Apichonados
Las respuestas son muy incómodas. Pero no se las encuentra con sarcasmo sino con coraje
Estuve en una cena en la que los comensales masculinos se cuestionaban —y muy en serio— asuntos como “¿nunca más un hombre podrá flirtear con una mujer sin exponerse a una querella?”. Cuando escucho a tanto varón inteligente hacerse esas preguntas, y otras como si ayudar a una mujer a ponerse el abrigo es acoso sexual, pienso cosas. La primera es que nos están tomando el pelo por vía de la exageración, como yo se lo tomaba a mi madre cuando agigantaba una leve molestia en el oído y la transformaba en otitis terminal para faltar al colegio. La segunda es que resulta desconcertante que una parte tan potente de la población se sienta apichonada: si las mujeres hubiéramos respondido con esta perplejidad asustadiza a cada cuestionamiento que se nos hizo seguiríamos, en términos de relaciones humanas, en el jurásico. La tercera, que las dudas acerca de cómo comportarse ante otra persona, que atribulan ahora a muchos hombres, aquejan a casi todas las mujeres de varias generaciones: ¿si respondo a este beso con entusiasmo pensará que me quiero acostar con él ahora mismo; si me acuesto con él ahora mismo pensará que soy fácil y eso arruinará una relación que me interesa; si demuestro interés pensará que quiero casarme y huirá? Muchas no nos hicimos jamás esos planteos, pero la mayoría lleva siglos autoinfligiéndoselos: “¿Debo ser y parecer, debo ser, debo parecer?”. No creo que el respeto por otro individuo se dirima con preguntas cínicas —“si le abro la puerta ¿pensará que quiero violarla?”— que se resuelven con sentido común. Hay otras, en cambio, que valen para todos y que las mujeres nos hacemos desde hace rato. Son preguntas acerca del destino como fatalidad. De la sumisa aceptación de lo que siempre hubo como único camino posible. Las respuestas son muy incómodas. Pero no se las encuentra con sarcasmo sino con coraje.
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