Podemos o el retorno de la política
Podemos es el lugar donde hoy se están alojando las expectativas de
diferentes sectores de la población que se encontraban enfrentados a la
ausencia de todo proyecto emancipatorio, consecuencia de la acción
antipolítica y mancomunada de los dos grandes partidos.
Desde su surgimiento hace un año, Podemos se ha
convertido en un enigma que se trata de explicar y entender desde los
más variados sectores del pensamiento político y del análisis electoral.
Se busca dar un sentido a un movimiento político que parece decidido a
romper con las quietas y consolidadas aguas de la política española.
Tranquilidad sostenida en un bipartidismo que se reparte el poder desde
el retorno de la democracia, aderezado con la existencia de pequeños
partidos que se conforman con participar en el escenario como actores
secundarios sin posibilidad de gobernar ni, consecuentemente, de
transformar la realidad.
No ha sido difícil advertir
que a lo largo de todos estos años los dos partidos mayoritarios han ido
acercando sus posiciones ideológicas y sus prácticas, diferenciándose
en muy contadas decisiones. Aliados en lo esencial, que es la manera
neoliberal de entender el Estado y la economía, han difuminado cualquier
grado de antagonismo real. Los ciudadanos vienen asistiendo a una
alternancia que no disimula el engaño bajo el que se cobijan las más
variadas estrategias para enriquecerse y para entregar las decisiones a
instancias directivas ajenas a las instituciones de la nación. La idea
de que la construcción política se realiza bajo la premisa del consenso
-ya que existe un objetivo superior que es España y ésta necesita de una
unión de los partidos para salvarla- esconde en realidad una
consecuencia: terminar de destruir la posibilidad de la política misma e
incrustar definitivamente en la población la idea de que se trata de un
“nosotros o el caos”. Así lo señala Juan Carlos Monedero en los mítines
de Podemos con un chiste: conminado el pueblo por los gobernantes a
elegir entre “nosotros y el caos”, éste elige el caos y los gobernantes
contestan que no hay problema porque ellos también son el caos.
El panorama era realmente desolador hasta el surgimiento del movimiento
del 15M y las mareas ciudadanas. Estamos viviendo la época del fin de
la política, largamente amasada por la ideología neoliberal de la
competencia despiadada y generalizada donde el sujeto, ahora llamado
emprendedor, se concibe a sí mismo como una empresa que hay que
gestionar y lanzar al mercado como una mercancía más. Cualquier atisbo
de solidaridad o de construcción de algo en común es convertido en un
anacronismo y desechado al desván de los recuerdos simpáticos de la
historia.
El mundo de los “unos solos” en guerra con
los demás se impone. El final de la política significa que ésta se
transforma en una mera gestión de las cosas, tal como afirma Jean-Claude
Milner en su libro La política de las cosas: “se
trata de hacer aceptar a todos la convicción de que nadie podrá nunca
cambiar nada de nada. Lo que los buenos gobernantes proponen a los
gobernados pasa por lo inevitable, puesto que ese es el orden de las
cosas”. Esta afirmación es fácil de constatar cuando pensamos en el
actual gobierno de España, quien sostiene que no tiene otra posibilidad
de hacer diferente de lo que se está haciendo, que es seguir
rigurosamente los dictados de Bruselas. ¡Políticos que no pueden hacer
otra política que la que les imponen! ¿Quiénes? Las “cosas” de la
economía neoliberal. Por qué no se nombra a esto como lo que es: una
tiranía de las “cosas”, sostenida en una sumisión voluntaria de los
políticos a la misma. En una maniobra de velamiento de lo que está
sucediendo, se pone el énfasis en la idea de que el pueblo se rebela
contra las medidas tomadas por falta de una buena explicación, poniendo
así el problema en una cuestión pedagógica y no en la conciencia
ciudadana de una estafa que no está dispuesta a aceptar.
La estafa es el intento de conseguir la desaparición de una “política
de los hombres” no sometida a la “política de las cosas”. Esta política
de los hombres, que se intenta negar a la ciudadanía, implica considerar
necesariamente dos cuestiones: antagonismo y subjetividad. La
existencia del antagonismo es algo irreductible en las sociedades
humanas. Chantal Mouffe lo reconoce en su libro En torno a lo político al
señalar que es Freud el que esclarece la imposibilidad de erradicar
este antagonismo, el cual es efecto de la existencia de un campo
pulsional estructural que no conoce la paz. La existencia de una
subjetividad -imposible de gobernar- que necesita su vía de expresión y
que necesariamente está incluida en todo accionar político, no ha sido
aún asimilada por la teoría política. Dicho antagonismo debiera
tratarse, no por la falacia del consenso, sino mediante la construcción
democrática de hegemonías que promuevan “la creación de una esfera
pública vibrante de lucha “agonista”, donde puedan confrontarse
diferentes proyectos políticos hegemónicos”.
La
noción de conflicto en el lazo social es imposible de eliminar ya que
tiene que ver con la presencia de anhelos y proyectos -radicalmente
diferentes- anclados fundamentalmente en el reparto de la riqueza, pero
no solo. En este antagonismo juegan un papel central la manera de leer
el mundo, de concebir los lazos sociales, de pensar la sexualidad y la
libertad, la educación, el amor, la religión, el valor de la palabra, el
lugar dado al sujeto y al deseo y la forma propia de gozar. De este
modo, al estar en juego los aspectos más singulares de la subjetividad,
cualquier intento de acabar con la política necesariamente ataca lo más
propio de cada uno, ya que es en el amplio campo de lo político donde
esta subjetividad puede expresarse.
Todo fenómeno de
masas, sostenido en las identificaciones, también vela dichas
manifestaciones subjetivas y es así que cualquier acción política, que
busque la emancipación, debe estar advertida de los efectos deletéreos
que lo masivo produce. Es posible pensar la construcción de un accionar
político donde lo común no implique necesariamente la pérdida de la
singularidad sino, justamente, un espacio donde ésta encuentre las vías
de su realización. La producción de un campo hegemónico podría producir
un efecto de desaparición de la subjetividad, pero es en este campo
hegemónico donde la misma debería poder alojarse en un proyecto común y
personal a la vez. No es posible pensar la emancipación de un pueblo sin
tomar en cuenta las singularidades que habitan en su seno.
Podemos ha reintroducido con mucha claridad en la escena política, por
un lado, el antagonismo entre el pueblo y la casta, y, por el otro, la
subjetividad, con su convocatoria a la participación y a la invención.
De esta manera va logrando convertirse en el significante vacío
laclausiano que puede alcanzar un estatuto hegemónico en la arena
político-social. Para muestra, la excepcional acogida a Pablo Iglesias
en Cataluña donde éste redobló la apuesta por el derecho a decidir al
ampliarlo a multitud de otras cuestiones centrales más allá del
exclusivo problema territorial, rompiendo la lógica excluyente de los
nacionalismos. Podemos es el lugar donde hoy se están alojando las
expectativas de diferentes sectores de la población que se encontraban
enfrentados a la ausencia de todo proyecto emancipatorio, consecuencia
de la acción antipolítica y mancomunada de los dos grandes partidos. La
política ha retornado.
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