Cuando Buenos Aires era extranjera
De la revista Ñ suplemento culrural del diario Clarín
El escritor Alberto Sarramone investigó el impacto inmigratorio a principios del siglo XX. Allí rastreó los orígenes de una nacionalidad argentina que se presenta como una pregunta de respuesta incierta.
En Inmigrantes y criollos en el Bicentenario, bajo la égida de un enfoque predominantemente sociológico, Alberto Sarramone se aboca a la tarea de mensurar el impacto inmigratorio en la formación de la nacionalidad argentina, ese aluvional crisol de razas que torna temeraria y, en muchas ocasiones, imposible de responder la pregunta por el ser nacional (una extraña quintaesencia que se pretende prototipo de rasgos y características singulares y, a un tiempo, compartidas). El peso que comportó el carácter inmigratorio se ilustra con claridad en la progresión de carácter numérico: en el Censo Nacional de 1895, una de cada cuatro personas era extranjera; en el Censo de 1914, una de cada tres, pero los dos tercios de argentinos restantes eran hijos o nietos de inmigrantes. Pero si en el resto de América latina hay fundamentos suficientes para hablar –según la expresión ya consagrada de Haya de la Torre– de "pueblos indoamericanos", en Argentina, señala el autor, se torna inevitable la expresión "euro-americano" en virtud de la genealogía inmigratoria.En términos generales, indica Sarramone, no sería un error desestimar la figura paradigmática del inmigrante que arriba "con una mano atrás y otra adelante", tal y como reza el lugar común, no pudieron salir de su tierra quienes eran extremadamente pobres en tanto que el pasaje en barco había que pagarlo y no era barato, aun viajando en clase hacinada y económica.
Según las cifras del Censo de 1914, el cincuenta por ciento de la población que moraba en Buenos Aires era inmigrante; no en vano unos años antes, en 1887, Sarmiento se interroga: "¿Estamos en Italia o en Buenos Aires?, ¿en Europa o en América?" Julio Argentino Roca reflexiona: "Buenos Aires no es la Nación porque es una provincia de extranjeros", y Juárez Celman abunda: "Seré el presidente de la inmigración". Notablemente, nada afectó la intensidad del flujo inmigratorio, ni siquiera la tristemente célebre Ley de Residencia, promulgada en 1902 (y recién abolida en 1958) e inspirada en las huelgas de fines del siglo XIX, que autorizaba al Poder Ejecutivo a expulsar del país a cualquier extranjero que "comprometa la seguridad o perturbe el orden público". El sentimiento enraizado en una genuina xenofobia, el temor a lo radicalmente otro, la inmigración externa o la migración interna contempladas como una de las formas más vejatorias de invasión al espacio propio y (en principio) intocado alimentaron manifestaciones literarias tan disímiles en tiempos y ejecución como las novelas En la sangre (Eugenio Cambaceres), La Bolsa (Julián Martel) y los cuentos "Casa tomada" (Julio Cortázar) y "Cabecita negra" (Germán Rozenmacher). No menos evidentes resultan los aportes inmigratorios a la formación del porteño de fines del siglo XIX y principios del XX, nacido y crecido –como bien apunta Sarramone– al calor de movimientos socioculturales propios y extraños; la presencia de la inmigración italiana en los nombres del tango es considerable: D'Arienzo, De Caro, Piazzolla, Franchini, Di Sarli, Discépolo, Pugliese, Troilo, Canaro, Bassi y un larguísimo etcétera. Así como los títulos de algunas letras: desde "Giusseppe el zapatero" hasta "Canción del inmigrante". En este marco resulta, cuanto menos, astigmático el fervoroso anhelo de Ricardo Rojas proponiendo "restaurar el alma nacional" o la malhadada descripción de Leopoldo Lugones definiendo a los grupos inmigratorios como "la plebe ultramarina".
Por fortuna, los afanes de Sarramone no se circunscriben a Buenos Aires sino que abarcan, con minucia y holgura, todo el territorio, desglosando el tipo y las características de inmigración que correspondieron a cada provincia y zona geográfica. Así, el autor informa que en fecha tan temprana como 1826 se produjo el arribo de inmigrantes alemanes que fueron alojados en la entonces Chacarita de los Colegiales. Treinta y cuatro años después da comienzo la formación de colonias en tierras cordobesas, a cargo de ingleses, italianos y suizos. No deja de resultar curioso un dato señalado por el autor respecto a la inmigración en la Patagonia: el aporte más importante fue de raíz religiosa, debido a la congregación de los salesianos, fundada en Turín en 1859 por Juan Bosco, cuyo sueño era la evangelización de la Patagonia. Así como no puede dejar de mencionarse el duro inicio que tuvieron que superar los primeros colonos judíos que llegaron a afianzarse en el país.
Por el notable rigor de datos y estadísticas, Inmigrantes y criollos en el Bicentenario está destinado a ser un libro de estudio necesario e imprescindible lectura.
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