Populismo latinoamericano, ¿espejo o antídoto del trumpismo?
Está de moda entre los liberales más fanáticos de los Estados Unidos comparar al “trumpismo” con el peronismo argentino, esgrimiendo la analogía como una advertencia sobre el potencial apocalipsis que –temen– está a punto de envolvernos. Recientemente, Larry Summers, miembro del establishment demócrata durante décadas, planteó a través de Twitter: “Me preocupa la argentinización del gobierno de Estados Unidos”. Summers escribió el tuit después de que Trump acusara a los demócratas de traición y de que los medios informaran sobre los deseos infantiles del presidente para un desfile militar. Usó una caracterización estándar del peronismo como un movimiento autoritario, una descripción habitual que seguramente hizo asentir a muchos estadounidenses.
No son sólo los demócratas quienes tratan al peronismo como paradigma de un autoritarismo peligroso. En abril de 2009, Rush Limbaugh intervino ante el inminente rescate gubernamental de General Motors y Chrysler diciendo: “El presidente de los Estados Unidos, Barack Perón, anunciará la adquisición de Chrysler al estilo argentino”. Incluso los académicos más reflexivos han argumentado recientemente que “Perón muestra cómo Trump podría arruinar nuestra democracia sin derrumbarla”.
Sin embargo, al igual que muchos otros clichés históricos, éste es incompleto, si no absolutamente erróneo. Ignora que el núcleo del peronismo fue una visión que es el exacto opuesto del trumpismo. El peronismo lideró un proceso de expansión de la igualdad económica, la organización colectiva y la emancipación política. El trumpismo, por el contrario, se basa en las tendencias hacia la desigualdad, el individualismo y la falta de compromiso político que impregnan la vida norteamericana desde hace décadas.
De hecho, la comparación revela más sobre quienes la repiten que sobre Trump mismo. Aunque conforman el partido más liberal, los demócratas priorizan el resguardo de las instituciones liberales por sobre el avance hacia objetivos políticos, como una mayor igualdad económica. De hecho, equiparan a muchos intentos por alcanzar esos objetivos –como el peronismo– con un autoritarismo peligroso.
El peronismo y los movimientos similares de América Latina indudablemente reformularon a la sociedad y la política, desde las ideas hasta las instituciones. Pero esos proyectos, englobados bajo la categoría de “populismos” representan una amenaza menor para la democracia que la tendencia demócrata a deificar las instituciones políticas y resguardarlas a toda costa, incluso sacrificando principios subyacentes como equidad, justicia e igualdad.
En la década de posguerra, Juan Perón presidió un proceso de masiva redistribución de la riqueza en beneficio de las clases trabajadoras emergentes. En alianza con un movimiento sindical movilizado, su gobierno incrementó la intervención estatal en la economía y proveyó bienes y servicios a los trabajadores, incluyendo la atención gratuita de la salud pública y la educación para todos, así como una amplia gama de servicios sociales administrados por los sindicatos. El peronismo estableció fuertes regulaciones al capital privado y aseguró derechos y las protecciones laborales a los trabajadores sindicalizados.
A fines de la década de 1940, más del 80 por ciento de los trabajadores definían sus ingresos y condiciones de trabajo bajo un sistema de negociación colectiva, y la participación de la mano de obra en el ingreso nacional crecía por encima del 50 por ciento, un hito en la historia argentina. En un momento en que la guerra castigaba la economía mundial, la ingesta calórica diaria de los trabajadores de Argentina era de unas 3 mil calorías, superada solo en los Estados Unidos.
Durante el gobierno de Perón, la Argentina también experimentó un proceso de expansión masiva de los derechos políticos. Las mujeres votaron a nivel nacional por primera vez en 1952, y los activistas sindicales llegaron a ser embajadores, miembros del Congreso y funcionarios del gabinete.
Las transformaciones sociales de Argentina se parecieron en cierto modo a las que tuvieron lugar en los Estados Unidos durante el New Deal. Perón ciertamente pensaba eso: además del famoso llamado a elegir entre Braden o Perón el discurso que cerró su campaña presidencial en 1946 citaba párrafos enteros del segundo discurso inaugural del presidente Franklin Roosevelt. Y así, irónicamente, también lo veían políticos y empresarios estadounidenses, que constantemente invocaban el espectro del peronismo como un argumento a favor de desmantelar el New Deal, y como un oscuro ejemplo de la intervención gubernamental en la economía y la participación sindical en la política.
