchos más éxito se tendría si se apelara a la política. Cuando fui en 2013 a aquellas islas heladas e inhóspitas (nunca más iré: Malvinas para los malvinenses) hablé con unos férreos nacionalistas británicos que me dijeron que el momento de mayor temor respecto a sus futuros ocurrió no en la guerra sino después, en los años 90. El ministro de relaciones exteriores, Guido di Tella, inició una política de “seducción”, como la bautizaron, que consistió en suavizar la retórica y mandar regalos a los niños de las islas en Navidad.
A los isleños nacionalistas con los que hablé les aterrorizó aquella iniciativa porque veían cómo el ancestral repudio a los argentinos se diluía entre muchos de sus vecinos, abriendo la posibilidad de que un día elijieran cambiar una fantasía nacional por la otra. El actual gobierno argentino actua en una línea más discreta pero similar. Un ejemplo es la decisión reciente de iniciar una nueva ruta aérea entre la ciudad de Córdoba y las Malvinas.
Aquellos españoles que consideran importante que los gibraltareños también cambien el color de su bandera podrían aprender de los argentinos. Cuando el referéndum británico de 2016 dio como resultado el Brexit, contra el que votaron el 96 por ciento de los gibraltareños, se abrió una oportunidad para el gobierno español. Era el momento de cambiar la retórica agresiva de siempre por una agresiva seducción. Darles regalos a los gibraltareños, ofrecerles incentivos para transformarse en españoles y así poder permanecer dentro de la Unión Europea. Pero hacer política no les sale por naturaleza a los gobiernos españoles. Como con el gran lío catalán, se sienten más cómodos recurriendo a la ley, buscando recuperar Gibraltar apelando a la letra pequeña de un tratado, el de Utrecht, firmado por unos déspotas europeos en 1713.
Si yo pudiese ser déspota por un día uno de los gustos que me daría sería declarar que unas hectáreas de la patita del suroeste inglés fueran españolas y que las islas más remotas del norte de Escocia fueran argentinas. Así se resolvería de una vez la cuestión imaginaria pero real del honor nacional (la vanidad, siempre la vanidad) que yace en el fondo de esto reclamos soberanos; se crearían un par de territorios de indudable curiosidad turística; y habría existido la posibilidad de celebrar la final de la Copa Libertadores entre Boca y River no sucumbiendo a la indignidad de hacerlo en Madrid, sino de manera pacífica, sin barras bravas, o narcotraficantes o policías corruptos, en suelo argentino.
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