La presidenta de la Comunidad de Madrid no fue abatida por sus responsabilidades políticas en la gestión de su mentiroso máster, sino por robar dos cremas en un supermercado. Un episodio de su pasado que alguien guardó en vídeo para lanzarla a los leones cuando fuera conveniente. Las imágenes de Cristina Cifuentes y el vigilante que le obligó a abrir el bolso para sacar las cremas dañan la vista, la ética y la dignidad. Son unos minutos eternos que no hablan de política, sino de la condición humana y seguramente de una enfermedad inconfesable.Nadie hubiera podido imaginar un destino tan cruel y despiadado para Cristina Cifuentes. Ni para nadie. La vergüenza, el bochorno y la incredulidad recorrieron este miércoles la espina dorsal del PP y de la política española. Los dirigentes del partido de Cristina Cifuentes se quedaron sin palabras para definir la realidad, sin voz para explicar cómo y por qué transitaban por ese camino de fango.
La caída de Cifuentes supera todas las dimensiones políticas hasta ahora conocidas para adentrarse en el terreno de las patologías personales, pero también políticas. En cuestión de horas, una vez que el vídeo de la vergüenza de Cristina se coló en la vida de España, las preguntas se amontonaron.
¿Cómo puede ser capaz una mujer de salir de la cama después de verse así en las televisiones de medio mundo? ¿Quién tiene la fortaleza emocional suficiente como para presentarse delante de los medios y no derrumbarse, como haría cualquiera que se viera humillado en la plaza pública desde todos los rincones? ¿Cómo es posible que sabiendo que sus enemigos disponían de esa arma de destrucción personal ella se haya aferrado al cargo durante más de un mes? ¿Por qué no dimitió para ahorrarse la lapidación pública? ¿Por qué no pidió ayuda a su partido y a sus amigos para buscar una salida digna? ¿Qué tipo de ser humano se arriesga a ser arrastrado por el suelo pudiendo evitarlo? ¿Quién guardó el vídeo de la vergüenza durante siete años? ¿Es así como funciona la política en España? ¿Todo vale para destruir al enemigo? ¿A quién puede compensarle formar parte de un ecosistema humano capaz de hacer algo así con un semejante? ¿Puede haber alguien tan tontamente soberbio como para confiar en que ese documento no iba a ser utilizado? ¿Qué les pasa a los políticos por la cabeza? ¿Por qué los dirigentes del PP aplaudieron a rabiar a la presidenta de la Comunidad de Madrid cuando ya intuían que lo suyo acabaría mal o muy mal? ¿Es así cómo funciona el partido que gobierna? ¿Es así cómo funciona la política? ¿Y esta gente es la que le habla a los ciudadanos de valores y principios? ¿Qué efectos produce el poder en el cerebro de las personas que lo detentan?
No es de extrañar que después de todas esas preguntas, los ciudadanos puedan llegar a sentir una sensación parecida al asco. Muchos políticos sintieron este miércoles esa misma sensación. Pena y asco mezclados con tristeza y estupefacción. La política no está sobrada de credibilidad en España. El episodio de la dramática dimisión de Cristina Cifuentes contribuye a hundir un poco más en el arroyo del descrédito a la formación política a la que pertenece.
El hundimiento político y personal de la ya ex presidenta de la Comunidad de Madrid, con todo su acompañamiento literario de metáforas mafiosas y de novela negra, es un capítulo -veremos si el final- diferido y desdichado de la historia del PP de Madrid liderado por Esperanza Aguirre. No uno, ni dos, ni tres. Mucha gente sabía que ese partido era "una gusanera". Así lo definían muchos en charlas de café, sin atreverse a desafiar el poder absoluto de la ex lideresa. También la dirección nacional y Mariano Rajoy lo sabían. Conocían las andanzas de Ignacio González y de Francisco Granados. Se espiaron en público y no pasó nada. Lo único que pasó es que es ex teniente de alcalde Manuel Cobo fue castigado por el comité de disciplina por decir que Aguirre y los suyos tenían montada una "gestapillo". Pecata minuta para lo que ahora conocemos. Cifuentes ha caído víctima de ese ecosistema putrefacto. Víctima de los que conociendo esa grabación y lo que había detrás desde el punto de vista personal, la promovieron para delegada del Gobierno y después para presidenta de la Comunidad. El funcionamiento interno del PP, cuyos mandamientos se resumen en uno: manda el presidente, decide el presidente, sólo él y nada más que él, ha acabado por provocar una dimisión agónica rodeada de miserias. Había otras formas de obligar a dimitir a Cristina Cifuentes.
La dirección del partido podía haberla emplazado públicamente y sin rodeos. Sin indirectas. Por derecho y con sinceridad. Hasta incluso el Comité Ejecutivo del PP, que para algo está además de para aplaudir, podía haberle pedido la dimisión por el bien del partido. Pero Rajoy prefirió el método -tan casero y confortable para él- de vencer su resistencia emocional. El resultado es un espectáculo encarnizado e indigno. Amén de un desastre político para el PP en un momento de extra debilidad. Lo de menos ya es Cifuentes, el último juguete roto del PP de Madrid en cuyos dominios no se ponía el sol. Y si se ponía, se apartaba de un manotazo.
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