La idea que impulsó esos cambios en Argentina es la de derechos sociales. El peronismo y otros movimientos populistas en la América Latina de posguerra entendieron que los derechos políticos y el bienestar de los grupos económicamente desfavorecidos habían sido sistemáticamente frustrados por las élites económicas. Por eso, tenían derecho a protecciones y beneficios específicos como una “clase” –por encima y más allá de los derechos individuales como ciudadanos–, para que sus miembros pudieran ejercer el mismo nivel de influencia en la sociedad que otros detentaban individualmente. Dado que ningún trabajador individual podía ejercer tener tanto poder como un gran empresario, los sindicatos permitirían a los trabajadores alcanzar colectivamente el mismo tipo de acceso y de influencia que otros conseguían en virtud de su poder económico.
Es cierto, el peronismo empujó los límites de las instituciones democráticas, apeló a la coerción y la violencia contra sus opositores, y creó un ambiente político tóxico, sofocado con imágenes de Perón y su esposa Eva como redentores de la clase obrera argentina. Al mismo tiempo que el movimiento obrero vivió un periodo de expansión de derechos inédito, Perón indudablemente utilizó al gobierno para controlar a los sindicatos y ejercer una influencia indebida sobre los medios de comunicación. Pero el peronismo pagó un precio alto por estas acciones, asfixiando la dinámica democrática que había ayudado a crear y contribuyendo a su propia ruina. La violencia de los años 40 y 50 bajo Perón fue mínima en comparación con los feroces ataques contra los trabajadores organizados que la precedieron. Y empalidece frente a los posteriores intentos represivos de borrar todo rastro del peronismo, incluyendo el terrorismo de Estado de la dictadura que ejerció el poder entre 1976 y 1983, terrorismo librado en nombre de “erradicar la agresión marxista y populista”.
¿Qué tiene esto que ver con Trump? Poco, si algo. Durante su primer año en el poder, el trumpismo ha sido consistente en sus esfuerzos por flexibilizar las regulaciones laborales, debilitar a los sindicatos y ensalzar los beneficios de ampliar la libertad de acción del capital. Por encima de todo, lo que hace al trumpismo tan diferente del peronismo es la correlación entre su surgimiento y la disminución del poder sindical y la creciente desigualdad en los Estados Unidos, el exacto reverso de lo que llevó a Perón al poder.
Un ataque prolongado y feroz de parte de empresarios y elites ha dejado al poder sindical de los Estados Unidos en declive desde los años 50. La afiliación y la capacidad de negociación han alcanzado mínimos históricos: el 11,5 por ciento de los trabajadores asalariados están sindicalizados y el 13 por ciento están cubiertos por convenios colectivos.
La falta de representación de los trabajadores, y no su poder creciente, impulsó el éxito de Trump. Su triunfo se basó en la crucial victoria republicana de 2011 en Wisconsin, que redujo los derechos de negociación colectiva para la mayoría de los empleados públicos. Esos avances continuaron debilitando la relación enfermiza entre los demócratas y los sindicatos en los estados del cordón industrial (Rust Belt), donde las políticas económicas de la administración de Obama –como advirtieron Joseph Stiglitz y otros– tuvieron como resultado una recuperación lenta y desigual.
El trumpismo y los matices racistas de su agenda prosperan en ese clima de desigualdad económica y de sordera política a las demandas de igualdad. Junto con los recortes de impuestos para los ricos, la administración de Trump ha avasallado a derechos de trabajadores y sindicatos de manera constante, incluyendo el agresivo desmantelamiento de las agencias reguladoras en el área de relaciones laborales, la reforma de la legislación y de los precedentes favorables a los derechos de trabajadores, y un enfoque general que beneficia a empresarios y emprendedores y desalienta la organización sindical.
La comparación de Summers entre el trumpismo y el peronismo es profundamente problemática: ignora de qué manera fundamental son dos polos opuestos, y acepta una definición de la democracia y la libertad que prioriza a las instituciones por encima de todo. Esta orientación –con su punto ciego para las demandas populares– es justamente la que ofreció una brecha para el ingreso de las recetas autoritarias de Trump y su ataque al mismo electorado impulsado por el peronismo en Argentina: la clase trabajadora y los pobres. En lugar de temer al populismo latinoamericano, quizás –como ha sugerido la politóloga Thea Riofrancos– los demócratas deberían mirarlo como un instrumento posible para construir un país más equitativo y justo. Sólo abrazando –antes que desechando– los reclamos colectivos de dignidad, y cuestionando el orden vigente, podrá el país enfrentar al trumpismo y a las causas de su ascenso al poder.
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