América Latina, “fin de ciclo” y odio social
Los análisis sobre el “fin del ciclo progresista” en América Latina han resultado ser tan poco estimulantes intelectual y políticamente como los interminables debates sobre el “fin de las ideologías” o el “fin de la historia”.
Tras aquellas discusiones, tan de moda en predios académicos y en cierta prensa, es muy fácil percibir ese empeño de las elites porque finalice, de una vez por todas, la oleada radicalmente democrática que sacudió a la América Latina a comienzos de siglo.
No obstante, la principal incógnita política que hay que despejar en América Latina es cuánto tiempo, y a qué precio, lograrán las oligarquías contener la fuerza popular movilizada contra las medidas anti-populares que, inevitable e invariablemente, ya ejecutan allí donde han recuperado el poder, y ejecutarán en aquellos países donde logren formar gobierno.
Esta debilidad congénita de las derechas latinoamericanas obedece a dos razones: su renovada fuerza radica en: 1) su habilidad para perpetrar golpes “democráticos” y “constitucionales”, como ya lo explicó Isabel Rauber en 2009, a propósito del golpe de Estado en Honduras (1); y 2) su capacidad para movilizar estimulando el “odio social”, como lo advirtiera Leonardo Boff en 2015 (2), al evaluar el carácter de las manifestaciones contra el PT en Brasil.
A la total reinvención de la política que hoy continúan reclamando los pueblos latinoamericanos, la derecha ha respondido “reinventándose” democráticamente, haciendo alarde de su meticuloso conocimiento de las artimañas legales para subvertir gobiernos legítimos. A la creciente politización de las clases populares y, más importante aún, a la incorporación de millones de personas a la vida ciudadana, la derecha ha respondido con un discurso que trabaja con mucha eficacia los miedos de la clase media: miedo a perder su estabilidad, su seguridad, sus privilegios, etc., como consecuencia de la irrupción de un otro amenazante que no “comprende” su lugar en el mundo.
Frente a la reinvención de la política, la derecha “descubre” y exhibe el lado más podrido de la democracia. Frente a la movilización popular, moviliza las peores pasiones. Se trata, sin duda, de una fuerza literalmente reactiva, que no desea conducir la sociedad para convertirla en un lugar mejor para todos, sino para perpetuar la desigualdad.
Si los gobiernos populares de América Latina han debido padecer, sin excepción, los efectos disgregadores de esta política del “odio social”, ¿cómo contener este odio una vez que la derecha se hubiere reinstalado en el gobierno? ¿Qué sociabilidad puede construir un gobierno erigido sobre el miedo a las mayorías populares empoderadas?
Recientemente hemos sido testigos de dos episodios que ilustran este odio: el primero ocurrió el 3 de marzo, en Cúcuta, Colombia, cuando la caravana del candidato presidencial Gustavo Petro fue atacada a pedradas y disparos de armas de fuego (3); el segundo tuvo lugar el 28 de marzo en el estado sureño de Paraná, Brasil, cuando la caravana de Lula da Silva fue igualmente atacada a tiros y pedradas (4).
Mientras tanto, los presidentes de las naciones donde ocurrieron estos atentados, el colombiano Juan Manuel Santos y el brasileño Michel Temer, se reunieron en Brasilia el 21 de marzo, donde se comprometieron a seguir “trabajando en todos los frentes por la pronta recuperación de la democracia en Venezuela” (5).
Sí, en tiempos de “fin de ciclo” Venezuela sigue siendo el principal problema.
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