El dictador y los pigmeos
Castro exportó la revolución armada a media América Latina y acercó al mundo entero como nunca a la posibilidad del aniquilamiento nuclear.
“La prueba de la grandeza está en las páginas de la historia”. William Hazlitt, escritor inglés.
Donald Trump dice que Fidel Castro fue un “brutal dictador”. Bueno, sí, pero lo que el presidente electo de Estados Unidos y la enorme mayoría de sus compatriotas ignoran es que se podría atribuir el mismo adjetivo a Ronald Reagan, su figura política más beatificada desde la llegada de Castro al poder.
La carnicería que el presidente Reagan sancionó, animó o financió en América Latina durante la década de los ochenta superó por varios múltiplos la que el Comandante consideró necesaria para mantener en pie o extender por el hemisferio la revolución comunista cubana. Todo valía en la Guerra Fría, pero que Trump piense que su país pueda dar lecciones morales al mundo sobre la brutalidad es otro ejemplo más de la incoherencia y frivolidad que lo define. Ahora, si se hubiese ahorrado el adjetivo hubiera habido menos tema de discusión.
En cuanto a la autoridad sin restricciones que ejerció, Castro fue tan dictador como Stalin en la Unión Soviética o Hitler en Alemania. La diferencia residió en los sueños que vendían y en la escala del terror (comparativamente insignificante en el caso de Castro, por supuesto) que desataron. Pero en los países donde mandaban, la voluntad de cada uno de ellos era la ley; cada uno de ellos tenía en sus manos la vida o muerte de sus ciudadanos, muchos de los cuales, demostrando lo primitiva que sigue siendo la humanidad en sus creencias, los idolatraban.
No vi nada de incertidumbre en los ochenta las dos veces que pasé de cubrir las guerras de Centroamérica a ver de primera mano lo que era la pax cubana. Ni en sus épicos discursos, uno de los cuales tuve que soportar bajo el fiero sol de La Habana, ni en los muchos devotos del patriarca que conocí.Castro era a sus fieles como el Papa a los católicos más devotos; el comunismo, la religión por otros medios que ocupó el lugar del mensaje cristiano que él mismo absorbió cuando era niño. “De Cristo conozco bastante por lo que he leído y me enseñaron en escuelas regidas por jesuitas”, escribió en el último texto suyo conocido, publicado en el diario oficial cubano Granma en octubre de este año bajo el enigmático título El destino incierto de la especie humana.
Cuba era su propiedad, pero ¡qué propiedad! ¡Y cómo la transformó! Antes de que Castro tomara el poder en enero de 1959 Cuba era de poco interés para gente de fuera a no ser que fuesen importadores de tabaco o de azúcar, mafiosos estadounidenses huyendo de la ley o turistas estadounidenses con impulsos libertinos buscando escapar del puritanismo de su país. Después de su triunfo, Castro exportó la revolución armada a media América Latina, inspiró a la izquierda en todos los países donde no gobernaba el comunismo, envió un enorme ejército a luchar en África y, con la ayuda de sus amigos soviéticos, acercó al mundo entero como nunca a la posibilidad del aniquilamiento nuclear.Miembros del Partido manifiestamente inteligentes, políticamente sofisticados en sus análisis de lo que pasaba fuera de su país, temblaban ante la mera mención del Comandante, temiendo que un irreverente sujeto del imperio anglosajón les pusiera en aprietos con alguna herejía que cuestionara la omnisciencia de su amo. Todo era discutible menos Castro, cuya palabra y doctrina ni él (el hombre más ensimismado del mundo) ni nadie cuestionaban. Cada discurso era una encíclica. Cuando abría la boca tenía la última palabra sobre todo lo que ocurría bajo el cielo cubano, desde la salud hasta la educación, el deporte, la guerra, la paz y la política agraria.
Todo lo cual me parecía difícil de creer estando en Cuba, viendo los pocos coches que transitaban por las maltrechas calles, lo limitada que era la dieta de los cubanos, lo humildes que eran sus hogares. Pero también vi que a cambio de someterse a la voluntad de su Luis XIV tropical (“el Estado soy yo”), y a diferencia de lo que veía en todos los demás países latinoamericanos, nadie pasaba hambre; la salud era gratis y de alta calidad para todos; el sistema de educación era admirable. Recuerdo haber pasado toda una noche caminando por La Habana con media docena de profesores jóvenes. Intimidado por la amplitud de sus conocimientos, se me ocurrió cambiar el tema a la literatura inglesa, lo que había estudiado en la universidad, pero ahí también me tuve que rendir una vez que se pusieron a hablar de la poesía de Ezra Pound.
Eso sí, hablar con ellos de Fidel: verboten. Salvo, en todo el tiempo que pasé en Cuba, con un joven de unos 24 años que me citó en un lugar secreto y que luego me dijeron que era hijo del Che Guevara. “Lo que sufro y lo que sé que no quiero”, me confesó, “es que me impongan límites a la imaginación”.
¿Un dictador? Sí. ¿Brutal? Sí. Pero también un líder con una visión generosa de lo que debería ser la humanidad, inspirada en lo mejor de aquella enseñanza cristiana a la que se refirió en aquel último texto que publicó. Ahí también citó con aprobación una frase de la Declaración Universal de Derechos Humanos: “Todos los hombres nacen libres e iguales en dignidad y derechos”. Castro, en realidad, no tuvo igual, por más que predicara la igualdad. Para bien o, según el punto de vista, para mal, todos los líderes políticos de hoy, empezando por el futuro presidente de EE UU, son unos pigmeos.El único cubano que no se los tuvo que imponer fue el propio Castro. Fue un personaje casi de ficción. Piense lo que uno piense de su ideología o de su sistema de gobierno, lo que nadie puede dudar es que fue un coloso en el escenario mundial, heroico en su narcisismo y en su hambre de poder, sin duda, pero también un líder luminoso, un hombre audaz, un genio de la persuasión política que supo en sus entrañas, como Napoleón o las grandes figuras de la mitología griega, que había nacido para la grandeza.
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